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~~CATECISMO~~: LA PALABRA DE DIOS VIVIDA EN LA LITURGIA
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De: Atlantida (message original) |
Envoyé: 01/07/2018 02:25 |
«La importancia de la Sagrada Escritura
en la celebración de la liturgia es sumamente grande, puesto que de
ella se toman las lecturas que luego se explican con la homilía y los
salmos que se cantan» (SC 24)
Generalidades
La Palabra de Dios ocupa un puesto preeminente en la celebración litúrgica, pues es vital para la comunidad cristiana: «la Iglesia se edifica y crece escuchando la Palabra de Dios» (OLM 7: Ordenación de las Lecturas de la Misa, 1981, 2ª. edición típica). Por eso «la
Iglesia siempre ha venerado las Sagradas Escrituras como lo ha hecho
con el Cuerpo de Cristo, pues sobre todo en la sagrada liturgia, nunca
ha cesado de tomar y repartir a sus fieles el pan de vida que ofrece en
la mesa de la Palabra de Dios y del Cuerpo de Cristo» (DV 21).
En el Concilio fueron los documentos sobre la revelación (DV: Dei
Verbum), sobre la Iglesia (LG: Lumen Gentium) y la liturgia (SC:
Sacrosanctum Concilium) los que más subrayan esta renovada estimación
hacia la Palabra. En el magisterio posterior destacan en este sentido
documentos como “La Enagelización en el mundo contemporáneo” (EN:
Evagelii Nuntiandi), de Pablo VI en 1975; “La catequesis en nuestro
tiempo”, de Juan Pablo II en 1979 (CT: Catechesi Tradendae ); “La misión
del redentor”, de Juan Pablo II en 1990 (RM: Redemptoris Missio). Cf.
También las páginas de Juan Pablo II dedicada a la palabra de Dios en
sus cartas “Vicesimus Quintus annus” de 1988, n. 8; “Dominicae Cenae”,
de 1980 n. 10 y recientemente en su Carta apostólica, , “Dies Domini”,
n. 39-41, del 31 de mayo de 1998, sobre la santificación del domingo.
En el centro de la comunidad cristiana se encuentra siempre el misterio
pascual de Jesucristo. Este acontecimiento central y cualquier otro
aspecto de la economía salvífica se convierte en objeto de una
celebración litúrgica desde el momento en que son anunciados,
proclamados y celebrados en la Liturgia de la Palabra.
Por lo tanto, queremos resaltar en este tema la importancia de la
lectura-proclamación de la Palabra divina como fundamento del diálogo
entre Dios y su Pueblo y uno de los modos de la presencia de Cristo en
la Liturgia.
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La Sagrada Escritura vivida en la Historia
Antes de ver el proceso de la Palabra de Dios celebrada en la historia
debemos resaltar el hecho que, todas las liturgias de Oriente y
Occidente han reservado un puesto privilegiado a la Sagrada Escritura en
todas sus celebraciones. La versión de los LXX fue el primer libro
litúrgico de la Iglesia (cf. 2 Tim 3,15-16).
El aprecio y la celebración de la Palabra de Dios ya era un valor
heredado de los judíos: desde las grandes asambleas del AT, para
escuchar la palabra (Ex 19-24, Neh 8-9) y la estructura de la
celebración en el culto sinagogal, centrado en las lecturas bíblicas y
en la oración de los salmos. Era fácil de ahí el paso a la celebración
cristiana, con la conciencia de que Dios, que había hablado a su pueblo
por boca de los profetas, ahora nos ha dirigido su palabra por medio de
su Hijo (cf. Heb 1,1-2), la Palabra hecha persona (Jn 1,14).
El propio Jesús, que citaba las Escrituras del Antiguo Testamento,
aplicándolas a su persona y a su obra, no solamente mandó acudir a la
Biblia para entender su mensaje (Jn 5, 39), sino que, además, nos dio
ejemplo ejerciendo el ministerio del lector y del homileta en la
sinagoga de Nazareth (cf. Lc 4,16-21) y explicando a los discípulos de
Emaús «cuanto se refería a él comenzando por Moisés y siguiendo por
todos los profetas» (cf. Lc 24,27), antes de realizar la «fracción del
pan» (cf. Lc 24,30). En efecto, después de la resurrección hizo entrega a
los discípulos del sentido último de las Escrituras, al «abrirles las
inteligencias» para que las comprendiesen (cf. Lc 24,44-45).
