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~~CATECISMO~~: COMISIÓN TEOLÓGICA INTERNACIONAL
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De: Atlantida (Mensaje original) |
Enviado: 07/07/2022 22:12 |
A SINODALIDAD EN LA VIDA Y EN LA MISIÓN DE LA IGLESIA
NOTA PRELIMINAR
En el transcurso de su noveno quinquenio, la Comisión Teológica Internacional llevó a cabo un estudio referente a la sinodalidad en la vida y en la misión de la Iglesia. El trabajo fue realizado por una Subcomisión presidida por Mons. Mario Ángel Flores Ramos y compuesta por los siguientes miembros: Sor Prudencia Allen R.S.M., Sor Alenka Arko, de la Comunidad Loyola, Mons. Antonio Luiz Catelan Ferreira, Mons. Piero Coda, Pbro. Carlos María Galli, Pbro. Gaby Alfred Hachem, Prof. Héctor Gustavo Sánchez Rojas S.C.V., Pbro. Nicholaus Segeja M’hela, P. Gerard Francisco P. Timoner III O.P.
Las discusiones generales sobre este tema se desarrollaron tanto a lo largo de varios encuentros de la Subcomisión, como durante las Sesiones Plenarias de la Comisión, realizadas en los años 2014-2017. El texto presente fue aprobado en forma específica por medio de un voto escrito por la mayoría de los miembros de la Comisión durante la Sesión Plenaria del año 2017. A continuación fue presentado para su aprobación a su Presidente, S.E. Luis F. Ladaria S.J., Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la fe, quien autorizó la publicación después de recibir el parecer favorable del Santo Padre, el 2 de marzo de 2018.
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INTRODUCCIÓN
EL KAIRÓS DE LA SINODALIDAD
1. «El camino de la sinodalidad es el camino que Dios espera de la Iglesia del tercer milenio»[1]: este es el compromiso programático propuesto por el Papa Francisco en la conmemoración del quincuagésimo aniversario de la institución del Sínodo de los Obispos por parte del Beato Pablo VI. En efecto, la sinodalidad – ha subrayado – «es dimensión constitutiva de la Iglesia», de modo que «lo que el Señor nos pide, en cierto sentido, ya está todo contenido en la palabra “Sínodo”»[2].
2. El documento presente se propone ofrecer algunas líneas útiles para profundizar teológicamente el significado de este compromiso, al mismo tiempo que una orientación pastoral acerca de las consecuencias que se derivan de él para la misión de la Iglesia. En la introducción se ofrecen los datos etimológicos y conceptuales necesarios para iluminar de modo preliminar el contenido y el uso de la palabra “sinodalidad”, y contextualizar a continuación la riqueza y la novedad de la enseñanza que el Magisterio, siguiendo la línea del Concilio Vaticano II, nos propone acerca de ella.
Sínodo, Concilio, sinodalidad
3. “Sínodo” es una palabra antigua muy venerada por la Tradición de la Iglesia, cuyo significado se asocia con los contenidos más profundos de la Revelación. Compuesta por la preposición σύν, y el sustantivo ὁδός, indica el camino que recorren juntos los miembros del Pueblo de Dios. Remite por lo tanto al Señor Jesús que se presenta a sí mismo como «el camino, la verdad y la vida» (Jn 14,6), y al hecho de que los cristianos, sus seguidores, en su origen fueron llamados «los discípulos del camino» (cfr. Hch 9,2; 19,9.23; 22,4; 24,14.22).
En la lengua griega utilizada en la Iglesia se aplica a los discípulos de Jesús convocados en asamblea, y en algunos casos es sinónimo de la comunidad eclesial[3]. San Juan Crisóstomo, por ejemplo, escribe que Iglesia es el «nombre que indica caminar juntos (σύνoδος)»[4]. Explica que la Iglesia es la asamblea convocada para dar gracias y cantar alabanzas a Dios como un coro, una realidad armónica donde todo se mantiene unido (σύστημα), porque quienes la componen, mediante su relación recíproca y ordenada, coinciden en la ἁγάπη y en la ὁμονοία (el mismo sentir).
4. Con un significado específico, desde los primeros siglos se designan con la palabra “sínodo” las asambleas eclesiásticas convocadas en diversos niveles (diocesano, provincial o regional, patriarcal, universal) para discernir, a la luz de la Palabra de Dios y escuchando al Espíritu Santo, las cuestiones doctrinales, litúrgicas, canónicas y pastorales que se van presentando periódicamente.
