¿ALMA ESTA EN EL CORAZÓN?
Paul Brunton
Esta pregunta es realmente antigua. Hace siglos, el pensador indio Silanka se
quejaba sarcásticamente, en su Sutra Kritanga Tika, porque "algunos plantean que
un alma tiene una forma, mientras otros sostienen que no la tiene". Algunos señalan
que el corazón es el asiento del Yo inmortal, mientras que otros los contradicen
afirmando que el lugar correcto es la frente. ¿Cómo puede haber entre estos
filósofos opiniones concordantes? Para nosotros, la ignorancia es mucho mejor que
estas necedades".
La clave maestra para comprender esta difícil cuestión la tenemos cuando
captamos la noción de los dos puntos de vista y, en consecuencia, hacemos la
distinción entre dos niveles de la existencia: uno, aparentemente real, y el otro,
absolutamente real; uno, apariencia efímera, y el otro, un elemento
subyacente eterno, correspondiente a esta apariencia.
De esta manera puede explicarse esta anomalía aparente, y sólo de este modo
podrán concillarse opiniones tan encontradas. El Yo Superior, sobre el cual
escribimos en libros anteriores, representaba la noción esotérica de aquello. Y aun
así, entonces señalamos la paradoja de que esté dentro del corazón humano
simultáneamente con su existencia ilimitada fuera del cuerpo humano. Tales
expresiones son perfectamente correctas desde el punto de vista de la existencia
yóguica corriente porque describen lo que el místico siente realmente. Si se
preguntara por qué, a la sazón, no dimos francamente la verdad plena y última
acerca de que el Yo Superior está enteramente fuera de toda consideración de
ubicación espacial, la respuesta es que seguimos un antiguo principio didáctico
empleado por los maestros asiáticos, el cual adaptaba la verdad a las capacidades
de las distintas mentes, desarrollando el conocimiento sólo de modo parcial y
Eso se parece a la diferencia existente en mirar por primera vez en nuestra
vida una nuez sin abrir, y mirarla cuando, abierta su corteza, queda al descubierto
su meollo. Al principio, vemos la corteza, pero creemos estar viendo la nuez;
después, vemos a la nuez real y sólo entonces sabemos que nuestro
descubrimiento de la corteza fue una mera etapa (pero necesaria) hacia nuestro
descubrimiento del meollo.
El sentimiento espiritual se centra en el pecho, en la región del esternón. Como
hombres prácticos, debemos afirmar experimentalmente que el Yo Superior tiene su
morada en el corazón, pero como hombres metafísicos debemos negar, lisa y
llanamente, la existencia de cualquier sitio especial en el que pudiera estar
comprimido. Sólo el sabio que dominó la filosofía, que se perfeccionó
armónicamente en un yoga de la acción y en una metafísica en los que el ego esté
ausente, podrá darse el lujo de desechar todos los puntos de vista parciales, otros
deberán prestarles atención o, de otro modo, desequilibrar su avance. Cuando la
meditación logra acertadamente su objetivo, el yogi tiene una clara experiencia de
beatitud, un júbilo de liberación respecto de la materia y del ego. Semejante
experiencia trasciende todo lo que antes tuvo, y es tan excelsa que él cree haber
entrado en unión con el Yo Superior. En realidad, alcanzó su meta, pero sólo como
si la viera desde un punto de vista anterior, como una montaña vista desde muy
lejos. Su conocimiento del Yo Superior es inconmensurablemente más cercano que
el del cultor corriente de una religión, con su remoto Dios antropomórfico, pues
encontró a su Deidad dentro de sí mismo. No obstante, no se trata todavía del
conocimiento último. Todavía tiene que atravesar la disciplina metafísica y las
contemplaciones ultramísticas antes de que esta unión se consuma finalmente en el
descubrimiento del Yo Superior como es en sí, no como se lo ve desde cualquier
punto de vista. Con este descubrimiento se libera de la necesidad de una ulterior
meditación porque al Yo Superior se lo encuentra, a la sazón, en cualquier parte:
no meramente en el corazón. Y esta no es una experiencia efímera sino una
intuición permanente.
El criterio místico sobre esta cuestión no es incoherente y no es preciso
negarlo; puede mantenérselo en su sitio y, sin embargo, incluirlo en el criterio
filosófico superior y armonizarlo con éste, pues no puede idearse un sistema
práctico de yoga que, en sus primeras etapas, no exija un foco para
concentrarlos pensamientos. Y, al colocar a ese foco dentro de la región
del corazón, el místico se atiene al mejor medio para apartar su atención del medio
externo circundante. De allí que el Suetasvatara Upanishad diga: "poniendo al
cuerpo en una postura derecha, con el pecho, el cuello y la cabeza erguidos,
haciendo que los sentidos y la mente entren en el corazón, el conocedor
debe cruzar todas las corrientes temibles". El Mundaka Upanishad aconseja
también: "Precisamente en el corazón, en el que se encuentran todos los vasos
sanguíneos, de modo muy parecido a los rayos de una rueda que se encuentran en
el eje o centro, reside el Espíritu Divino que gobierna interiormente y manifiesta Su
gloria de múltiples modos. Contémplale, contempla a este espíritu que gobierna
interiormente, pues sólo de esta manera podrás llegar, a salvo, al puerto de la
bienaventuranza, mucho más allá de las aflicciones de este perturbado océano de la
vida, engendradas por la ignorancia". El Gita, XVIII, 6, dice que la región existente
en torno del corazón es el centro divino. "El fijó la eternidad en sus corazones", dice
el Eclesiastés de la Biblia. Tirumular, un místico tamil del siglo XVII, escribió: "El
Corazón es la máxima y primerísima cavidad, Residencia del Yo; el cuerpo de
huesos y carne es Su templo. Quienes estudian este Sendero Secreto comprenden
que el individuo es ese Yo y nada más. Los cinco sentidos que despojan a un
aspirante de su Yo robusto, son los cirios que exhiben la Luz Interior".
