II - LINEAS DE ESPIRITUALIDAD DEL CATEQUISTA
6.
Necesidad y naturaleza de la espiritualidad del catequista. Es
necesario que el catequista tenga una profunda espiritualidad, es decir,
que viva en el Espíritu que le ayude a renovarse contínuamente en su
identidad específica.
La necesidad de una
espiritualidad propia del catequista se deriva de su vocación y misión.
Por eso, la espiritualidad del catequista entraña, con nueva y especial
exigencia, una llamada a la santidad. La feliz expresión del Sumo
Pontífice Juan Pablo II: "el verdadero misionero es el santo" puede aplicarse ciertamente al catequista. Como todo fiel, el catequista "está llamado a la santidad y a la misión", es decir, a realizar su propia vocación "con el fervor de los santos".
La espiritualidad del catequista está ligada estrechamente a su condición de "cristiano" y de "laico", hecho partícipe, en su propia medida, del oficio profético, sacerdotal y real de Cristo. La condición propia del laico es secular, con el "deber
específico, cada uno según su propia condición, de animar y
perfeccionar el orden temporal con el espíritu evangélico, y dar así
testimonio de Cristo, especialmente en la realización de esas mismas
cosas temporales y en el ejercicio de las tareas seculares".
Cuando el catequista está casado, la vida matrimonial forma parte de su espiritualidad. Como afirma justamente el Papa:"Los
catequistas casados tienen la obligación de testimoniar con coherencia
el valor cristiano del matrimonio, viviendo el sacramento en plena
fidelidad y educando con responsabilidad a sus hijos". Esta
espiritualidad correspondiente al matrimonio puede tener un impacto
favorable y característico en la misma actividad del catequista, y este
tratará de asociar a la esposa y a los hijos en su servicio, de manera
que toda la familia llegue a ser una célula de irradiación apostólica.
La
espiritualidad del catequista está vinculada también a su vocación
apostólica y, por consiguiente, se expresa en algunas actitudes
determinantes que son: la apertura a la Palabra, es decir, a Dios, a la
Iglesia y por consiguiente, al mundo; la autenticidad de vida; el celo
misionero y el espíritu mariano.
7.
Apertura a la Palabra. El ministerio del catequista está esencialmente
unido a la comunicación de la Palabra. La primera actitud espiritual del
catequista está relacionada, pues, con la Palabra contenida en la
revelación, predicada por la Iglesia, celebrada en la liturgia y vivida
especialmente por los santos. Y es siempre un encuentro con Cristo,
oculto en su Palabra, en la Eucaristía, en los hermanos. Apertura a la
Palabra significa, a fin de cuentas, apertura a Dios, a la Iglesia y al
mundo.
- Apertura a Dios Uno y Trino, que
está presente en lo más íntimo de la persona y da un sentido a toda su
vida: convicciones, criterios, escala de valores, decisiones,
relaciones, comportamientos, etc. El catequista debe dejarse atraer a la
esfera del Padre que comunica la Palabra; de Cristo, Verbo Encarnado,
que pronuncia todas y solo las Palabras que oye al Padre (cf. Jn
8,26; 12,49); del Espíritu Santo que ilumina la mente para hacer
comprender toda la Palabra y caldea el corazón para amarla y ponerla
fielmente en práctica (Cf. Jn 16,12-14).
Se
trata, pues, de una espiritualidad arraigada en la Palabra viva, con
dimensión Trinitaria, como la salvación y la misión universal. Eso
implica una actitud interior coherente, que consiste en participar en el
amor del Padre, que quiere que todos los hombres lleguen a conocer la
verdad y se salven (cf. 1Tim 2,4); en realizar la comunión con Cristo, compartir sus mismos sentimientos (cf. Flp 2,5), y vivir, como Pablo, la experiencia de su continua presencia alentadora: "No tengas miedo (...) porque yo estoy contigo" (Hch
18,9-10); en dejarse plasmar por el Espíritu y transformarse en
testigos valientes de Cristo y anunciadores luminosos de la Palabra.
- Apertura a la Iglesia,
de la cual el catequista es miembro vivo que contribuye a construirla y
por la cual es enviado. A la Iglesia ha sido encomendada la Palabra
para que la conserve fielmente, profundice en ella con la asistencia del
Espíritu Santo y la proclame a todos los hombres.
Esta
Iglesia, como Pueblo de Dios y Cuerpo Místico de Cristo, exige del
catequista un sentido profundo de pertenencia y de responsabilidad por
ser miembro vivo y activo de ella; como sacramento universal de
salvación, ella le pide que se empeñe en vivir su misterio y gracia
multiforme para enriquecerse con ellos y llegar a ser signo visible en
la comunidad de los hermanos. El servicio del catequista no es nunca un
acto individual o aislado, sino siempre profundamente eclesial.
La
apertura a la Iglesia se manifiesta en el amor filial a ella, en la
consagración a su servicio y en la capacidad de sufrir por su causa. Se
manifiesta especialmente en la adhesión y obediencia al Romano
Pontífice, centro de unidad y vínculo de comunión universal, y también
al propio Obispo, padre y guía de la Iglesia particular. El catequista
debe participar responsablemente en las vicisitudes terrenas de la
Iglesia peregrina que, por su misma naturaleza, es misionera y debe
compartir con ella, también el anhelo del encuentro definitivo y
beatificante con el Esposo.
El sentido eclesial,
propio de la espiritualidad del catequista se expresa, pues, mediante un
amor sincero a la Iglesia, a imitación de Cristo que "amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella" (Ef
5,25). Se trata de un amor activo y totalizante que llega a ser
participación en su misión de salvación hasta dar, si es necesario, la
propia vida por ella.
- Apertura misionera al mundo, lugar donde se realiza el plan salvífico que procede del "amor fontal" o caridad eterna del Padre; donde históricamente el Verbo puso su morada para habitar con los hombres y redimirlos (cf. Jn
1,14), donde ha sido derramado el Espíritu para santificar a los hijos y
constituirlos como Iglesia, para llegar hasta el Padre a través de
Cristo, en un solo Espíritu (cf. Ef 2,18).
El
catequista tendrá, pues, un sentido de apertura y de atención a las
necesidades del mundo, al que se sabe enviado constantemente y que es su
campo de trabajo, aún sin pertenecer del todo a él (cf. Jn
17,14-21). Eso significa que deberá permanecer insertado en el contexto
de los hombres, hermanos suyos, sin aislarse o echarse atrás por temor a
las dificultades o por amor a la tranquilidad; y conservará el sentido
sobrenatural de la vida y la confianza en la eficacia de la Palabra que,
salida de la boca misma de Dios, no retorna sin producir un efecto
seguro de