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~~CATECISMO~~: CARTA APOSTOLICA
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De: Atlantida (Mensaje original) |
Enviado: 13/01/2020 22:07 |
EN FORMA DE «MOTU
PROPRIO»
DEL SANTO PADRE
FRANCISCO
APERUIT ILLIS
CON LA QUE SE
INSTITUYE EL DOMINGO DE LA PALABRA DE DIOS
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1. «Les abrió el entendimiento para comprender las
Escrituras» (Lc 24,45). Es uno de los últimos gestos realizados por el Señor
resucitado, antes de su Ascensión. Se les aparece a los discípulos mientras
están reunidos, parte el pan con ellos y abre sus mentes para comprender la
Sagrada Escritura. A aquellos hombres asustados y decepcionados les revela el sentido
del misterio pascual: que según el plan eterno del Padre, Jesús tenía que
sufrir y resucitar de entre los muertos para conceder la conversión y el perdón
de los pecados (cf. Lc 24,26.46-47); y promete el Espíritu Santo que les dará
la fuerza para ser testigos de este misterio de salvación (cf. Lc 24,49).
La relación entre el Resucitado, la comunidad de creyentes y
la Sagrada Escritura es intensamente vital para nuestra identidad. Si el Señor
no nos introduce es imposible comprender en profundidad la Sagrada Escritura,
pero lo contrario también es cierto: sin la Sagrada Escritura, los
acontecimientos de la misión de Jesús y de su Iglesia en el mundo permanecen
indescifrables. San Jerónimo escribió con verdad: «La ignorancia de las
Escrituras es ignorancia de Cristo» (In Is., Prólogo: PL 24,17).
2. Tras la conclusión del Jubileo extraordinario de la
misericordia, pedí que se pensara en «un domingo completamente dedicado a la
Palabra de Dios, para comprender la riqueza inagotable que proviene de ese
diálogo constante de Dios con su pueblo» (Carta ap. Misericordia et misera, 7).
Dedicar concretamente un domingo del Año litúrgico a la Palabra de Dios nos
permite, sobre todo, hacer que la Iglesia reviva el gesto del Resucitado que
abre también para nosotros el tesoro de su Palabra para que podamos anunciar
por todo el mundo esta riqueza inagotable. En este sentido, me vienen a la
memoria las enseñanzas de san Efrén: «¿Quién es capaz, Señor, de penetrar con
su mente una sola de tus frases? Como el sediento que bebe de la fuente, mucho
más es lo que dejamos que lo que tomamos. Porque la palabra del Señor presenta
muy diversos aspectos, según la diversa capacidad de los que la estudian. El
Señor pintó con multiplicidad de colores su palabra, para que todo el que la
estudie pueda ver en ella lo que más le plazca. Escondió en su palabra variedad
de tesoros, para que cada uno de nosotros pudiera enriquecerse en cualquiera de
los puntos en que concentrar su reflexión» (Comentarios sobre el Diatésaron,
1,18).
Por tanto, con esta Carta tengo la intención de responder a
las numerosas peticiones que me han llegado del pueblo de Dios, para que en
toda la Iglesia se pueda celebrar con un mismo propósito el Domingo de la
Palabra de Dios. Ahora se ha convertido en una práctica común vivir momentos en
los que la comunidad cristiana se centra en el gran valor que la Palabra de
Dios ocupa en su existencia cotidiana. En las diferentes Iglesias locales hay
una gran cantidad de iniciativas que hacen cada vez más accesible la Sagrada Escritura
a los creyentes, para que se sientan agradecidos por un don tan grande, con el
compromiso de vivirlo cada día y la responsabilidad de testimoniarlo con
coherencia.
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El Concilio Ecuménico Vaticano II dio un gran impulso al
redescubrimiento de la Palabra de Dios con la Constitución dogmática Dei
Verbum. En aquellas páginas, que siempre merecen ser meditadas y vividas,
emerge claramente la naturaleza de la Sagrada Escritura, su transmisión de
generación en generación (cap. II), su inspiración divina (cap. III) que abarca
el Antiguo y el Nuevo Testamento (capítulos IV y V) y su importancia para la
vida de la Iglesia (cap. VI). Para aumentar esa enseñanza, Benedicto XVI
convocó en el año 2008 una Asamblea del Sínodo de los Obispos sobre el tema “La
Palabra de Dios en la vida y misión de la Iglesia”, publicando a continuación
la Exhortación apostólica Verbum Domini, que constituye una enseñanza
fundamental para nuestras comunidades [1]. En este Documento en particular se
profundiza el carácter performativo de la Palabra de Dios, especialmente cuando
su carácter específicamente sacramental emerge en la acción litúrgica[2]. Por
tanto, es bueno que nunca falte en la vida de nuestro pueblo esta relación
decisiva con la Palabra viva que el Señor nunca se cansa de dirigir a su
Esposa, para que pueda crecer en el amor y en el testimonio de fe.