La palabra griega σύνoδος (sýnodos) se traduce en latín como synodus o concilium. Concilium, en el uso profano, indica una asamblea convocada por la autoridad legítima. Si bien las raíces de “sínodo” y de “concilio” son diversas, el significado coincide. Más aún, “concilio” enriquece el contenido semántico de “sínodo” porque se relaciona con el hebreo קָהלָ (qahal) – la asamblea convocada por el Señor – y con su traducción en griego ἐκκλησία (ekklesía), que en el Nuevo Testamento designa la convocación escatológica del Pueblo de Dios en Cristo Jesús.
En la Iglesia católica la distinción en el uso de las palabras “concilio” y “sínodo” es reciente. En el Vaticano II son sinónimos que designan la asamblea conciliar[5]. Una precisión fue introducida en el Codex Iuris Canonici de la Iglesia latina (1983), en el que se distingue entre Concilio particular (plenario o provincial)[6] y Concilio ecuménico[7] por una parte, y Sínodo de los Obispos[8] y Sínodo diocesano[9], por la otra[10].
5. En la literatura teológica, canónica y pastoral de los últimos decenios se ha hecho común el uso de un sustantivo acuñado recientemente, “sinodalidad”, correlativo al adjetivo “sinodal” y derivados los dos de la palabra “sínodo”. Se habla así de la sinodalidad como “dimensión constitutiva” de la Iglesia o simplemente de “Iglesia sinodal”. Este lenguaje novedoso, que requiere una atenta puntualización teológica, testimonia una adquisición que se viene madurando en la conciencia eclesial a partir del Magisterio del Concilio Vaticano II y de la experiencia vivida, en las Iglesias locales y en la Iglesia universal, desde el último Concilio hasta el día de hoy.
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Comunión, sinodalidad, colegialidad
6. Aunqueel término y el concepto de sinodalidad no se encuentren explícitamente en la enseñanza del Concilio Vaticano II, se puede afirmar que la instancia de la sinodalidad se encuentra en el corazón de la obra de renovación promovida por él.
En efecto, la eclesiología del Pueblo de Dios destaca la común dignidad y misión de todos los bautizados en el ejercicio de la multiforme y ordenada riqueza de sus carismas, de su vocación, de sus ministerios. El concepto de comunión expresa en este contexto la sustancia profunda del misterio y de la misión de la Iglesia, que tiene su fuente y su cumbre en el banquete eucarístico[11]. Este concepto designa la res del Sacramentum Ecclesiae: la unión con Dios Trinidad y la unidad entre las personas humanas que se realiza mediante el Espíritu Santo en Cristo Jesús[12]. La sinodalidad, en este contexto eclesiológico, indica la específica forma de vivir y obrar (modus vivendi et operandi) de la Iglesia Pueblo de Dios que manifiesta y realiza en concreto su ser comunión en el caminar juntos, en el reunirse en asamblea y en el participar activamente de todos sus miembros en su misión evangelizadora.
7. Mientras que el concepto de sinodalidad se refiere a la corresponsabilidad y a la participación de todo el Pueblo de Dios en la vida y la misión de la Iglesia, el concepto de colegialidad precisa el significado teológico y la forma de ejercicio del ministerio de los Obispos en el servicio de la Iglesia particular confiada al cuidado pastoral de cada uno, y en la comunión entre las Iglesias particulares en el seno de la única y universal Iglesia de Cristo, mediante la comunión jerárquica del Colegio episcopal con el Obispo de Roma.
La colegialidad, por lo tanto, es la forma específica en que se manifiesta y se realiza la sinodalidad eclesial a través del ministerio de los Obispos en el nivel de la comunión entre las Iglesias particulares en una región y en el nivel de la comunión entre todas las Iglesias en la Iglesia universal. Toda auténtica manifestación de sinodalidad exige por su naturaleza el ejercicio del ministerio colegial de los Obispos.
Un vislumbre de novedad en la línea del Vaticano II
8. Los frutos de la renovación propiciados por el Vaticano II en la promoción de la comunión eclesial, de la colegialidad episcopal, de la conciencia y del ejercicio sinodal han sido abundantes y preciosos. Pero ciertamente aún queda mucho por hacer en la dirección trazada por el Concilio[13]. El impulso para llevar a cabo una pertinente figura sinodal de Iglesia, aunque sea ampliamente compartido y haya experimentado formas positivas de actuación, requiere principios teológicos claros y orientaciones pastorales incisivas.
9. Este esel umbral de novedad que el Papa Francisco invita a atravesar. En la línea trazada por el Vaticano II y recorrida por sus predecesores, él señala que la sinodalidad expresa la figura de Iglesia que brota del Evangelio de Jesús y que hoy está llamada a encarnarse en la historia, en creativa fidelidad a la Tradición.
