Fe y razón no son opuestos sino complementarios.
No es difícil ver adónde nos conduce la una sin la otra. La fe, de espaldas a la razón, nos impide ver y valorar evidencias que puedan poner en duda lo que a priori hemos aceptado como verdad. La razón estrecha que solo mira evidencias negando lo que aún no comprende, sin imaginación para intuir o creer en modelos de explicación todavía no demostrados, camina sin rumbo y sin posibilidad de avanzar realmente.
¿Y si entendiéramos la fe como una inspiración-intuición que nos lleva a pensar que algo puede ser cierto en la medida en que parece explicarnos y dar sentido al mundo que observamos? ¿Y si viviéramos esa fe como una confianza, no como una aceptación ciega? Confiar es aceptar la validez de algo por las pruebas que nos da, porque de alguna forma ha “ganado nuestra confianza”, pero sin renunciar a nuevos enfoques y posibilidades.
La razón tampoco puede sacralizar las llamadas evidencias, pues un sano sentido común nos va descubriendo que, detrás de lo que vemos y percibimos, siempre hay un inmenso mundo de causas aún no descubiertas.
Cuando el único fin es realmente el acceso a la verdad, naturalmente se produce una complementación entre razón e intuición, imaginación y evidencia, en un espíritu verdaderamente libre de prejuicios.
Ante la inmensidad de lo desconocido, el ser humano tiene derecho a imaginar o a creer, pero no a frenar su vocación de conocimiento porque, ante la imposibilidad de comprender ciertos enigmas, las únicas respuestas no son el escepticismo o la fe.
Es interesante recordar una historia que contaban aquellos que querían acallar muchas de las preguntas que se hacía sobre el misterio de la muerte o la naturaleza de Dios:
Narraban cómo, en cierta ocasión, san Agustín caminaba por la playa tratando de comprender la idea de la Santísima Trinidad, trina y una a la vez, cuando se encontró con un niño que, con gran afán, trasladaba agua con una concha del mar a un pequeño agujero que había hecho en la arena de la playa.
Ante la evidente inutilidad del esfuerzo del niño, san Agustín se acercó y le preguntó qué trataba de conseguir.
-Meter el agua del mar en mi agujero -respondió.
-Pero hijo, ¿no ves que es imposible?, el mar es inmenso y tu agujero muy pequeño. Por mucho que lo intentes, nunca podrás llevar todo el agua del mar -respondió san Agustín
El niño se reveló como un ángel y le contestó que el mismo inútil esfuerzo estaba haciendo él, al intentar comprender una verdad tan grande con su limitada mente.
Y con esta historia se intentaban detener preguntas concluyendo: “eso, hijo, es un misterio, no intentes comprenderlo; ante el misterio solo nos queda la fe”.
Ni que decir tiene que difícilmente esa respuesta pudo acallar muchos deseos de conocer y comprender la vida. Y es posible que aquel dilema del niño-ángel queriendo meter el mar en un pequeño hueco en la arena hubiera podido tener otra posible respuesta: ¿no podríamos agrandar el agujero hasta hacerlo uno con el mar? ¿No podemos trascender en cualidades nuestras limitaciones? ¿No se trata de eso la evolución?
Es como aquel loco arquero que utilizaba la luna como blanco de sus flechas. Nunca la alcanzó, pero fue el arquero que llegó más lejos.
Ciertamente, es necesario dar la razón a los viejos filósofos que nos decían que en la búsqueda de la verdad no es solo importante la fuente a la que nos acercamos a beber, sino nuestra capacidad para recoger agua, nuestra capacidad para comprender, para ampliar horizontes internos, para desarrollar nuestras cualidades latentes, para dejar de ser un pequeño agujero en la arena y acercarnos cada vez más a ese mar inmenso que en potencia somos
|