3. Así pues, establezco que el III Domingo del Tiempo
Ordinario esté dedicado a la celebración, reflexión y divulgación de la Palabra
de Dios. Este Domingo de la Palabra de Dios se colocará en un momento oportuno
de ese periodo del año, en el que estamos invitados a fortalecer los lazos con
los judíos y a rezar por la unidad de los cristianos. No se trata de una mera
coincidencia temporal: celebrar el Domingo de la Palabra de Dios expresa un
valor ecuménico, porque la Sagrada Escritura indica a los que se ponen en
actitud de escucha el camino a seguir para llegar a una auténtica y sólida
unidad.
Las comunidades encontrarán el modo de vivir este Domingo
como un día solemne. En cualquier caso, será importante que en la celebración
eucarística se entronice el texto sagrado, a fin de hacer evidente a la
asamblea el valor normativo que tiene la Palabra de Dios. En este domingo, de
manera especial, será útil destacar su proclamación y adaptar la homilía para
poner de relieve el servicio que se hace a la Palabra del Señor. En este
domingo, los obispos podrán celebrar el rito del Lectorado o confiar un
ministerio similar para recordar la importancia de la proclamación de la
Palabra de Dios en la liturgia. En efecto, es fundamental que no falte ningún
esfuerzo para que algunos fieles se preparen con una formación adecuada a ser
verdaderos anunciadores de la Palabra, como sucede de manera ya habitual para
los acólitos o los ministros extraordinarios de la Comunión. Asimismo, los
párrocos podrán encontrar el modo de entregar la Biblia, o uno de sus libros, a
toda la asamblea, para resaltar la importancia de seguir en la vida diaria la
lectura, la profundización y la oración con la Sagrada Escritura, con una
particular consideración a la lectio divina.
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El Concilio Ecuménico Vaticano II dio un gran impulso al
redescubrimiento de la Palabra de Dios con la Constitución dogmática Dei
Verbum. En aquellas páginas, que siempre merecen ser meditadas y vividas,
emerge claramente la naturaleza de la Sagrada Escritura, su transmisión de
generación en generación (cap. II), su inspiración divina (cap. III) que abarca
el Antiguo y el Nuevo Testamento (capítulos IV y V) y su importancia para la
vida de la Iglesia (cap. VI). Para aumentar esa enseñanza, Benedicto XVI
convocó en el año 2008 una Asamblea del Sínodo de los Obispos sobre el tema “La
Palabra de Dios en la vida y misión de la Iglesia”, publicando a continuación
la Exhortación apostólica Verbum Domini, que constituye una enseñanza
fundamental para nuestras comunidades [1]. En este Documento en particular se
profundiza el carácter performativo de la Palabra de Dios, especialmente cuando
su carácter específicamente sacramental emerge en la acción litúrgica[2]. Por
tanto, es bueno que nunca falte en la vida de nuestro pueblo esta relación
decisiva con la Palabra viva que el Señor nunca se cansa de dirigir a su
Esposa, para que pueda crecer en el amor y en el testimonio de fe.
3. Así pues, establezco que el III Domingo del Tiempo
Ordinario esté dedicado a la celebración, reflexión y divulgación de la Palabra
de Dios. Este Domingo de la Palabra de Dios se colocará en un momento oportuno
de ese periodo del año, en el que estamos invitados a fortalecer los lazos con
los judíos y a rezar por la unidad de los cristianos. No se trata de una mera
coincidencia temporal: celebrar el Domingo de la Palabra de Dios expresa un
valor ecuménico, porque la Sagrada Escritura indica a los que se ponen en
actitud de escucha el camino a seguir para llegar a una auténtica y sólida
unidad.