En conformidad con la enseñanza de la Lumen gentium, el Papa Francisco destaca en particular que la sinodalidad «nos ofrece el marco interpretativo más adecuado para comprender el mismo ministerio jerárquico»[14] y que, sobre la base de la doctrina del sensus fidei fidelium[15], todos los miembros de la Iglesia son sujetos activos de la evangelización[16]. Se sigue de esto que la puesta en acción de una Iglesia sinodal es el presupuesto indispensable para un nuevo impulso misionero que involucre a todo el Pueblo de Dios.
Además, la sinodalidad está en el corazón del compromiso ecuménico de los cristianos: porque representa una invitación a recorrer juntos el camino hacia la comunión plena, y porque ofrece –correctamente entendida– una comprensión y una experiencia de la Iglesia en la que pueden encontrar lugar las legítimas diversidades en la lógica de un recíproco intercambio de dones a la luz de la verdad.
Objetivo y articulación del documento
10. En los dos primeros capítulos, el presente documento se propone responder a la exigencia de profundizar el significado teológico de la sinodalidad en la perspectiva de la eclesiología católica, en sintonía con la enseñanza del Vaticano II. En el primer capítulo se remonta a los datos normativos que se encuentran en la Sagrada Escritura y en la Tradición para poner en plena luz el enraizamiento de la figura sinodal de la Iglesia en el desarrollo histórico de la Revelación, y para evidenciar las connotaciones fundamentales y los específicos criterios teológicos que definen el concepto y regulan la práctica.
En el capítulo segundo se proponen los fundamentos teologales de la sinodalidad en conformidad con la doctrina eclesiológica del Vaticano II, articulándolos con la perspectiva del Pueblo de Dios peregrino y misionero, y con el misterio de la Iglesia comunión, con referencia a las propiedades distintivas de la unidad, santidad, catolicidad y apostolicidad de la Iglesia. Por último se profundiza la relación entre la participación de todos los miembros del Pueblo de Dios en la misión de la Iglesia y el ejercicio de la autoridad de los Pastores.
Sobre esta base, los capítulos tercero y cuarto intentan ofrecer algunas orientaciones pastorales: el tercero lo hace con referencia a la concreta puesta en práctica de la sinodalidad en varios niveles, en la Iglesia particular, en la comunión entre las Iglesias particulares de una región, y en la Iglesia universal. El capítulo cuarto ofrece estas orientaciones con referencia a la conversión espiritual y pastoral y al discernimiento comunitario y apostólico que se requieren para una auténtica experiencia de Iglesia sinodal, atendiendo a los reflejos positivos en el camino ecuménico y en la diaconía social de la Iglesia.
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CAPÍTULO 1
LA SINODALIDAD EN LA ESCRITURA, EN LA TRADICIÓN, EN LA HISTORIA
11. Los datos normativos de la vida sinodal de la Iglesia que se encuentran en la Escritura y en la Tradición atestiguan que en el centro del diseño divino de salvación resplandece la vocación a la unión con Dios y a la unidad en Él de todo el género humano que se cumple en Jesucristo y se realiza a través del ministerio de la Iglesia. Estos ofrecen las líneas de fondo necesarias para el discernimiento de los principios teológicos que deben animar y regular la vida, las estructuras, los procesos y los acontecimientos sinodales. Sobre esta base, se describen las formas de sinodalidad desarrolladas en la Iglesia en el curso del primer milenio, y con posterioridad, en el segundo milenio, en la Iglesia católica, refiriendo algunas informaciones sobre la praxis sinodal de las otras Iglesias y Comunidades eclesiales.
1.1. La enseñanza de la Escritura
12. El Antiguo Testamento atestigua que Dios creó al ser humano, varón y mujer, a su imagen y semejanza como un ser social llamado a colaborar con Él caminando en el signo de la comunión, custodiando el universo y orientándolo hacia su meta (Gn 1,26-28). Desde el principio, el pecado insidia la realización del proyecto divino, rompiendo la ordenada red de relaciones en la que se expresan la verdad, la bondad y la belleza de la creación y ofuscando su vocación en el corazón del ser humano. Pero Dios, en la riqueza de su misericordia, confirma y renueva la alianza para reconducir al sendero de la unidad lo que estaba disperso, volviendo a sanar la libertad del hombre y enderezándola para que acoja y viva el don de la unión con Dios y de la unidad con los hermanos en la casa común de lo creado (cfr. p. e. Gn 9,8-17; 15; 17; Éx 19–24; 2 Sm 7,11).
