III. ACTITUDES DEL CATEQUISTA FRENTE A
DETERMINADAS SITUACIONES ACTUALES
11.
Servicio a la comunidad y atención a las distintas categorías. El
servicio del Catequista se ofrece a toda clase de personas, sea cual
fuere la categoría a la que pertenecen: jóvenes y adultos, hombres y
mujeres, estudiantes y trabajadores, sanos y enfermos, católicos,
hermanos separados y no bautizados. Sin embargo, no es lo mismo ser
catequista de catecúmenos que se preparan a recibir el bautismo, o
responsable de una aldea de cristianos con el cometido de seguir las
distintas actividades pastorales, o ser Catequista encargado de enseñar
el catecismo en las escuelas, o preparar a los sacramentos, o serlo en
un barrio de ciudad o en la zona rural.
Por lo
tanto, concretamente, todo catequista deberá promover el conocimiento y
la comunión entre los miembros de la comunidad, cuidar de las personas
que le han sido confiadas, y tratar de comprender sus necesidades
particulares para poder las ayudar. Desde este punto de vista, los
catequistas se distinguen por tareas propias y por preparación
especifica.
Esta situación, de hecho, sugiere que
el catequista pueda conocer de antemano su destino, y que se le
introduzca a la categoría de personas a las que ha de servir. Para esto
serán útiles las sugerencias dadas al respecto por el Magisterio,
especialmente en el Directorio Catequético General, nn. 77-97 y en la Exhortación Apostólica Catechesi Tradendae, nn. 35-45.
En el vasto campo apostólico, el catequista está llamado a prestar especial cuidado a los enfermos y ancianos, por su fragilidad física y psíquica que exige especial solidaridad y asistencia.
El
catequista ha de acercarse al enfermo y ayudarle a comprender el
sentido profundo y redentor del misterio cristiano de la cruz en unión
con Jesús que asumió el peso de nuestras enfermedades (cf. Mt 8,17; Is 53,4). Visita a los enfermos con frecuencia, los conforta con la Palabra y, cuando está encargado de ellos, con la Eucaristía.
El
catequista ha de seguir de cerca también a los ancianos, que tienen una
función cualificada en la Iglesia, como justamente lo reconoce Juan
Pablo II al definir al anciano "el testigo de la tradición de la fe (cf. Sal 44,2; Ex 12,26-27), el maestro de vida (cf. Si 6,34; 8,11-12), el operador de caridad". Ayudar al anciano, para un catequista significa ante todo colaborar a que su familia lo mantenga insertado como "testigo del pasado e inspirador de sabiduría para los jóvenes";
además, hacer que experimente la cercanía de la comunidad y animarlo a
que viva con fe sus inevitables límites y, en ciertos casos, también la
soledad. El catequista no deje de preparar al anciano para el encuentro
con el Señor, ayudándole a sentir la alegría que nace de la esperanza
cristiana en la vida eterna.
Hay que tener
presente, además, la sensibilidad que el catequista deberá demostrar
para comprender y prestar su ayuda en ciertas situaciones difíciles,
como: la unión irregular de la pareja, los hijos de esposos separados o
divorciados. El catequista debe participar y expresar verdaderamente la
inmensa compasión del corazón de Cristo (cf. Mt 9,36; Mc 6,34; 8,2; Lc 7,13).
12.
Necesidad de la inculturación. Como toda la actividad evangelizadora,
también la catequesis está llamada a llevar la fuerza del Evangelio al
corazón de la cultura y de las culturas. El proceso de inculturación
requiere largo tiempo porque es un proceso profundo, global y gradual. A
través de él, como explica Juan Pablo II, "la Iglesia encarna el
Evangelio en las diversas culturas y, al mismo tiempo, introduce a los
pueblos con sus culturas en su misma comunidad; trasmite a las mismas
sus propios valores, asumiendo lo que hay de bueno en ellas y
renovándolas desde dentro".
Los catequistas,
en cuanto apóstoles, están implicados necesariamente en el dinamismo de
este proceso. Además, con una preparación específica, que no puede
prescindir del estudio de la antropología cultural y de los idiomas más
idóneos a la inculturación, se les debe ayudar a operar por su parte y
en la pastoral de conjunto, siguiendo las directrivas de la Iglesia
acerca de este tema particular, que podemos sintetizar así:
-
El mensaje evangélico, aunque no se identifica nunca con una cultura,
necesariamente se encarna en las culturas. De hecho, desde el comienzo
del cristianismo, se ha encarnado en algunas culturas. Hay que tener en
cuenta esto para no privar a las Iglesias jóvenes de valores que ya son
patrimonio de la Iglesia universal.