Las comunidades encontrarán el modo de vivir este Domingo
como un día solemne. En cualquier caso, será importante que en la celebración
eucarística se entronice el texto sagrado, a fin de hacer evidente a la
asamblea el valor normativo que tiene la Palabra de Dios. En este domingo, de
manera especial, será útil destacar su proclamación y adaptar la homilía para
poner de relieve el servicio que se hace a la Palabra del Señor. En este
domingo, los obispos podrán celebrar el rito del Lectorado o confiar un
ministerio similar para recordar la importancia de la proclamación de la
Palabra de Dios en la liturgia. En efecto, es fundamental que no falte ningún
esfuerzo para que algunos fieles se preparen con una formación adecuada a ser
verdaderos anunciadores de la Palabra, como sucede de manera ya habitual para
los acólitos o los ministros extraordinarios de la Comunión. Asimismo, los
párrocos podrán encontrar el modo de entregar la Biblia, o uno de sus libros, a
toda la asamblea, para resaltar la importancia de seguir en la vida diaria la
lectura, la profundización y la oración con la Sagrada Escritura, con una
particular consideración a la lectio divina.
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siguiendo por todos los profetas, les explicó lo que se
refería a Él en todas las Escrituras» (v. 27). Cristo es el primer exegeta. No
sólo las Escrituras antiguas anticiparon lo que Él iba a realizar, sino que Él
mismo quiso ser fiel a esa Palabra para evidenciar la única historia de
salvación que alcanza su plenitud en Cristo.
7. La Biblia, por tanto, en cuanto Sagrada Escritura, habla
de Cristo y lo anuncia como el que debe soportar los sufrimientos para entrar
en la gloria (cf. v. 26). No sólo una parte, sino toda la Escritura habla de
Él. Su muerte y resurrección son indescifrables sin ella. Por esto una de las
confesiones de fe más antiguas pone de relieve que Cristo «murió por nuestros
pecados según las Escrituras; y que fue sepultado y que resucitó al tercer día,
según las Escrituras; y que se apareció a Cefas» (1 Co 15,3-5). Puesto que las
Escrituras hablan de Cristo, nos ayudan a creer que su muerte y resurrección no
pertenecen a la mitología, sino a la historia y se encuentran en el centro de
la fe de sus discípulos.
Es profundo el vínculo entre la Sagrada Escritura y la fe de
los creyentes. Porque la fe proviene de la escucha y la escucha está centrada
en la palabra de Cristo (cf. Rm 10,17), la invitación que surge es la urgencia
y la importancia que los creyentes tienen que dar a la escucha de la Palabra
del Señor tanto en la acción litúrgica como en la oración y la reflexión
personal.
8. El “viaje” del Resucitado con los discípulos de Emaús
concluye con la cena. El misterioso Viandante acepta la insistente petición que
le dirigen aquellos dos: «Quédate con nosotros, porque atardece y el día va de
caída» (Lc 24,29). Se sientan a la mesa, Jesús toma el pan, pronuncia la bendición,
lo parte y se lo ofrece a ellos. En ese momento sus ojos se abren y lo
reconocen (cf. v. 31).
Esta escena nos hace comprender el inseparable vínculo entre
la Sagrada Escritura y la Eucaristía. El Concilio Vaticano II nos enseña: «la
Iglesia ha venerado siempre la Sagrada Escritura, como lo ha hecho con el
Cuerpo de Cristo, pues, sobre todo en la sagrada liturgia, nunca ha cesado de
tomar y repartir a sus fieles el pan de vida que ofrece la mesa de la Palabra
de Dios y del Cuerpo de Cristo» (Const. dogm. Dei Verbum, 21).
El contacto frecuente con la Sagrada Escritura y la
celebración de la Eucaristía hace posible el reconocimiento entre las personas
que se pertenecen. Como cristianos somos un solo pueblo que camina en la
historia, fortalecido por la presencia del Señor en medio de nosotros que nos
habla y nos nutre. El día dedicado a la Biblia no ha de ser “una vez al año”,
sino una vez para todo el año, porque nos urge la necesidad de tener
familiaridad e intimidad con la Sagrada Escritura y con el Resucitado, que no
cesa de partir la Palabra y el Pan en la comunidad de los creyentes. Para esto
necesitamos entablar un constante trato de familiaridad con la Sagrada
Escritura, si no el corazón queda frío y los ojos permanecen cerrados,
afectados como estamos por innumerables formas de ceguera.