13. En la realización de su designio, Dios convocó a Abraham y a su descendencia (cfr. Gn 12,1-3; 17,1-5; 22,16-18). Esta convocación, expresada con el término קָהָל/עֵדָה (edah– qahal), que con frecuencia se traduce en griego con ἐκκλησία (ekklesía), fue sancionada en el pacto de alianza en el Sinaí (cfr. Éx 24,6-8; 34,20ss.). La convocación da relieve y dignidad de interlocutor de Dios al Pueblo liberado de la esclavitud, que en el camino del éxodo se reúne en torno a su Señor para celebrar el culto y vivir la Ley, reconociéndose como su propiedad exclusiva (cfr. Dt 5,1-22; Jos 8; Neh 8,1-18).
קָהָל/עֵדָה (qahal – ‘edah) es la forma originaria en la que se manifiesta la vocación sinodal del Pueblo de Dios. En el desierto, Dios ordena hacer un censo de las tribus de Israel, asignando a cada una su puesto (cfr. Nm 1–2). En el centro del la asamblea, como único guía y pastor, está el Señor que se hace presente a través del ministerio de Moisés (cfr. Nm 12; 15–16; Jos 8,30-35), a quien se asocian otros de modo subordinado y colegial: los Jueces (cfr. Éx 18,25-26), los Ancianos (cfr. Nm 11,16-17.24-30), los Levitas (cfr. Nm 1,50-51). La asamblea del Pueblo de Dios comprende no sólo a los varones (cfr. Éx 24,7-8), sino también a las mujeres y a los niños, como también a los forasteros (cfr. Jos 8,33.35). La asamblea es el partner convocado por el Señor cada vez que Él renueva la alianza (cfr. Dt 27-28; Jos 24; 2 Re 23; Neh 8).
14. El mensaje de los Profetas inculca en el Pueblo de Dios la exigencia de caminar a lo largo de las travesías de la historia manteniéndose fieles a la alianza. Por eso los Profetas invitan a la conversión del corazón hacia Dios y a la justicia en las relaciones con el prójimo, especialmente con los más pobres, los oprimidos, los extranjeros, como testimonio tangible de la misericordia del Señor (cfr. Jr 37,21; 38,1).
Para que esto se realice, Dios promete que dará un corazón y un espíritu nuevos (cfr. Ez 11,19) y abrirá un nuevo éxodo ante su Pueblo (cfr. Jr 37–38): entonces Él establecerá una nueva alianza, que ya no estará escrita sobre tablas de piedra sino sobre los corazones (cfr. Jr 31,31-34). Esta se extenderá sobre horizontes universales, porque el Servidor del Señor reunirá a las naciones (cfr. Is 53), y se sellará con la efusión del Espíritu del Señor sobre todos los miembros de su Pueblo (cfr. Jl 3,1-4).
15. Dios realiza la nueva alianza prometida en Jesús de Nazaret, el Mesías y Señor, que con su kérygma, su vida y su persona revela que Dios es comunión de amor que con su gracia y misericordia quiere abrazar en la unidad a la humanidad entera.
Él es el Hijo de Dios, proyectado desde la eternidad en el amor hacia el seno del Padre (cfr. Jn 1,1.18), hecho hombre en la plenitud de los tiempos (cfr. Jn 1,14; Gál 4,4) para llevar a cumplimiento el divino designio de la salvación (cfr. Jn 8,29; 6,39; 5,22.27). No obrando nunca solo, Jesús realiza en todo la voluntad del Padre, que permaneciendo en Él, realiza Él mismo su obra mediante el Hijo que ha enviado al mundo (cfr. Jn 14,10).
El designio del Padre se cumple escatológicamente en la pascua de Jesús, cuando Él da su vida para retomarla nueva en la resurrección (cfr. Jn 10,17) y participarla como vida filial y fraterna a sus discípulos en la efusión «sin medida» del Espíritu Santo (cfr. Jn 3,34). La pascua de Jesús es el nuevo éxodo que reúne en la unidad (συναγάγῃ εἰς ἕν) a todos los que en la fe creen en Él (cfr. Jn 11,52) y que Él los conforma consigo mediante el Bautismo y la Eucaristía. La obra de la salvación es la unidad que Jesús pide al Padre en la inminencia de la pasión: «Como tú, Padre, estás en mí y yo estoy en ti, que ellos también estén en nosotros para que el mundo crea que tú me has enviado» (Jn 17,21).
