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FRANCISCO NÁCHER: LA MAÑANA MÁGICA
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De: moriajoan  (Mensaje original) Enviado: 27/11/2009 12:59

 


 

LA MAÑANA MÁGICA

por Francisco-Manuel Nácher

Mount Ecclesia es un lugar especial. Todos lo sabemos. Y los que

han estado allí, con más motivo. No en balde fue elegido por el

Hermano Mayor. Y no en balde convergen allí, por un lado, las energías

telúricas propias de un lugar tan especial; por otro, las que se enfocan

desde lo alto por las Jerarquías; luego, las evocadas por todos los

Centros, probacionistas, estudiantes y enfermos que han solicitado

sanación, de todo el mundo; y, últimamente, las que se evocan cada día

desde la Capilla, el templo del Healing y el Templo propiamente dicho,

durante los respectivos Servicios Devocionales.

Depende de la sensibilidad de cada uno el que experimente allí

algún fenómeno particular o no. Generalmente, no se da uno cuenta

mientas está allí de que es un lugar especial. Suele ser luego, cuando se

regresa a casa, cuando se apercibe de que, durante su estancia en Mount

Ecclesia, no se encontró en su estado normal, el de siempre, sino que fue

algo distinto. Una especie de conciencia ampliada, de aceleración

interna y de apertura desacostumbrada a la devoción, la amistad y la

alegría interior.

Por supuesto que mis vivencias son sólo mías y nadie tiene por qué

aceptarlas, ni yo tendría por qué hacerlas públicas. Pero, como considero

que no debe ser el mío el único caso y estoy seguro de que puede ayudar

a alguien, voy a relatar una experiencia vivida allí el 13 de julio último.

Todas las mañanas, antes de entrar en la Capilla para asistir, a las

7,45 al Servicio matutino, me desviaba unos minutos y me introducía en

el denominado “Meditation walk” o “Paseo de la Meditación”. No sabría

decir por qué, pero aquel estrecho pasillo asfaltado, entre paredes de

flores, arbustos y árboles resplandecientes de luz y color, me atraía de un

modo particular. Especialmente, experimentaba esa atracción en una

zona en que se encuentran unos árboles, para mí desconocidos que,

cubiertos de flores esféricas y plumosas de todos los tonos imaginables

del violeta, cubrían, como un techo protector, al paseante. Todos los

días, al pasar por allí, me detenía un momento. Sentía algo especial, pero

era una sensación inconsciente, no percibida, no hecha propia, más bien

una inclinación a actuar así.

A esos árboles seguían flores de todo tipo y color, que abarrotaban,

a ambos lados, el campo visual. Era como pasear por el arco iris. El

Meditation Walk comunica los alrededores de la Capilla con los

alrededores del Templo, pasando junto al Healing, en que se encuentra

la pequeña Capilla de tal dependencia. Pero, antes de llegar a ella, la

parte derecha del camino quedaba despejado en parte y desde él se

dominaba, allá abajo, el enorme Valle de San Luis Rey, cuya vista

quedaba atravesada verticalmente por un bosquecillo de treinta o

cuarenta enhiestos postes de pitas florecidas, coronados por sus

hermosas inflorescencias arracimadas, de un amarillo brillante, que

destacaban llamativamente sobre el azul del cielo, y eran visitadas

asiduamente por una serie de rapidísimos colibríes, ávidos de su néctar,

que libaban gráciles, introduciendo sus largos picos en las flores,

mientras se mantenían, inmóviles, en el aire, aleteando a velocidad

vertiginosa.

Este paseo me alimentaba cada mañana, me hacía vislumbrar algo

que me atraía y que no acababa de concretar, pero que bullía dentro de

mí. Era como una promesa de algo, una desazón parecida a la que nos

embarga anunciándonos la inminencia de la lluvia o del fogonazo del

relámpago o de la caída de la nieve. Me gustaba, pues, pasear un cuarto

de hora por allí, rezando el Padrenuestro, hasta que escuchaba la

campana, a las 7,30, que anunciaba la apertura de la puerta de la Capilla

y la posibilidad de penetrar en ella y meditar un cuarto de hora al arrullo

de la suave e inspiradora música de órgano que brotaba del altavoz allí

instalado. Era, pues, aquélla una hermosa manera de comenzar el día. Y

así inicié todos los que pude.