La Sagrada Escritura y los Sacramentos no se pueden separar.
Cuando los Sacramentos son introducidos e iluminados por la Palabra, se
manifiestan más claramente como la meta de un camino en el que Cristo mismo
abre la mente y el corazón al reconocimiento de su acción salvadora. Es
necesario, en este contexto, no olvidar la enseñanza del libro del Apocalipsis,
cuando dice que el Señor está a la puerta y llama. Si alguno escucha su voz y
le abre, Él entra para cenar juntos (cf. 3,20). Jesucristo llama a nuestra
puerta a través de la Sagrada Escritura; si escuchamos y abrimos la puerta de
la mente y del corazón, entonces entra en nuestra vida y se queda con nosotros.
9. En la Segunda Carta a Timoteo, que constituye de algún modo
su testamento espiritual, san Pablo recomienda a su fiel colaborador que lea
constantemente la Sagrada Escritura. El Apóstol está convencido de que «toda
Escritura es inspirada por Dios es también útil para enseñar, para argüir, para
corregir, para educar» (3,16). Esta recomendación de Pablo a Timoteo constituye
una base sobre la que la Constitución conciliar Dei Verbum trata el gran tema
de la inspiración de la Sagrada Escritura, un fundamento del que emergen en
particular la finalidad salvífica, la dimensión espiritual y el principio de la
encarnación de la Sagrada Escritura.
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Al evocar sobre todo la recomendación de Pablo a Timoteo, la
Dei Verbum subraya que «los libros de la Escritura enseñan firmemente, con
fidelidad y sin error, la verdad que Dios quiso consignar en las sagradas
letras para nuestra salvación» (n. 11). Puesto que las mismas instruyen en
vista a la salvación por la fe en Cristo (cf. 2 Tm 3,15), las verdades
contenidas en ellas sirven para nuestra salvación. La Biblia no es una colección
de libros de historia, ni de crónicas, sino que está totalmente dirigida a la
salvación integral de la persona. El innegable fundamento histórico de los
libros contenidos en el texto sagrado no debe hacernos olvidar esta finalidad
primordial: nuestra salvación. Todo está dirigido a esta finalidad inscrita en
la naturaleza misma de la Biblia, que está compuesta como historia de salvación
en la que Dios habla y actúa para ir al encuentro de todos los hombres y
salvarlos del mal y de la muerte.
Para alcanzar esa finalidad salvífica, la Sagrada Escritura
bajo la acción del Espíritu Santo transforma en Palabra de Dios la palabra de
los hombres escrita de manera humana (cf. Const. dogm. Dei Verbum, 12). El
papel del Espíritu Santo en la Sagrada Escritura es fundamental. Sin su acción,
el riesgo de permanecer encerrados en el mero texto escrito estaría siempre
presente, facilitando una interpretación fundamentalista, de la que es
necesario alejarse para no traicionar el carácter inspirado, dinámico y
espiritual que el texto sagrado posee. Como recuerda el Apóstol: «La letra
mata, mientras que el Espíritu da vida» (2 Co 3,6). El Espíritu Santo, por
tanto, transforma la Sagrada Escritura en Palabra viva de Dios, vivida y
transmitida en la fe de su pueblo santo.
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10. La acción del Espíritu Santo no se refiere sólo a la
formación de la Sagrada Escritura, sino que actúa también en aquellos que se
ponen a la escucha de la Palabra de Dios. Es importante la afirmación de los
Padres conciliares, según la
cual la Sagrada Escritura «se ha de leer e interpretar con
el mismo Espíritu con que fue escrita» (Const. dogm. Dei Verbum, 12). Con
Jesucristo la revelación de Dios alcanza su culminación y su plenitud; aun así,
el Espíritu Santo continúa su acción. De hecho, sería reductivo limitar la
acción del Espíritu Santo sólo a la naturaleza divinamente inspirada de la
Sagrada Escritura y a sus distintos autores. Por tanto, es necesario tener fe
en la acción del Espíritu Santo que sigue realizando una peculiar forma de
inspiración cuando la Iglesia enseña la Sagrada Escritura, cuando el Magisterio
la interpreta auténticamente (cf. ibíd., 10) y cuando cada creyente hace de
ella su propia norma espiritual. En este sentido podemos comprender las
palabras de Jesús cuando, a los discípulos que le confirman haber entendido el
significado de sus parábolas, les dice: «Pues bien, un escriba que se ha hecho
discípulo del reino de los cielos es como un padre de familia que va sacando de
su tesoro lo nuevo y lo antiguo» (Mt 13,52).