16. Jesús es el peregrino que proclama la buena noticia del Reino de Dios (cfr. Lc 4,14-15; 8,1; 9,57; 13,22; 19,11), anunciando «el camino de Dios» (cfr. Lc 20,21) y señalando la dirección (Lc 9,51-19,28). Más aun, Él mismo es «el camino» (cfr. Jn 14,6) que conduce al Padre, comunicando a los hombres, en el Espíritu Santo (cfr. Jn 16,13), la verdad y la vida de la comunión con Dios y los hermanos. Vivir la comunión de acuerdo con la dimensión del mandamiento nuevo de Jesús significa caminar juntos en la historia como Pueblo de Dios de la nueva alianza de manera correspondiente con el don recibido (cfr. Jn 15,12-15). El evangelista Lucas, en el relato de los discípulos de Emaús (cfr. Lc 24,13-35), ha delineado una imagen viva de la Iglesia como Pueblo de Dios, guiado a lo largo del camino por el Señor resucitado que lo ilumina con su Palabra y lo nutre con el Pan de la vida.
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17. El Nuevo Testamento usa un término específico para expresar el poder que Jesús recibió del Padre para comunicar la salvación y ejerce sobre todas las criaturas con la fuerza (δύναμις) del Espíritu Santo: ἐξουσία (exousía = autoridad). Esta consiste en la comunicación de la gracia que nos hace «hijos de Dios» (cfr. Jn 1,12). Los Apóstoles reciben la ἐξουσία del Señor resucitado, que los envía para que hagan discípulos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a observar todo lo que Él ha ordenado (cfr. Mt 28,19-20). De ella participan, por la fuerza del Bautismo, todos los miembros del Pueblo de Dios, que habiendo recibido «la unción del Espíritu Santo» (cfr. 1 Jn 2,20.27), son instruidos por Dios (cfr. Jn 6,45) y conducidos «hacia la verdad plena» (cfr. Jn 16,13).
18. La ἐξουσία del Señor resucitado se expresa en la Iglesia mediante la pluralidad de los dones espirituales (τα πνευματικά) o carismas (τα χαρίσματα) que el Espíritu otorga en el seno del Pueblo de Dios para edificación del único Cuerpo de Cristo. En su ejercicio se respeta una τάξις (orden) objetiva, de modo que puedan desarrollarse en armonía y producir los frutos destinados para beneficio de todos (cfr. 1 Cor 12,28-30; Ef 4,11-13). El primer lugar entre ellos es el de los Apóstoles – entre los cuales Jesús otorgó un papel peculiar y preeminente a Simón Pedro (cfr. Mt 16,18s., Jn 21,15 ss.): en efecto, a él se le confió el ministerio de guiar la Iglesia en la fidelidad al depositum fidei (1 Tim 6,20; 2 Tim 1,12.14). Pero el término χάρισμα evoca también la gratuidad y la pluriformidad de la libre iniciativa del Espíritu que otorga a cada uno el propio don en vista de la utilidad común (cfr. 1 Cor 12,4-11; 29-30; Ef 4,7). Siempre en la lógica de la sumisión recíproca y del mutuo servicio (cfr. 1 Cor 12,25): porque el don supremo y regulador de todos es la caridad (cfr. 1 Cor 12,31).
19. Los Hechos de los Apóstoles nos dan testimonio de algunos momentos importantes en el camino de la Iglesia apostólica, en los que el Pueblo de Dios fue llamado a ejercer en forma comunitaria el discernimiento de la voluntad del Señor resucitado. El protagonista que guía y orienta en este camino es el Espíritu Santo, derramado sobre la Iglesia el día de Pentecostés (cfr. Hch 2,2-3). Los discípulos, en el ejercicio de sus respectivos roles, tienen la responsabilidad de ponerse en actitud de escuchas de su voz para discernir el camino que se debe seguir (cfr. Hch 5,19-21; 8,26.29.39; 12,6-17; 13,1-3; 16,6-7.9-10; 20,22). Por ejemplo en la elección de «siete hombres de buena reputación, llenos de Espíritu Santo y de sabiduría», a los que los Apóstoles confiaron el oficio de «servir las mesas» (cfr. Hch 6,1-6), y en el discernimiento de la cuestión crucial de la misión entre los paganos (cfr. Hch 10).
20. Estas cuestiones fueron tratadas en lo que la tradición llamó “el Concilio apostólico de Jerusalén” (cfr. Hch 15; y también Gál 2,1-10). Allí se puede reconocer un acontecimiento sinodal en el que la Iglesia apostólica, en un momento decisivo de su camino, vive su vocación bajo la luz de la presencia del Señor resucitado en vista de la misión. Este acontecimiento, a lo largo de los siglos, será interpretado como la figura paradigmática de los Sínodos celebrados por la Iglesia.
