La mujer ideal de los años treinta tenía una belleza
clásica más que una gracia infantil y conforme avanzaba la década,
aparecieron tejidos más gruesos y colores
más oscuros. Las faldas descendieron hasta casi los tobillos y se
cubrieron con abrigos más largos y pesados, a menudo rematados en su
parte superior con altos y acogedores cuellos de piel.