Adaptarse o morir. Es el enunciado de una ley natural que,
como tal, rige en toda la naturaleza. Los vegetales y los animales
todos le están sometidos, de modo que, si se produce un cambio en
el ambiente, no tienen más opción que adaptar su funcionamiento a
las nuevas condiciones o desaparecer.
Y eso se observa continuamente por doquier: La polución de
los ríos y lagos produce verdaderas catástrofes entre los animales y
plantas que no son capaces de ajustar sus metabolismos al nuevo
medio en el que sus vidas han de desarrollarse; los incendios
forestales, las explosiones atómicas, el empleo de insecticidas o
antibióticos, la reducción de la capa de ozono, etc., producen tales
cambios medioambientales que obligan a todos los seres afectados a
adaptarse o morir. Y muchos de cada especie mueren. Sólo unos
pocos, en algunos casos, logran adaptarse y sobreviven, para
reproducirse y transmitir sus características.
Todos conocemos, por ejemplo, la capacidad de adaptación de
las gaviotas, las urracas, las abubillas o las cigüeñas que,
procediendo de medios silvestres, están integrándose en la vida
urbana y aprendiendo a utilizar los nutrientes que encuentran en los
vertederos, en los paseos, en los parques, etc.; o la de algunos
microbios, que logran hacerse resistentes a determinados
antibióticos, especialmente en los hospitales; o la de los insectos que
logran sobrevivir a los tratamientos agrícolas... El que cumple la ley
natural, es el que se ve favorecido por ella: Se han adaptado, luego
sobreviven. Pero siempre, de un modo pasivo, es decir, sin intervenir
en el medio, sin cambiarlo: El que varía primero es el medio y luego
ellos se adaptan.
Con el hombre, sin embargo, es distinto. Por supuesto, la ley
natural es universal y, por tanto, aplicable a todo ser viviente,
incluído el hombre. Pero éste, si bien como ser vivo, como animal
que es, y formado, por tanto, con materias minerales pertenecientes a
la naturaleza, le está sometido, como hombre, como espíritu que es,
no.
¿Por qué? Porque en el hombre se dan dos características de
que carecen los otros seres vivientes, que son la mente y el libre
albedrío. El hombre, con esas herramientas, es capaz de modificar
las condiciones naturales, si lo desea. Esas facultades extraordinarias
han hecho desaparecer paulatinamente la esclavitud en que en el
principio de los tiempos el hombre estuvo, con relación a la
naturaleza en que ha vivido. Y no depende total y absolutamente de
las condiciones naturales, sino que las sabe manejar y alterar y hasta
adaptar. Y puede vivir en climas imposibles, incluso fuera de la
atmósfera terrestre, y bajo las aguas; y puede sobrevivir a un parto
prematurísimo: y puede vencer una serie de enfermedades; y ha
aprendido a corregir las malformaciones, las mutilaciones, las
heridas; y hace trasplantes de órganos y vacunas y clones y no cesa
de actuar sobre la naturaleza para adaptarla a sus necesidades y no al
revés. El hombre, pues, le ha perdido el respeto a la naturaleza.
Resumiendo: Los animales y vegetales se modifican a sí
mismos para adaptarse a las características del entorno, mientras que
el hombre, sin perjuicio de ello, modifica el entorno para adaptarlo a
sus propias necesidades o características.
Por supuesto, se me dirá, que lo que el hombre hace no es más
que una forma de adaptarse. Y será cierto. Pero adaptarse
adaptando. Es una adaptación forzada de la naturaleza. Y es
privilegio del hombre.
Por tanto, esta ley natural que, como tal es eterna e inmutable y
rige siempre, en cuanto al hombre se refiere hay que enunciarla de
otro modo: Ya no es "adaptarse o morir" sino "adaptar la naturaleza
o morir".
Llegados aquí, querámoslo o no, resuena en nuestros oídos el
eco de las palabras de los Elohim de la Escritura: "Hagamos al
hombre a nuestra imagen y semejanza".
El problema está, y cada vez de modo más claro y hasta
acuciante, en esa falta de respeto del hombre por la naturaleza.
Porque el hombre, ebrio de orgullo al descubrir sus posibilidades, se
ha lanzado a usar y abusar de ellas, sin acordarse de que, en última
instancia, su cuerpo está formado por materiales que,
necesariamente, han de obedecer las leyes naturales y de que,
irremisiblemente, ha de morir, y de que el libre albedrío y la
inteligencia, si bien pueden modificar la naturaleza en beneficio de
la humanidad, también pueden hacerlo en su perjuicio. Es el
problema del aprendiz de brujo: Estamos manejando fuerzas que no
sabemos aún dominar y que, en cualquier momento, pueden,
obedeciendo, precisamente, las leyes naturales, acabar con nosotros,
a pesar de todos nuestros pinitos como dioses recién nacidos. Y se
impone reflexionar seriamente.
Francisco-Manuel Nácher
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