LA MAÑANA MÁGICA
por Francisco-Manuel Nácher
Mount Ecclesia es un lugar especial. Todos lo sabemos. Y los que
han estado allí, con más motivo. No en balde fue elegido por el
Hermano Mayor. Y no en balde convergen allí, por un lado, las energías
telúricas propias de un lugar tan especial; por otro, las que se enfocan
desde lo alto por las Jerarquías; luego, las evocadas por todos los
Centros, probacionistas, estudiantes y enfermos que han solicitado
sanación, de todo el mundo; y, últimamente, las que se evocan cada día
desde la Capilla, el templo del Healing y el Templo propiamente dicho,
durante los respectivos Servicios Devocionales.
Depende de la sensibilidad de cada uno el que experimente allí
algún fenómeno particular o no. Generalmente, no se da uno cuenta
mientas está allí de que es un lugar especial. Suele ser luego, cuando se
regresa a casa, cuando se apercibe de que, durante su estancia en Mount
Ecclesia, no se encontró en su estado normal, el de siempre, sino que fue
algo distinto. Una especie de conciencia ampliada, de aceleración
interna y de apertura desacostumbrada a la devoción, la amistad y la
alegría interior.
Por supuesto que mis vivencias son sólo mías y nadie tiene por qué
aceptarlas, ni yo tendría por qué hacerlas públicas. Pero, como considero
que no debe ser el mío el único caso y estoy seguro de que puede ayudar
a alguien, voy a relatar una experiencia vivida allí el 13 de julio último.
Todas las mañanas, antes de entrar en la Capilla para asistir, a las
7,45 al Servicio matutino, me desviaba unos minutos y me introducía en
el denominado “Meditation walk” o “Paseo de la Meditación”. No sabría
decir por qué, pero aquel estrecho pasillo asfaltado, entre paredes de
flores, arbustos y árboles resplandecientes de luz y color, me atraía de un
modo particular. Especialmente, experimentaba esa atracción en una
zona en que se encuentran unos árboles, para mí desconocidos que,
cubiertos de flores esféricas y plumosas de todos los tonos imaginables
del violeta, cubrían, como un techo protector, al paseante. Todos los
días, al pasar por allí, me detenía un momento. Sentía algo especial, pero
era una sensación inconsciente, no percibida, no hecha propia, más bien
una inclinación a actuar así.
A esos árboles seguían flores de todo tipo y color, que abarrotaban,
a ambos lados, el campo visual. Era como pasear por el arco iris. El
Meditation Walk comunica los alrededores de la Capilla con los
alrededores del Templo, pasando junto al Healing, en que se encuentra
la pequeña Capilla de tal dependencia. Pero, antes de llegar a ella, la
parte derecha del camino quedaba despejado en parte y desde él se
dominaba, allá abajo, el enorme Valle de San Luis Rey, cuya vista
quedaba atravesada verticalmente por un bosquecillo de treinta o
cuarenta enhiestos postes de pitas florecidas, coronados por sus
hermosas inflorescencias arracimadas, de un amarillo brillante, que
destacaban llamativamente sobre el azul del cielo, y eran visitadas
asiduamente por una serie de rapidísimos colibríes, ávidos de su néctar,
que libaban gráciles, introduciendo sus largos picos en las flores,
mientras se mantenían, inmóviles, en el aire, aleteando a velocidad
vertiginosa.
Este paseo me alimentaba cada mañana, me hacía vislumbrar algo
que me atraía y que no acababa de concretar, pero que bullía dentro de
mí. Era como una promesa de algo, una desazón parecida a la que nos
embarga anunciándonos la inminencia de la lluvia o del fogonazo del
relámpago o de la caída de la nieve. Me gustaba, pues, pasear un cuarto
de hora por allí, rezando el Padrenuestro, hasta que escuchaba la
campana, a las 7,30, que anunciaba la apertura de la puerta de la Capilla
y la posibilidad de penetrar en ella y meditar un cuarto de hora al arrullo
de la suave e inspiradora música de órgano que brotaba del altavoz allí
instalado. Era, pues, aquélla una hermosa manera de comenzar el día. Y
así inicié todos los que pude.