El relato describe con precisión la dinámica del acontecimiento. Frente a una cuestión relevante y controvertida que la interpela, la comunidad de Antioquía decide dirigirse «a los Apóstoles y a los Ancianos» (15,2) de la Iglesia de Jerusalén, y envían a Pablo y Bernabé. La comunidad de Jerusalén, los Apóstoles y los Ancianos se reúnen de inmediato (15,4) para examinar la situación. Pablo y Bernabé refieren lo que ha sucedido. Sigue una discusión viva y abierta (ἐκζητήσωσιν: 15,7a). Se escuchan, en particular, los testimonios autorizados y la profesión de fe de Pedro (15,7b-12).
Santiago interpreta los hechos a la luz de la palabra profética (cfr. Am 9,11-12: Hch 15,14-18) que atestigua la voluntad salvífica universal de Dios, que eligió «un pueblo de entre las naciones» (ἐξ ἐϑνῶν λαόν; 15,14), y formula la decisión ofreciendo algunas reglas de comportamiento (15,19-21). Su discurso manifiesta una perspectiva de la misión de la Iglesia firmemente enraizada en el designio de Dios y al mismo tiempo abierta a sus nuevas manifestaciones en el desarrollo progresivo de la historia de la salvación. Finalmente eligen algunos enviados para que lleven la carta que transmite la decisión asumida junto con las normas que se deben seguir (15,23-29), carta que es entregada y leída con alegría en la comunidad de Antioquía (15,30-31).
21. En el proceso todos son actores, aunque su papel y contribución son diversificados. La cuestión es presentada a toda la Iglesia de Jerusalén (πᾶν τὸ πλῆϑος; 15,12), que está presente durante todo su desarrollo y es involucrada en la decisión final (decidieron los apóstoles y los ancianos, junto con toda la comunidad: ἔδοξε τοῖς ἀποστόλοις καὶ τοῖς πρεσβυτέροις σὺν ὅλῃ τῇ ἐκκλησία; 15,22). Pero en primera instancia son interpelados los Apóstoles (Pedro y Santiago, que toman la palabra) y los Ancianos, que ejercen su ministerio específico con autoridad.
La decisión fue tomada por Santiago, guía de la Iglesia de Jerusalén, en virtud de la acción del Espíritu Santo que guía el camino de la Iglesia asegurándole la fidelidad al Evangelio de Jesús: «Hemos decidido, el Espíritu Santo y nosotros» (15,28). Toda la asamblea recibió la decisión y la hizo propia (15,22); posteriormente hizo lo mismo la comunidad de Antioquía (15,30-31).
A través del testimonio de la acción de Dios y el intercambio de los propios juicios, la inicial diversidad de opiniones y la vivacidad del debate fueron encauzados, con la recíproca escucha del Espíritu Santo, hacia aquel consenso y unanimidad (ὁμοϑυμαδόν, cfr. 15,25) que es fruto del discernimiento comunitario al servicio de la misión evangelizadora de la Iglesia.
22. El desarrollo del Concilio de Jerusalén muestra de manera viva el camino del Pueblo de Dios como una realidad compaginada y articulada donde cada uno tiene un puesto y un rol específico (cfr. 1 Cor 12,12-17; Rom 12,4-5; Ef 4,4).
El apóstol Pablo, a la luz del banquete eucarístico, evoca la imagen de la Iglesia como Cuerpo de Cristo, para expresar tanto la unidad del organismo como la diversidad de sus miembros. En efecto, como en el cuerpo humano todos los miembros son necesarios en su especificidad, así también en la Iglesia todos gozan de la misma dignidad en virtud del Bautismo (cfr. Gál 3,28, 1 Cor 12,13) y todos deben hacer su propia contribución para cumplir el designio de la salvación «en la medida del don de Cristo» (Ef 4,7).
Por lo tanto, todos son corresponsables de la vida y de la misión de la comunidad y todos son llamados a obrar según la ley de la mutua solidaridad en el respeto de los específicos ministerios y carismas, en cuanto cada uno de ellos recibe su energía del único Señor (cfr. 1 Cor 15,45).
23. La meta del camino del Pueblo de Dios es la nueva Jerusalén, envuelta con el radiante esplendor de la gloria de Dios, en la que se celebra la liturgia celestial. El libro del Apocalipsis contempla allí «al Cordero de pie, como inmolado», que con su sangre ha rescatado para Dios «hombres de toda tribu, lengua, pueblo y nación» y ha hecho de ellos, «para nuestro Dios, un reino y sacerdotes, y reinarán sobre la tierra». En la liturgia celestial participan los ángeles y «miles de miles y millones de millones» con todas las criaturas del cielo y de la tierra (cfr. Ap 5,6.9.11.13). Entonces se cumplirá la promesa que encierra el sentido más profundo del designio divino de salvación: «¡Esta es la morada de Dios con los hombres! Él habitará entre ellos, ellos serán su pueblo y Él será el “Dios-con-ellos”» (Ap 21,3).