- El
Evangelio tiene una fuerza regeneradora, capaz de rectificar no pocos
elementos de las culturas en las que penetra, cuando no son compatibles
con él.
- El sujeto principal de la inculturación
son las comunidades eclesiales locales, que viven una experiencia
cotidiana de fe y caridad, insertadas en una determinada cultura,
corresponde a los Pastores indicar las pistas principales que se deben
recorrer para destacar los valores de una determinada cultura; los
expertos sirven de estímulo y ayuda.
- La
inculturación es genuina si se guía por estos dos principios: se basa en
la Palabra de Dios contenida en la Sagrada Escritura y avanza de
acuerdo con la Tradición de la Iglesia y las directivas del Magisterio, y
no contradice la unidad deseada por el Señor.
-
La piedad popular, entendida como conjunto de valores, creencias,
actitudes y expresiones propias de la religión católica y purificada de
los defectos debidos a la ignorancia o a la superstición, expresa la
sabiduría del Pueblo de Dios y es una forma privilegiada de
inculturación del Evangelio en una determinada cultura.
Para
participar positivamente en ese proceso, el catequista deberá atenerse a
estas directivas que favorecen en él una actitud clarividente y
abierta; insertarse con toda seriedad en el plan de pastoral aprobado
por la autoridad competente de la Iglesia, sin aventurarse en
experiencias particulares que podrían desorientar a los demás fieles; y
reavivar la esperanza apostólica, convencido de que la fuerza del
Evangelio es capaz de penetrar en cualquier cultura, enriqueciéndola y
fortaleciéndola desde dentro.
13. Promoción humana y opción por los pobres. Entre el anuncio del Evangelio y la promoción humana hay una "estrecha conexión". Se trata, en efecto, de la única misión de la Iglesia. "Con
el mensaje evangélico la Iglesia ofrece una fuerza libertadora y
promotora de desarrollo, precisamente porque lleva a la conversión de
corazón y de la mentalidad; ayuda a reconocer la dignidad de cada
persona; dispone a la solidaridad, al compromiso, al servicio de los
hermanos; inserta al hombre en el proyecto de Dios, que es la
construcción del Reino de paz y de justicia, a partir ya de esta vida.
Es la perspectiva bíblica de los 'nuevos cielos y nueva tierra' (cf. Is 65,17; 2Pe 3,13; Ap 21,1), es la que ha introducido en la historia el estímulo y la meta para el progreso de la humanidad".
Es bien sabido que la Iglesia reivindica para sí una misión de orden "religioso", que debe realizarse, sin embargo, en la historia y en la vida real de la humanidad y, por tanto, en forma no desencarnada.
Es
tarea, preeminente de los laicos, llevar los valores del Evangelio al
campo económico, social y político. El catequista tiene una importante
tarea propia y característica en el sector de la promoción humana, del
desarrollo y defensa de la justicia. Al vivir en un mismo contexto
social con los hermanos, es capaz de comprender, interpretar y resolver
las situaciones y los problemas a la luz del Evangelio. Ha de saber,
pues, estar en contacto con la gente, estimularla a tomar conciencia de
la realidad en que vive para mejorarla y, cuando sea necesario, ha de
tener el valor de hablar en nombre de los más débiles para defender sus
derechos.
Por lo que se refiere a la acción,
cuando es necesario realizar iniciativas de ayuda, el catequista deberá
actuar siempre con la comunidad, en un programa de conjunto, bajo la
guía de los Pastores.
Aquí surge, necesariamente, otro aspecto relacionado con la promoción: la opción preferencial por los pobres.
El catequista, sobre todo cuando está comprometido en el apostolado en
general, tiene el deber de asumir esta opción eclesial que no es
exclusiva, sino una forma de primacía de la caridad. Y debe estar
convencido de que su interés y ayuda a los pobres se funda en la caridad
porque, como afirma explícitamente el Sumo Pontífice Juan Pablo II: "El amor es, y sigue siendo, la fuerza de la misión".
