MARÍA MAGDALENA
Sus encuentros con Jesús
Era el mes de junio cuando lo vi por vez primera. Paseaba en medio de la sementera con mis esclavas
y doncellas. Jesús estaba solo. El ritmo de sus pasos resonando en el camino era distinto al de los
hombres comunes; pero, movimiento igual que el de su cuerpo nunca pude ver otro parecido. Los
demás hombres no poseían su forma de caminar, y aún ahora no sé si lo hacía lentamente o con
rapidez. Mis esclavas y doncellas lo señalaban con el índice susurraban entre sí excitadas. Me
detuve un momento y levanté mi mano en ademán de saludo, que él no contestó ni siquiera mirándome.
En ese momento lo detesté y pude sentir cómo mi sangre se agostaba en mis venas por el odio que
hizo presa de mí en ese instante. Me quedé fría. Temblaba, helada, igual como si me encontrara
en medio de una horrible nevada. Esa noche soñé con él, y a la mañana siguiente mi camarera me
contó que grité terriblemente en sueños, y no pude descansar en toda la noche.
La segunda vez que pude verlo fue en agosto. Se encontraba descansando a la sombra del ciprés
que está frente al jardín de mi casa. Lo observaba a través de la ventana. Su figura irradiaba paz
y majestad; parecida a esas estatuas de piedra que se ven en Antioquía y otras
ciudades norteñas. En ese instante llegó una de mis doncellas, la egipcia, y me dijo:
-Ahí está otra vez ese hombre, sentado frente al jardín. Lo observé con detenimiento y se emocionó
mi espíritu hasta lo más profundo de mí misma, porque era
realmente hermoso. Su cuerpo era incomparable.
Todas sus líneas se habían uniformado armoniosamente, tanto que me parecieron estar enamoradas
unas de otras. En ese momento me atavié con mi mejor traje damasquino para ir a hablarle. ¿Era
mi soledad la que me llevó hasta él o fue el perfume de su cuerpo? ¿Acaso era la codicia de mis
ojos que anhelaban la belleza, o era su belleza lo que buscaban mis ojos? Hasta hoy no lo he
podido saber. Del vestido perfumado que yo llevaba, surgían mis pies calzados con las sandalias
doradas que el general romano me había obsequiado, sí, eran las mismas sandalias. Y cuando
hube llegado hasta él, lo saludé diciéndole:
-Buenos días.
-Buenos días, María -me respondió.
Luego me miró. Sus ojos negros vieron en mí lo que no vio hombre alguno antes
que él. Ante sus miradas me sentí como desnuda y sentí vergüenza de mí misma.
No habiéndome dicho, entretanto, más que ese "buenos días, María", le dije
-¿Quieres venir a mi casa?
-¿No estoy ahora acaso en tu casa? -replicó.
No comprendí sus palabras en aquél momento, pero ahora sí que las entiendo.
-¿Quieres compartir conmigo mi vino y mi pan? -insistí.
-Sí, María, pero no ahora.
"Pero no ahora, no ahora", así me dijo. En estas palabras había la voz del océano, del huracán
y del bosque. Y cuando me las dijo, hablaron simultáneamente la Vida con la Muerte.
Acuérdate, amigo mío, y no te olvides, que yo. estaba muerta; que era una mujer que se
había divorciado de sí misma y vivía lejos de este Yo que hoy ves en mí. Había sido poseída
por todos los hombres sin ser de ninguno. Me llamaban mujer libertina y decían que tenía
siete demonios. Todos me maldecían y todos me envidiaban; pero cuando el atardecer de
sus ojos alboreó en los míos, desaparecieron y se apagaron todos los astros de mis
noches y me volví María, únicamente María: una mujer que se había extraviado sobre
la tierra que conocía, para luego encontrarse a sí misma en nuevos mundos. Y volví a insistir:
-Ven a mi casa y comparte mi pan y mi vino.
-¿Por qué insistes que yo sea tu huésped? -respondió.
Y le contesté:
-Te ruego que entres en mi casa.
Mientras yo le hablaba, sentía que todo lo que tenía de la tierra y del cielo se reunía en mis
palabras y en mis súplicas. Entonces me observó fijamente, y sobre mi espíritu
alumbró la luz de sus ojos. Y me dijo:
-Tú tienes muchos amantes, en cambio soy yo el único que te ama. Los demás hombres
se aman a sí mismos a tu lado, pero yo quiero y amo tu alma. Los demás hombres ven en
ti una belleza que se marchita antes de la terminación de sus años, pero la hermosura que
yo veo en ti no se marchitará jamás. En el otoño de tus días no temerá aquella Belleza
mirarse a sí misma en un espejo, y nadie podrá acusarla ni denigrarla.
Sólo yo amo lo que es invisible en ti.
Y luego me dijo en voz baja:
-Sigue ahora tu camino, y si no quieres que yo me siente a la sombra de este
ciprés tuyo, seguiré yo también el mío.
Y le supliqué llorando:
-Maestro, ven y entra en mi casa. Allí tengo incienso que quemaré ante ti, y
una jofaina de plata para lavar tus pies.
Eres un extranjero, pero no lo eres aquí. Por eso te suplico que entres en mi casa.
No bien hube terminado, se levantó y me miró como cuando miran las Estaciones
al campo; sonrió y me dijo nuevamente
-Todos los hombres se aman a sí mismos a tu lado, mas yo sólo te amo para tu salvación.
Dijo esto y siguió su camino; pero nadie hubiera podido caminar como él. ¿Habrá
nacido en mi jardín algún soplo divino y luego se fue hacia el Levante? ¿Fue una tempestad
que vino a sacudir todas las cosas para volverlas a sus verdaderos cimientos?
No lo supe en ese entonces, -pero en aquel día el atardecer de sus ojos mató la
bestia que vivía en mí. Y por eso me volví una mujer, María, María Magdalena.
K.G.