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1.2. Los testimonios de los Padres y la Tradición en el primer milenio
24. La perseverancia en el camino de la unidad a través de la diversidad de lugares y culturas, situaciones y tiempos, es el desafío al que debe responder el Pueblo para caminar en la fidelidad al Evangelio mientras siembra la semilla en la experiencia de diversos pueblos. La sinodalidad se manifiesta desde el comienzo como garantía y encarnación de la fidelidad creativa de la Iglesia a su origen apostólico y a su vocación católica. Ella se expresa de forma unitaria en la sustancia, pero poco a poco se hace explícita, a la luz del testimonio escriturístico, en el desarrollo vivo de la Tradición. Por lo tanto, esta forma unitaria conoce diferentes expresiones según los diversos momentos históricos y en el diálogo con las diversas culturas y situaciones sociales.
25. En el comienzo del siglo II, el testimonio de Ignacio de Antioquía describe la conciencia sinodal de las diversas Iglesias locales, que sólidamente se reconocen como expresiones de la única Iglesia. En la carta que dirige a la comunidad de Éfeso, afirma que todos sus miembros son σύνοδοι, compañeros de viaje, en virtud de la dignidad bautismal y de la amistad con Cristo[17]. Destaca además el orden divino que compagina la Iglesia[18], llamada a entonar las alabanzas de la unidad a Dios Padre en Cristo Jesús[19]: el colegio de los Presbíteros es el consejo del Obispo[20] y todos los miembros de la comunidad, cada uno por su parte, están llamados a edificarla. La comunión eclesial es producida y se manifiesta en la asamblea eucarística presidida por el Obispo, alimentando la conciencia y la esperanza de que al final de la historia Dios reunirá en su Reino a todas las comunidades que ahora lo viven y celebran en la fe[21].
La fidelidad a la doctrina apostólica y la celebración de la Eucaristía bajo la guía del Obispo, sucesor de los Apóstoles, el ejercicio ordenado de los diversos ministerios y el primado de la comunión en el recíproco servicio para alabanza y gloria de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo: estos son los rasgos distintivos de la verdadera Iglesia. Cipriano di Cartago, heredero e intérprete de esta Tradición en la mitad del siglo III, formula el principio episcopal y sinodal que debe regir la vida y la misión en nivel local y universal: si es verdad que en la Iglesia local nada se hace sin el Obispo (nihil sine episcopo), es también verdad que nada se hace sin el consejo de los presbíteros y diáconos y sin el consentimiento del pueblo (nihil sine consilio vestro [de los Presbíteros y Diáconos] et sine consensu plebis)[22], manteniendo siempre firme la regla de que «el episcopado es único, del cual participa cada uno por entero» (episcopatus unus est cuius a singulis in solidum pars tenetur)[23].
26. A partir del siglo IV se forman provincias eclesiásticas que manifiestan y promueven la comunión entre las Iglesias locales y que están presididas por un Metropolita. En vista de deliberaciones comunes se realizan sínodos provinciales como instrumentos específicos de ejercicio de la sinodalidad eclesial.
El 6º canon del concilio de Nicea (325) reconoce a las sedes de Roma, Alejandría y Antioquía una preeminencia (πρεσβεία) y una primacía a nivel regional[24]. En el Primer Concilio de Constantinopla (381) se añade la sede de Constantinopla a la lista de las sedes principales. El canon 3º reconoce al Obispo de esta ciudad una presidencia honorífica después del Obispo de Roma[25], título que es confirmado por el canon 28º del concilio de Calcedonia (451)[26], cuando la sede de Jerusalén es asociada a la lista. Esta pentarquía es considerada en Oriente como forma y garantía del ejercicio de la comunión y de la sinodalidad entre estas cinco sedes apostólicas.
La Iglesia en Occidente, reconociendo el rol de los Patriarcados de Oriente, no considera la Iglesia de Roma como un Patriarcado entre los otros, sino que le atribuye un primado específico en el seno de la Iglesia universal.
27. El canon apostólico 34, originado a fines del siglo III y muy conocido en Oriente, establece que cualquier decisión que supere la competencia del Obispo de la Iglesia local debe ser asumida sinodalmente: «Los Obispos de cada nación (ἔϑνος) deben reconocer a aquel que es el primero (πρότος) entre ellos, y considerarlo cabeza (κεφαλή) de ellos,y no hacer nada importante sin su consentimiento (γνώμη) (…) pero el primero (πρώτος) no puede hacer nada sin el consentimiento de todos»[27]. La acción sinodal en concordia (ὁμόνοια) implementada así por la Iglesia está dirigida a la glorificación de Dios Padre por Cristo en el Espíritu Santo. El papel del πρώτος, a nivel provincial y metropolitano (y después patriarcal), es el de convocar y presidir el Sínodo en sus respectivos niveles para afrontar las cuestiones comunes y publicar las resoluciones necesarias en virtud de la autoridad (ἐξουσία) del Señor expresada por los Obispos reunidos sinodalmente.