Es un hecho indiscutible que aunque las visiones de las figuras divinas o la Luz
del Yo Superior se ven clarividentemente en la cabeza, la presencia de lo que es
divinísimo en el hombre se siente místicamente en el corazón; pues allí la
Naturaleza misma creó un vacío misterioso y santo. El Yo Superior, como tal, carece
de forma, pero su manifestación, dentro del corazón posee forma. En el espacio
inimaginablemente diminuto y sin aire, dentro del corazón, en el que esta
manifestación mora a lo largo de toda una encamación, aparece una imagen
formada por luz, una imagen que esboza el exacto prototipo del cuerpo físico del
hombre correspondiente. Según nuestra medida, es sólo del tamaño de una fracción
de una fracción de un punto. Pero está allí. Este es el "hombrecillo dentro del
corazón" del cual habla el ocultismo tibetano, el espacio de "la figura en el corazón"
de los místicos Upanishads de la India. En La Búsqueda del Yo Superior, se
explicaba que la residencia divina dentro del corazón no era una cosa sino un
espacio, llamado simbólicamente "cueva" por los antiguos y, en realidad, una
especie de vacío.
Los autorizados comentaristas palis de los textos budistas expusieron que la
mente, o la consciencia, depende de la base del corazón, aunque el Buddha mismo
jamás declaró en qué órgano existía. Para obrar así debieron haber tenido sus
razones. Una escuela de la Vedan la enseña que la morada de Brahmá en el
hombre está en su centro vital, en el ventrículo más pequeño del corazón. Por otro
lado, algunos maestros de yoga lo ubican, de diversos modos, en la coronilla, en el
centro o en la base de la cabeza. Shankara, sabio y comentarista, concilla estas
enseñanzas aparentemente contradictorias sobre el asiento del yo espiritual, y
muestra que, en sueño profundo, se ingresa en los distintos sitios en sucesión
gradual. Esto no significa que cada uno tenga el mismo propósito o la misma
importancia. Shankara señala que cumplen diferentes finalidades. De manera que
el espíritu ocupa el corazón en un momento temporal, y la cabeza en otro.
La ubicación real, en el cuerpo físico, en la cual parece nacer la consciencia
del Alma, difiere según el particular ejercicio de meditación que se practique
deliberadamente, o según el género particular de experiencia mística que se reciba
involuntaria o espontáneamente.
Sin embargo, es un hecho que, en la mayoría de los casos, la sensación de la
presencia del Alma se percibe, primeramente, en la región cardíaca o pectoral. Pero,
si el místico debe entrar en una meditación profunda afín a un semi-trance, a
medida que esa sensación se ahonda y fortalece, también se esparce en el Infinito.
Entonces, ya no se limita al corazón o a la cabeza, cualquiera que sea el sitio en el
que primero se haga sentir.
Un axioma de la enseñanza oculta es que la Mente tiene dos fases: la
consciente y la inconsciente, o la activa y la inactiva. La segunda es la raíz y la
determinante de la primera fase. Y existe otro axioma de esta enseñanza: que la
mente consciente se correlaciona con el cerebro. La ciencia puede hallar cambios
correspondientes del cerebro para todo cambio de la sensación, o sea, de la
consciencia; pero la ciencia no puede hallar tal cambio físico del cerebro para el
principio de la consciencia misma, o sea, para el inconsciente. A este respecto si
fuera a dirigir sus investigaciones hacia el corazón, sería dable esperar que sus
esfuerzos tuvieran mejores resultados, pues es sólo allí que podrían tener lugar los
correspondientes cambios corporales. Pero, como el principio de la consciencia es
inmutable, en realidad ningún cambio físico le corresponde. Está siempre presente
durante la vida. Es como un círculo cuya circunferencia es todo el cuerpo, y cuyo
centro es el corazón. Un disparo que atraviese el corazón es no sólo fatal en un
sentido físico sino también mental.
Sin embargo, lo que se logra durante los raros momentos de iluminación no
basta, pues estos momentos son, al comienzo sólo intermitentes. De este modo,
descender en el corazón debe volverse un hábito; la consciencia central del hombre
debe transferirse del cerebro al corazón. Esto no equivale a decir que es incapaz de
pensar; sólo que el pensamiento asumirá una importancia secundaria y subordinada
en su vida, y que el sitio supremo lo recibirá una concentrada atención sobre la paz
y un goce de ésta dentro del Átomo Divino que reside en el Corazón. Entonces
puede usar el cerebro a voluntad y pensar con no menos claridad, con no menos
eficiencia, que antes; sólo que dejará de ser la desventurada víctima de la tiranía del
pensamiento.
Cuando aquietamos al intelecto activo, percibimos que se afloja la tensión en la
cabeza, y un sentimiento de paz empieza a inundar el corazón. Este es también un
sentimiento físico, de modo que existe realmente un descenso, desde la ocupada
región intelectual de la cabeza, en la tranquila región espiritual del corazón. El
Místico hace descansar habitualmente su consciencia en el corazón, salvo cuando
tiene que entrar, por un tiempo en actividad intelectual.
Descendemos de la meditación en el cerebro a la meditación en el pecho. Tal
afirmación puede ser incomprensible para aquellos cuyos pensamientos y
meditaciones giraron siempre, solamente, dentro de la esfera del frío raciocinio, pero
la captarán los pocos que empezaron a sentir las primeras radiaciones, casi
impalpables, de la divinidad que el corazón alberga, pues el hogar real del hombre
está en el corazón, no en la cabeza. El hombre se ha descarriado mucho.
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