El
catequista ha de tener presente que por pobres se entiende sobre todo
aquellos que se hallan en situación de estrechez económica, tan
numerosos en diversos territorios de misión; estos hermanos deben poder
experimentar el amor maternal de la Iglesia, aunque todavía no formen
parte de ella, y sentirse estimulados a afrontar y superar las
dificultades con la fuerza de la fe cristiana, ayudándolos a hacerse
ellos mismos artífices de su propio desarrollo integral. Todo acto
caritativo de la Iglesia, así como toda la actividad misionera, da "a los pobres luz y aliento para un verdadero desarrollo".
Además
de atender a los desposeídos, los catequistas han de acercarse y
ayudar, porque son también pobres, a los oprimidos y perseguidos, a los
marginados y a todas las personas que viven en una situación de grave
necesidad, como los minusválidos, los desocupados, los prisioneros, los
refugiados, los drogadictos, los enfermos de SIDA, etc..
14. Sentido ecuménico. La división de los cristianos es contraria a la voluntad de Cristo, es un escándalo para el mundo y "daña a la causa santísima de la predicación del Evangelio a todos los hombres".
Todas las comunidades cristianas tienen el deber de "participar en el diálogo ecuménico y demás iniciativas destinadas a realizar la unidad de los cristianos".
Pero en los territorios de misión este compromiso asume una urgencia
especial para que no sea vana la oración de Jesús al Padre: "sean también ellos en nosotros, una cosa sola, para que el mundo crea que tú me has enviado" (Jn 17,21).
El
catequista, en virtud de su misión, se encuentra necesariamente
implicado en esta dimensión apostólica y debe colaborar a madurar la
conciencia ecuménica en la comunidad, comenzando por los catecúmenos y
los neófitos. Ha de cultivar, pues, un profundo deseo de unidad,
insertarse con gusto en el diálogo con los hermanos de otras confesiones
cristianas y comprometerse generosamente en las iniciativas ecuménicas,
dentro de su cometido, siguiendo las directivas de la Iglesia,
especificadas localmente por la Conferencia Episcopal y por el Obispo.
Procure sobre todo seguir las directivas acerca de la cooperación
ecuménica en la catequesis y en la enseñanza de la religión en las
escuelas.
Su acción será verdaderamente ecuménica si se esfuerza en "enseñar
que la plenitud de las verdades reveladas y de los medios de salvación
instituidos por Cristo se halla en la Iglesia católica"; y si logra también "hacer
una presentación correcta y leal de las demás Iglesias y comunidades
eclesiales de las que el Espíritu de Cristo no rehúsa servirse como
medio de salvación".
En el ambiente donde
realiza su actividad, el catequista ha de hacer lo posible por
establecer relaciones amistosas con los responsables de las otras
confesiones, de acuerdo con los Pastores y, si fuere necesario, en
representación suya; ha de evitar que se fomenten inútiles polémicas y
concurrencia; debe ayudar a los fieles a vivir en armonía y respeto con
los cristianos no católicos, realizando plenamente y sin ningun
complejo, su identidad católica; y promueva el esfuerzo común de todos
los que creen en Dios, para ser "constructores de paz".
15.
Diálogo con los hermanos de otras religiones. El diálogo
inter-religioso es una parte de la misión evangelizadora de la Iglesia.
El anuncio y el diálogo se orientan efectivamente hacia la comunicación
de la verdad salvífica. El diálogo es una actividad indispensable en las
relaciones entre la Iglesia católica y las otras religiones y merece
seria atención. Se trata de un diálogo de la salvación, que se realiza en Cristo.
También
los catequistas, cuya tarea primordial en las misiones es el anuncio,
deben estar abiertos, preparados y comprometidos en ese tipo de diálogo.
Se les ha de ayudar, pues, a llevarlo a cabo, teniendo en cuenta las
indicaciones del Magisterio, especialmente las de la Redemptoris Missio, del documento conjunto Diálogo y Anuncio, del Pontificio Consejo para el Diálogo Inter-religioso y de la C.E.P., y del Catecismo de la Iglesia Católica, que implican:
- Escucha del Espirítu, que sopla donde quiere (cf Jn
3,8), respetando lo que El ha operado en el hombre, para alcanzar la
purificación interior, sin la cual el diálogo no reporta frutos de
salvación.