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11. La Dei Verbum afirma, además, que «la Palabra de Dios,
expresada en lenguas humanas, se hace semejante al lenguaje humano, como la
Palabra del eterno Padre, asumiendo nuestra débil condición humana, se hizo
semejante a los hombres» (n. 13). Es como decir que la Encarnación del Verbo de
Dios da forma y sentido a la relación entre la Palabra de Dios y el lenguaje
humano, con sus condiciones históricas y culturales. En este acontecimiento
toma forma la Tradición, que también es Palabra de Dios (cf. ibíd., 9). A
menudo se corre el riesgo de separar la Sagrada Escritura de la Tradición, sin
comprender que juntas forman la única fuente de la Revelación. El carácter
escrito de la primera no le quita nada a su ser plenamente palabra viva; así
como la Tradición viva de la Iglesia, que la transmite constantemente de
generación en generación a lo largo de los siglos, tiene el libro sagrado como
«regla suprema de la fe» (ibíd., 21). Por otra parte, antes de convertirse en
texto escrito, la Palabra de Dios se transmitió oralmente y se mantuvo viva por
la fe de un pueblo que la reconocía como su historia y su principio de
identidad en medio de muchos otros pueblos. Por consiguiente, la fe bíblica se
basa en la Palabra viva, no en un libro.
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12. Cuando la Sagrada Escritura se lee con el mismo Espíritu
que fue escrita, permanece siempre nueva. El Antiguo Testamento no es nunca
viejo en cuanto que es parte del Nuevo, porque todo es transformado por el
único Espíritu que lo inspira. Todo el texto sagrado tiene una función
profética: no se refiere al futuro, sino al presente de aquellos que se nutren
de esta Palabra. Jesús mismo lo afirma claramente al comienzo de su ministerio:
«Hoy se ha cumplido esta Escritura que acabáis de oír» (Lc 4,21). Quien se
alimenta de la Palabra de Dios todos los días se convierte, como Jesús, en
contemporáneo de las personas que encuentra; no tiene tentación de caer en
nostalgias estériles por el pasado, ni en utopías desencarnadas hacia el
futuro.
La Sagrada Escritura realiza su acción profética sobre todo
en quien la escucha. Causa dulzura y amargura. Vienen a la mente las palabras
del profeta Ezequiel cuando, invitado por el Señor a comerse el libro,
manifiesta: «Me supo en la boca dulce como la miel» (3,3). También el
evangelista Juan en la isla de Patmos evoca la misma experiencia de Ezequiel de
comer el libro, pero agrega algo más específico: «En mi boca sabía dulce como
la miel, pero, cuando lo comí, mi vientre se llenó de amargor» (Ap 10,10).
La dulzura de la
Palabra de Dios nos impulsa a compartirla con quienes encontramos en nuestra
vida para manifestar la certeza de la esperanza que contiene (cf. 1 P 3,15-16).
Por su parte, la amargura se percibe frecuentemente cuando comprobamos cuán
difícil es para nosotros vivirla de manera coherente, o cuando experimentamos
su rechazo porque no se considera válida para dar sentido a la vida. Por tanto,
es necesario no acostumbrarse nunca a la Palabra de Dios, sino nutrirse de ella
para descubrir y vivir en profundidad nuestra relación con Dios y con nuestros
hermanos.
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13. Otra interpelación que procede de la Sagrada Escritura
se refiere a la caridad. La Palabra de Dios nos señala constantemente el amor
misericordioso del Padre que pide a sus hijos que vivan en la caridad. La vida
de Jesús es la expresión plena y perfecta de este amor divino que no se queda
con nada para sí mismo, sino que se ofrece a todos incondicionalmente. En la
parábola del pobre Lázaro encontramos una indicación valiosa. Cuando Lázaro y
el rico mueren, este último, al ver al pobre en el seno de Abrahán, pide ser
enviado a sus hermanos para aconsejarles que vivan el amor al prójimo, para
evitar que ellos también sufran sus propios tormentos. La respuesta de Abrahán
es aguda: «Tienen a Moisés y a los profetas: que los escuchen» (Lc 16,29).
