Pedro no sabía de la avaricia o la ambición, ni de todo el daño que esto podía hacer a las personas.
Era un niño sano y juguetón como otro
cualquiera, pero su glotonería y su afición por los dulces eran los
atributos por los que más se le conocía.
Un día descubrió un recipiente repleto
de dulces y sin pensarlo ni averiguar de quién eran, introdujo su mano y
agarró tantas golosinas como pudo. Cuando trató de retirar su mano se
dio cuenta que no podía y como no quería dejar escapar ningún dulce de
los que había cogido, lo cual le permitiría sacar la mano, empezó a
llorar desconsoladamente.
Su amigo Juan lo vio y le dijo:
-Pedro, si te conformas con la mitad o
un poco menos de lo que has tomado podrás sacar tu mano de ahí y
disfrutar algunos dulces. La avaricia no te permitirá hacer ni lo uno ni
lo otro.
Así, Pedro siguió el consejo y disfrutó
de sabrosos dulces. Desde ese día comprendió que la ambición y la
avaricia pueden ser verdaderamente dañinas y prohibitivas para el
desarrollo y crecimiento de un ser humano.