Hasta que una mañana, precisamente la del citado 13 de julio,

sucedió:

Llegué bajo los árboles vestidos de violeta, cuyos troncos

bordeaban la parte derecha de aquel trozo del sendero; a sus pies y a mi

izquierda y enfrente, en cuanto alcanzaba la vista, se extendía un

abigarramiento de flores, una explosión de color, atravesado por una luz

limpia y una brisa perfumada. Una fiesta para los sentidos… Me detuve

para percibir más clara, más intensamente, aquella sensación especial de

bienestar que, insensiblemente, me inclinó a empezar a rezar. Pero no

recé como todos los días. No sabría explicar por qué, les dije, sin

palabras, a todas aquellas flores, que iba a rezar el Padrenuestro y que

iba a compartir con ellas sus intensas e indescriptibles vibraciones. Y,

súbitamente, como ocurre en las películas cuando se cambia de plano,

me di cuenta, supe con certeza, que todas aquellas flores estaban

pendientes de mí y me estaban mirando. Me sorprendí. Mucho. Me

asombró aquella situación, propia de un cuento de hadas. Incluso pensé

que se debería a la presencia de algún otro ser de elevada espiritualidad,

y miré, respetuoso, en mi entorno y hasta detrás de mí. Pero no. Las

flores de todo tipo me estaban mirando ¡a mí! Pareció como si los

procesos de la naturaleza se hubiesen detenido y lo más importante del

mundo fuese aquella inusitada escena. Habían hecho girar sus tallos y

estaban, como palpitando, pendientes de mí. Todas. Yo percibía

perfectamente sus suaves corrientes de gratitud, que me rodeaban y me

embargaban y elevaban mi vibración. Así que, impulsado por una

inefable fuerza interior, comencé mi Padrenuestro. Entonces se produjo

el segundo milagro: De un modo que jamás alcanzaré a explicar, al

pronunciar la primera frase, la de adoración, pude elevarme muy, muy

alto y… desde ese instante, sentí que todas las flores y los árboles y los

arbustos y las hierbas y los colibríes estaban conmigo y me iban

devolviendo con creces lo que yo les iba brindando. Yo iba recibiendo,

muy perceptiblemente, las energías de lo alto, mientras caminaba, y las

derramaba a mi alrededor. Y, al mismo tiempo que esto sucedía, me

sentía uno con ellas. Y ese sentimiento de identificación, de unidad, me

embargaba, me llenaba, me elevaba, me compenetraba. Experimentaba,

sabía, vivía cómo todos aquellos seres sentían lo que yo y me lo

agradecían y me rodeaban de un halo de gratitud y de amor inenarrables,

que me llenaba de plenitud y de conocimiento y de vida, de verdadera

vida. Los colores de las flores habían adquirido unos tonos vivos y

hermosísimos, como jamás había visto; el cielo era más azul; la luz más

brillante; los colibríes, a mi derecha, se arracimaban a decenas,

revoloteando gozosos y agradecidos, más deprisa que nunca, mientras se

bañaban felices en aquella vibración unificadora. Me sentí flor y árbol y

brizna de hierba y brisa y cielo y colibrí, y supe que ellos se sintieron

humanos. Formamos una inenarrable unidad de conciencia. Durante

unos minutos, pocos pero eternos, compartimos todos la misma vida, el

mismo amor que descendía de lo alto y la misma gratitud y devoción

que se elevaban desde nuestro interior. Y experimenté, en toda su

intensidad, una verdadera electrocución de amor. Y supe que las plantas

y los pájaros también oran. Y perciben el amor. Y saben compartirlo. Y

agradecen lo que por ellos se hace. Fue algo impagable el tener la

ocasión de sentirse uno con todo aquel conjunto variopinto y hermoso y

compartir con él la vida misma.

Aquel maravilloso y único hechizo se rompió cuando sonó la

cantarina voz de la campana. Súbitamente, todo volvió a su estado

anterior. Todo menos yo. Yo ya no he sido el mismo desde entonces. Me

dirigí a la Capilla y agradecí, llorando, esta experiencia que me permitió

comprobar en mi propia carne, que la vida es una y la misma, cualquiera

que sea la forma que adopte, y que todos somos Uno en Dios.

* * *



 

 
 

 

 

 

 
 


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