Hacia el año 155, en Roma, San Justino dejó escrita la más antigua
descripción de la eucaristía dominical. La celebración comenzaba con la
Liturgia de la Palabra (cf. San Justino, I Apología 67). Es muy probable
que, desde el principio, la liturgia cristiana siguiera la práctica
sinagogal de proclamar la Palabra de Dios en las reuniones de oración y
en particular en la Eucaristía (cf. Hch 20,7-11). Por otra parte, es
fácilmente comprensible que, cuando empezaron a circular por las
Iglesias los «los recuerdos de los Apóstoles», su lectura se añadiese a
la del Antiguo Testamento. Más aún, muchas de las páginas del Nuevo
Testamento han sido escritas después de haber formado parte de la
transmisión oral en un contexto litúrgico.
La proclamación de la Palabra es un hecho constante y universal en la
historia del culto cristiano, de manera que no hay rito litúrgico que no
tenga varios leccionarios, en los que ha distribuido la lectura de la
Palabra de Dios de acuerdo con el calendario y las necesidades
pastorales de la respectiva Iglesia.
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La Sagrada Escritura en la teología del Vaticano II
El Concilio Vaticano II no dudo en referirse a los leccionarios de la
Palabra de Dios como tesoros bíblicos de la Iglesia, disponiendo que se
abriera con mayor amplitud (SC 51; cf. 92). En este sentido el Concilio
afirmó también la importancia de la Sagrada Escritura en la Celebración
de la liturgia (cf. SC 24).
Esta abundancia obedece a la convicción de la presencia del Señor en la Palabra proclamada. «En
efecto; en la Liturgia Dios habla a su pueblo y Cristo sigue anunciando
el Evangelio. Y el pueblo responde a Dios, ya con el canto ya con la
oración.» (SC 33). La Iglesia sabe que, cuando abre las Escrituras,
encuentra siempre en ellas la Palabra divina y la acción del Espíritu,
por quien la «voz del Evangelio resuena viva en la Iglesia» (DV 8; cf. 9, 21).
La Palabra leída y proclamada en la liturgia es uno de los modos de la
presencia del Señor junto a su Iglesia, sobre todo en la acción
litúrgica : «Está presente con su palabra, pues cuando se lee en la Iglesia la Sagrada Escritura»
(SC 7). En efecto, la Palabra encarnada «resuena» en todas las Sagradas
Escrituras, que han sido inspiradas por el Espíritu Santo con vistas a
Cristo, en quien culmina la revelación divina (cf. DV 11-12; 15-16,
etc.).
La misma homilía, cuya misión es ser «una proclamación de las
maravillas obradas por Dios en la historia de la salvación o misterio de
Cristo: misterio, que está siempre presente y activo en nosotros,
particularmente en las celebraciones litúrgicas.» (SC 35,2; cf. 52), goza también de una cierta presencia del Señor, como afirma el papa Pablo VI: «(Cristo)
está presente en su Iglesia que predica, puesto que el Evangelio que
ella anuncia es la Palabra de Dios y solamente se anuncia en el nombre,
con la autoridad y con las asistencia de Cristo...» (cf. Mysterium Fidei , n. 20).
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El leccionario, dinamismo celebrativo de la Palabra de Dios
Se llama leccionario al libro que contiene un sistema organizado de
lecturas bíblicas para su uso en las celebraciones litúrgicas, aunque
también se aplica al de las páginas patrísticas del Oficio de Lecturas
(antiguo oficio de Maitines, hoy celebración basada en una más
abundantes meditación de la Palabra de Dios que puede hacerse a
cualquier hora del día [cf. OGLH 55]), y que mantiene no obstante, el
carácter nocturno de la liturgia coral [cf. SC 88]).
Como ya hemos intuido, la comunidad cristiana al principio leía
directamente la Biblia, con amplia libertad de elección, «mientras el
tiempo lo permite», como decía el año 150 San Justino. Pero pronto se
vio la conveniencia de una selección de lecturas para los diversos
tiempos y fiestas. Según el modo de indicar las varias perícopas o
unidades de lectura bíblica este libro se fue llamando «capitulare», que
señalaba las primeras y las últimas palabras de cada pasaje, o bien
«comes» o «liber comitis» -en la liturgia hispánica «liber commicus»-
(de «comma», sección, coma), en que constan las lecturas íntegras. Según
los contenidos, más tarde se diversificaron el «epistolario» y el
«evangeliario», cuando se organizaron por separado esas lecturas.