Hasta que una mañana, precisamente la del citado 13 de julio,
sucedió:
Llegué bajo los árboles vestidos de violeta, cuyos troncos
bordeaban la parte derecha de aquel trozo del sendero; a sus pies y a mi
izquierda y enfrente, en cuanto alcanzaba la vista, se extendía un
abigarramiento de flores, una explosión de color, atravesado por una luz
limpia y una brisa perfumada. Una fiesta para los sentidos… Me detuve
para percibir más clara, más intensamente, aquella sensación especial de
bienestar que, insensiblemente, me inclinó a empezar a rezar. Pero no
recé como todos los días. No sabría explicar por qué, les dije, sin
palabras, a todas aquellas flores, que iba a rezar el Padrenuestro y que
iba a compartir con ellas sus intensas e indescriptibles vibraciones. Y,
súbitamente, como ocurre en las películas cuando se cambia de plano,
me di cuenta, supe con certeza, que todas aquellas flores estaban
pendientes de mí y me estaban mirando. Me sorprendí. Mucho. Me
asombró aquella situación, propia de un cuento de hadas. Incluso pensé
que se debería a la presencia de algún otro ser de elevada espiritualidad,
y miré, respetuoso, en mi entorno y hasta detrás de mí. Pero no. Las
flores de todo tipo me estaban mirando ¡a mí! Pareció como si los
procesos de la naturaleza se hubiesen detenido y lo más importante del
mundo fuese aquella inusitada escena. Habían hecho girar sus tallos y
estaban, como palpitando, pendientes de mí. Todas. Yo percibía
perfectamente sus suaves corrientes de gratitud, que me rodeaban y me
embargaban y elevaban mi vibración. Así que, impulsado por una
inefable fuerza interior, comencé mi Padrenuestro. Entonces se produjo
el segundo milagro: De un modo que jamás alcanzaré a explicar, al
pronunciar la primera frase, la de adoración, pude elevarme muy, muy
alto y… desde ese instante, sentí que todas las flores y los árboles y los
arbustos y las hierbas y los colibríes estaban conmigo y me iban
devolviendo con creces lo que yo les iba brindando. Yo iba recibiendo,
muy perceptiblemente, las energías de lo alto, mientras caminaba, y las
derramaba a mi alrededor. Y, al mismo tiempo que esto sucedía, me
sentía uno con ellas. Y ese sentimiento de identificación, de unidad, me
embargaba, me llenaba, me elevaba, me compenetraba. Experimentaba,
sabía, vivía cómo todos aquellos seres sentían lo que yo y me lo
agradecían y me rodeaban de un halo de gratitud y de amor inenarrables,
que me llenaba de plenitud y de conocimiento y de vida, de verdadera
vida. Los colores de las flores habían adquirido unos tonos vivos y
hermosísimos, como jamás había visto; el cielo era más azul; la luz más
brillante; los colibríes, a mi derecha, se arracimaban a decenas,
revoloteando gozosos y agradecidos, más deprisa que nunca, mientras se
bañaban felices en aquella vibración unificadora. Me sentí flor y árbol y
brizna de hierba y brisa y cielo y colibrí, y supe que ellos se sintieron
humanos. Formamos una inenarrable unidad de conciencia. Durante
unos minutos, pocos pero eternos, compartimos todos la misma vida, el
mismo amor que descendía de lo alto y la misma gratitud y devoción
que se elevaban desde nuestro interior. Y experimenté, en toda su
intensidad, una verdadera electrocución de amor. Y supe que las plantas
y los pájaros también oran. Y perciben el amor. Y saben compartirlo. Y
agradecen lo que por ellos se hace. Fue algo impagable el tener la
ocasión de sentirse uno con todo aquel conjunto variopinto y hermoso y
compartir con él la vida misma.
Aquel maravilloso y único hechizo se rompió cuando sonó la
cantarina voz de la campana. Súbitamente, todo volvió a su estado
anterior. Todo menos yo. Yo ya no he sido el mismo desde entonces. Me
dirigí a la Capilla y agradecí, llorando, esta experiencia que me permitió
comprobar en mi propia carne, que la vida es una y la misma, cualquiera
que sea la forma que adopte, y que todos somos Uno en Dios.
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