EL SACRIFICIO ANUAL DE CRISTO
¿Se ha encontrado alguna vez el lector al lado del lecho de un amigo o
pariente que se encontrase moribundo y pasando al más allá?. A muchos de
nosotros nos ha tocado ser participe de estas escenas, porque ¿Cual es la casa
en la que no ha entrado la muerte? Tampoco son desconocidas las fases
siguientes de la agonía hacia la cual quiero llamar particularmente la atención. La
persona que está para morir, muy a menudo cae en un estupor; entonces
despierta y ve, no solamente este mundo, sino el mundo en el cual está para
entrar; y es muy significativo que entonces el moribundo vea seres que fueron sus
amigos o parientes durante la primera parte de su vida -hijos, esposa, y algunos
otros seres queridos para él- que están alrededor de su lecho en espera que cruce
la frontera. La madre estrechará amorosa entre sus brazos al hijo que murió
mucho antes y le dirá palabras que parecerán incoherentes a los que las escuchen
que estén todavía en cuerpo físico, pero que son perfectamente justificada para
ella y de igual modo reconocerá a uno y a otro de los que pasaron antes al más
allá. Todos estos seres queridos están reunidos a lado de su cama esperando a
que se reúna con ellos, impulsado por el mismo sentimiento que se apodera de los
vivos aquí cuando un niño está para nacer en nuestro mundo, haciéndoles
sentirse gozosos a su arribo debido a que sienten instintivamente que él que se
acerca es un buen amigo que viene a ellos.
Así, también las personas que han pasado antes al más allá se reúnen
cuando un amigo está para cruzar la línea fronteriza y para unirse con ellos en la
otra parte del velo. De este modo vemos que el nacimiento en un mundo es la
muerte desde el punto de vista del otro; el niño que viene a nosotros ha muerto
para el mundo espiritual y la persona que muere y desaparece de nuestro lado
para penetrar en el más allá, nace en un nuevo mundo y se reúne a los amigos de
allí.
“Como arriba, así es abajo”; la ley de analogía, que es la misma para el
microcosmos que para el Macrocosmos, nos dice que lo que pasa a los seres
humanos, bajo unas condiciones dadas, debe aplicarse también a lo suprahumano
bajo circunstancias análogas. Ahora nos estamos acercando al solsticio de
invierno; los días más obscuros del año; la época en que la luz del Sol está casi
deslumbrada; cuando nuestro hemisferio septentrional está frío y triste. Pero en la
noche más larga y más obscura el Sol vira en su sendero hacía arriba; la luz de
Cristo ha nacido otra vez para la Tierra y ante su brillo el mundo se regocija. Por
los términos de nuestra analogía, sin embargo, cuando el Cristo nace en la Tierra
muere para los Cielos. Al igual que el espíritu libre está en el momento de nacer
final y firmemente incrustado en el velo de la carne que lo aprisiona durante toda
la vida, así también el Espíritu de Cristo está aprisionado y encadenado cada vez
que Él nace en la Tierra. Este gran sacrificio anual empieza cuando las campanas
de Navidad están sonando; cuando nuestros cánticos gozosos de oración y
agradecimiento ascienden al cielo. Cristo queda aprisionado en el sentido más
literal de la palabra desde Navidad a Semana Santa.
Los hombres pueden burlarse de la idea de que hay un influjo de vida y luz
espiritual en esta época del año; sin embargo, el hecho existe y es verdad tanto si
lo creemos como si no. Todos y cada uno en el mundo, en esta época, nos
sentimos más ligeros; sentimos como si un peso se hubiera arrojado de nuestros
hombros. El espíritu de “paz sobre la Tierra y buena voluntad entre los hombres”
prevalece; el espíritu de que nosotros debemos dar algo se expresa también en
los regalos de Navidad. Este espíritu no debe ser negado, pues es patente para
cualquiera que sea un poco observador, y esto es en sí un reflejo de la gran
oleada divina de dádiva. Dios ama de tal modo al mundo que le dio Su Hijo
Unigénito. Navidad es la época de las dádivas, aunque no se consuma hasta
Pascua de Resurrección; éste es el cruce, el punto de vuelta, el lugar donde
nosotros sentimos que algo ha sucedido que nos asegura la prosperidad y la
continuación del mundo.
¡Cuán diferente es el sentimiento de Navidad de aquél que se manifiesta
por la Semana Santa! En esta última época hay un deseo, una exuberancia de
energía que se expresa en amor sexual, con un deseo de la perpetuación de la
especie como nota característica, y, por lo tanto, vemos cuan diferente es esta
sensación del otro amor que se expresa en el espíritu de dádiva que notamos por
Navidad, en preferencia al espíritu de recibir.
Y ahora observemos las iglesias y veremos que nunca las velas arden en
ellas tan brillantemente como en los días más cortos y más obscuros del año.
Tampoco nunca las campanas suenan tan alegre y con un ton tan festivo como
cuando están cantando su mensaje al mundo que espera al que le dicen: “¡Cristo
ha nacido!”
“Dios es Luz” dijo el apóstol inspirado, y no hay otra descripción capaz de
encerrar de un modo tan completo la naturaleza de Dios como estas tres cortas
palabras. La invisible luz que está encerrada en la llama que arde en el altar, es
una representación adecuada de Dios, el Padre. En las campanas tenemos un
símbolo magnifico del Cristo, la Palabra, porque sus lenguas de metal proclaman
el mensaje del Evangelio de paz y buena voluntad, así como el incienso nos
brinda un fervor mayor espiritual representando la fuerza del Espíritu Santo. La
Trinidad es, pues, simbólicamente, parte de la celebración que hace de Navidad la
época espiritual más gozosa del año, desde el punto de vista de la raza humana
que está ahora incorporada y actuando en el mundo físico.