Las diversas familias litúrgicas de Oriente y Occidente fueron
configurando con criterios de selección propios sus leccionarios. Casi
siempre fueron fieles a las tres lecturas: el profeta, el apóstol y el
evangelio, para la Eucaristía. Algunos de los más antiguos y famosos son
el «Comes de Würzburg», el más antiguo en Occidente, y el Leccionario
armenio de Jerusalén, en Oriente.
En la reforma del Vaticano II, una de las realidades que más riqueza a
aportado a la celebración son los nuevos Leccionarios. Antes teníamos un
«misal plenario», con lecturas y oraciones juntas. Ahora el Misal
Romano consta de dos libros: el Misal, que es el libro del altar o de
las oraciones, y el Leccionario, el «Ordo Lectionum Missae» (=OLM). Este
segundo está dividido en varios volúmenes: el leccionario dominical en
tres ciclos, el ferial en dos, el santoral, el ritual para los
sacramentos, el de las misas diversas y votivas, siguiendo así la
consigna del Concilio de ofrecer al pueblo cristiano una selección más
rica y más variada de la Palabra de Dios (cf. SC 51). La primera edición
latina del nuevo Leccionario apareció en 1969. En 1981, al publicarse
la segunda, se enriqueció notoriamente su introducción.
Hay Leccionario bíblico también para el Oficio de Lectura de la Liturgia
de las Horas, con la peculariedad de que, además de la serie de
lecturas que consta el libro oficial, se anunciaba ya desde el
principio, aunque se ha tardado mucho en realizar oficialmente la idea,
un leccionario bienal que permite leer íntegramenrte en dos años toda la
Biblia, excepto el evangelio, que se reserva para la Misa (cf. IGLH
140-158).
Para las misas con niños, su Directorio (DMN 43) sugiere a las
Conferencias Episcopales que, si lo creen conveniente, confeccionen un
Leccionario para estas Misas. Para las cuarenta y seis Misas Votivas de
la Virgen María (1987) también han aparecido los dos libros: el Misal
con las Oraciones y el Leccionario.
El Leccionario usado en la celebración liutúrgica debe ser digno,
decoroso, que manifieste en su misma apariencia el respeto que a la
comunidad cristiana le merece su contenido: la Palabra que Dios nos
dirige (cf. OLM 35-37). Por eso se rodea de signos de aprecio: el que
proclama el Evangelio besa el Libro, que antes se puede llevar en
procesión al inicio de la Misa e incensar en días festivos, etc.
El leccionario proclamado, domingo tras domingo, o día tras día, a la
comunidad cristiana, es el mejor catecismo abierto, que continuamente
alimenta y ayuda a profundizar la fe (cf. OLM 61).
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El Salmo Responsorial parte integrante de la Liturgia de la Palabra
Aunque el testimonio de Justino, en el siglo II, no nos habla todavía de
un salmo intercalado, sabemos que es antiquísima su existencia,
heredada en la liturgia judía. En tiempo de San Agustín era de uno de
los elementos preferidos de la Liturgia de la Palabra: él mismo, en sus
homilías, lo cita con frecuencia y a veces lo convierte en tema
principal de sus palabras.
En los siglos posteriores se fue dando más importancia a la música que
al texto del salmo y se fue complicando su realización, convirtiéndose
en patrimonio de especialistas, con el canto gregoriano de los
«graduales» y «tractos». En la actual reforma se ha ido clarificando el
papel de este salmo en el conjunto de la celebración de la Palabra. Al
principio a veces se llamó «canto interleccional», pero luego se
prefirió más ajustadamente llamarlo «salmo responsorial»: primero porque
no es un canto cualquiera, sino un salmo; y además, porque su forma de
realización es responsorial, o sea, la comunidad va respondiendo con su
estribillo o antífona, a ser posible cantada, a las estrofas que va
recitando o cantilando el salmista. En la liturgia hispánica se llama
«psallendum».
La OLM, el nuevo Leccionario, describe la finalidad y las modalidades de
realización de este salmo responsorial (OLM 19,22 y 56). Se trata de
dar a la celebración un tono de serenidad contemplativa: el salmo
prolonga poéticamente y ayuda a la comunidad a interiorizar el mensaje
de la primera lectura bíblica. Por eso debe ser dicho «de la manera más apta para la meditación de la Palabra de Dios» (OLM 22), sobre todo el canto, porque éste «favorece la percepción del sentido espiritual del salmo y la meditación del mismo» (OLM 21).
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