Escuchar la Sagrada Escritura para practicar la misericordia: este es un gran
desafío para nuestras vidas. La Palabra de Dios es capaz de abrir nuestros ojos
para permitirnos salir del individualismo que conduce a la asfixia y la
esterilidad, a la vez que nos manifiesta el camino del compartir y de la
solidaridad.
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14. Uno de los episodios más significativos de la relación
entre Jesús y los discípulos es el relato de la Transfiguración. Jesús sube a
la montaña para rezar con Pedro, Santiago y Juan. Los evangelistas recuerdan
que, mientras el rostro y la ropa de Jesús resplandecían, dos hombres
conversaban con Él: Moisés y Elías, que encarnan la Ley y los Profetas, es
decir, la Sagrada Escritura. La reacción de Pedro ante esa visión está llena de
un asombro gozoso: «Maestro, ¡qué bueno es que estemos aquí! Haremos tres
tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías» (Lc 9,33). En aquel
momento una nube los cubrió con su sombra y los discípulos se llenaron de
temor.
La Transfiguración hace referencia a la fiesta de las
Tiendas, cuando Esdras y Nehemías leían el texto sagrado al pueblo, después de
su regreso del exilio. Al mismo tiempo, anticipa la gloria de Jesús en
preparación para el escándalo de la pasión, gloria divina que es aludida por la
nube que envuelve a los discípulos, símbolo de la presencia del Señor. Esta
Transfiguración es similar a la de la Sagrada Escritura, que se trasciende a sí
misma cuando alimenta la vida de los creyentes. Como recuerda la Verbum Domini:
«Para restablecer la articulación entre los diferentes sentidos escriturísticos
es decisivo comprender el paso de la letra al espíritu. No se trata de un paso
automático y espontáneo; se necesita más bien trascender la letra» (n. 38).
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15. En el camino de escucha de la Palabra de Dios, nos
acompaña la Madre del Señor, reconocida como bienaventurada porque creyó en el
cumplimiento de lo que el Señor le había dicho (cf. Lc 1,45). La
bienaventuranza de María precede a todas las bienaventuranzas pronunciadas por
Jesús para los pobres, los afligidos, los mansos, los pacificadores y los
perseguidos, porque es la condición necesaria para cualquier otra
bienaventuranza. Ningún pobre es bienaventurado porque es pobre; lo será si,
como María, cree en el cumplimiento de la Palabra de Dios. Lo recuerda un gran
discípulo y maestro de la Sagrada Escritura, san Agustín: «Entre la multitud
ciertas personas dijeron admiradas: “Feliz el vientre que te llevó”; y Él: “Más
bien, felices quienes oyen y custodian la Palabra de Dios”. Esto equivale a
decir: también mi madre, a quien habéis calificado de feliz, es feliz
precisamente porque custodia la Palabra de Dios; no porque en ella la Palabra
se hizo carne y habitó entre nosotros, sino porque custodia la Palabra misma de
Dios mediante la que ha sido hecha y que en ella se hizo carne» (Tratados sobre
el evangelio de Juan, 10,3).
Que el domingo dedicado a la Palabra haga crecer en el
pueblo de Dios la familiaridad religiosa y asidua con la Sagrada Escritura,
como el autor sagrado lo enseñaba ya en tiempos antiguos: esta Palabra «está
muy cerca de ti: en tu corazón y en tu boca, para que la cumplas» (Dt 30,14). Dado
en Roma, en San Juan de Letrán, el 30 de septiembre de 2019.
Memoria litúrgica de San Jerónimo en el inicio del 1600
aniversario de la muerte.
Francisco
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[1] Cf. AAS 102 (2010), 692-787.
[2] «La sacramentalidad de la Palabra se puede entender en
analogía con la presencia real de Cristo bajo las especies del pan y del vino
consagrados. Al acercarnos al altar y participar en el banquete eucarístico,
realmente comulgamos el cuerpo y la sangre de Cristo. La proclamación de la
Palabra de Dios en la celebración comporta reconocer que es Cristo mismo quien
está presente y se dirige a nosotros para ser recibido» (Exhort. ap. Verbum
Domini, 56).
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