Pero no debe olvidarse, como hemos dicho en el primer párrafo de este
capítulo, que el nacimiento de Cristo sobre la Tierra representa la muerte de Él
para la gloria del Cielo; que en el momento en que nosotros nos regocijamos de su
venida anual, queda vestido o través con el pesado manto físico que nosotros
hemos cristalizado a nuestro alrededor y que es nuestro punto de morada: la
Tierra. En este pesado cuerpo queda entonces incrustado y aguarda
ansiosamente por el día de la final liberación. El lector sabe, por supuesto, que
hay días y noches para los espíritus más grandes, así como los hay para los seres
humanos; que al igual que nosotros vivimos en nuestro cuerpo durante las horas
del día, trabajando y liquidando el destino que hemos creado por nosotros mismos
en el mundo físico y que al llegar a la noche quedamos en libertad en el mundo
superior para restaurar nuestros desgastes, así también tiene su flujo y reflujo el
Espíritu de Cristo. Mora dentro de nuestra Tierra una parte del año y al acabar
ésta asciende a los mundos superiores; así, pues, Navidad es para Cristo el
comienzo de un día de vida física; el principio de un período de restricción.
Entonces, ¿cuál debe ser la aspiración del devoto y del místico iluminado
que concibe la grandeza de sus sacrificios, la grandeza de la dádiva de Dios, que
desciende sobre la humanidad en esta época del año, que comprende este gran
sacrificio de Cristo por nuestra gracia dándose a sí mismo, sujetándose a una
muerte virtual para que nosotros podamos vivir este prodigioso amor que cae
sobre nuestra Tierra en esta época, repetimos, ¿Cuál debe ser su aspiración?
¿Cuál si no, imitar, aunque nada más sea en una medida ínfima, los trabajos
maravillosos de Dios? El aspirante a una vida espiritual debe anhelar hacerse más
sirviente de la Cruz que antes, debe seguir más cercanamente a Cristo en todas
sus cosas haciendo el sacrificio de sí mismo por sus semejantes, procurando
elevar a la humanidad dentro de su inmediata esfera de acción para apresurar y
llegar el día de la liberación por el cual el Espíritu de Cristo está aguardando,
gimiendo y afanándose. Con esta liberación significamos la liberación
permanente, el día y la vuelta de Cristo.
Para concebir esta aspiración en su totalidad, procuremos durante el año
venidero seguir sus enseñanzas con una fe y confianza más completas. Si hasta
este momento hemos dudado de nuestra capacidad para trabajar por Cristo,
hagamos que esta duda desaparezca recordando lo que Él nos dijo: “Trabajos
mayores que éstos que yo hago, haréis vosotros también”. ¿Cómo Aquél que era
la personificación de la verdad pudiera haber dicho estas cosas si no hubiera sido
posible el que se realizasen? Todas estas cosas son posibles para aquéllos que
aman a Dios. Si nosotros deseamos trabajar realmente en nuestro limitado radio
de acción sin que aspiremos a hacer cosas extraordinarias y llamativas hasta que
hayamos hecho las que se pongan al alcance de nuestra mano, entonces nos
veremos dotados de un maravilloso crecimiento del alma, por el cual podamos
alcanzar el hacer obras de más consideración, de modo que las personas que nos
rodean a nosotros vean algo lo cual no son capaces de definir pero, sin embargo,
sea patente para ellos -esto será la luz de Navidad-; verán en nosotros la luz de
Cristo recién nacido, brillando dentro de nuestra esfera de acción.
Esto puede ser hecho; depende únicamente de nosotros mismos el que
confiemos en las palabras de Cristo para que comprendamos este mandamiento;
“Sed, pues, vosotros tan perfectos, como vuestro Padre en los Cielos es perfecto”.
La perfección puede parecernos que está muy lejos de nosotros, puede que
nosotros supongamos muy certeramente que nuestros ideales son muy elevados
para vivirlos en toda su integridad; de todos modos esforzándonos para vivirlos
diariamente, a cada hora, lo alcanzaremos al final, haciendo cada día un pequeño
progreso, y comportándonos de este modo, haremos que nuestra luz brille de
cierta manera de modo que los hombres vean en nosotros como una luz, un faro
un fanal, en las tinieblas del mundo. Que Dios nos ayude, durante el año venidero
para alcanzar una mayor medida de la semejanza de Cristo, que la que hemos
alcanzado hasta aquí. Que podamos vivir tales vidas, que cuando otro año se
aproxime y veamos brillar nuevamente las luces de Navidad y oigamos las
campanas que nos llaman a la misa de gallo de aquella Santa Noche, la
Nochebuena, que sintamos entonces que aquel año no ha sido vivido en vano por
nosotros.
Cada vez que nos damos a nosotros mismos haciendo algo en beneficio
de los demás, añadimos algo al lustre de nuestros cuerpos de alma, los cuales
están construidos de éter. Éste es el éter de Cristo que flota ahora en nuestra
esfera, y no olvidemos que si deseamos trabajar por su liberación, debemos
desarrollar nuestro cuerpo del alma, hasta el punto en que puedan sostener en vilo
la Tierra un número suficientemente grande de personas, y de este modo
podamos echar su peso sobre nosotros y ahorrarle a Cristo el dolor de pasar
existencias físicas.
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