28. Si bienen los Sínodos que se celebran periódicamente a partir del siglo III a nivel diocesano y provincial se tratan las cuestiones de disciplina, culto y doctrina que se presentan en el ámbito local, se tiene firme convicción de que las decisiones que se adoptan son expresión de la comunión con todas las Iglesias. Esta convicción eclesial, que atestigua la conciencia de que cada Iglesia local es expresión de la Iglesia una y católica, se manifiesta mediante la comunicación de las cartas sinodales, las colecciones de los cánones sinodales transmitidas a las otras Iglesias, el pedido del reconocimiento recíproco entre las diversas sedes, el intercambio de delegaciones que a menudo implica viajes fatigosos y peligrosos.
Desde el principio la Iglesia de Roma goza de singular consideración, en virtud del martirio que allí padecieron los apóstoles Pedro y Pablo. El Obispo de Roma es reconocido como sucesor de Pedro[28].La fe apostólica, custodiada firmemente en ella, el ministerio dotado de autoridad que ejerce su Obispo en servicio de la comunión entre las Iglesias, la rica práctica de vida sinodal que se reconoce en ella, la convierten en el punto de referencia para todas las demás Iglesias, que también se dirigen a Roma para dirimir las controversias[29], cumpliendo de esta manera las funciones de sede de apelaciones[30]. Además, la sede romana llega a ser en Occidente el prototipo de organización de las otras Iglesias tanto en nivel administrativo como canónico.
29. En el año 325 se celebra en Nicea el primer Concilio ecuménico, convocado por el emperador. Allí se hacen presentes los Obispos proveniente de diversas regiones de Oriente y los Legados del Obispo de Roma. Su profesión de fe y sus decisiones canónicas son reconocidas en su valor normativo por toda la Iglesia, no obstante la trabajosa recepción, como sucederá también en otras ocasiones a lo largo de la historia. En el Concilio de Nicea, mediante el ejercicio sinodal del ministerio de los Obispos, se expresó institucionalmente, por primera vez en el nivel universal, la ἐξουσία (exousía = autoridad) del Señor resucitado que guía y orienta en el Espíritu Santo el camino del Pueblo de Dios. Análoga experiencia se verificará en los sucesivos Concilios ecuménicos del primer milenio, a través de los cuales se perfila normativamente la identidad de la Iglesia una y católica. En ellos se explicita progresivamente la conciencia que es esencial para el ejercicio de la autoridad del Concilio ecuménico, la συμφωνία (symphōnía = armonía) de los jefes de las diversas Iglesias, la συνεργεία (synergeía = la actuación conjunta) del Obispo de Roma, la συνφρόνησης (synphrónēsēs = común acuerdo) de los demás Patriarcas y el acuerdo de su enseñanza con la de los Concilios precedentes[31].
30. Durante el primer milenio, en cuanto al modus procedendi, los Sínodos locales se remontan por una parte a la Tradición apostólica, y por otra, en su procedimiento concreto, aparecen marcados por el contexto cultural en el que tienen lugar[32].
Acerca de la participación, en el caso del Sínodo de una Iglesia local, en línea de principio participa la comunidad entera con todos sus componentes, atendiendo a los respectivos roles[33]. En los Sínodos provinciales participan los Obispos de las diversas Iglesias, pero también pueden ser invitados Presbíteros y Monjes para que ofrezcan su contribución. En los Concilios ecuménicos celebrados en el primer milenio participan solamente los Obispos. Son los Sínodos diocesanos y provinciales, sobre todo, los que establecerán la praxis sinodal que se difundirá en el primer milenio.
1.3. El desarrollo de la praxis sinodal en el II milenio
31. Con el comienzo del II milenio la praxis sinodal fue asumiendo diversas formas de procedimiento en Occidente y en Oriente, en particular después de la ruptura de la comunión entre la Iglesia de Constantinopla y la Iglesia de Roma (siglo XI) y la caída bajo el control político del Islam de los territorios eclesiásticos pertenecientes a los Patriarcados de Alejandría, Antioquía y Jerusalén.
En las Iglesias de Oriente continuó la praxis sinodal conforme a la Tradición de los Padres, en particular en el nivel de los Sínodos patriarcales y metropolitanos. Pero también se celebraron Sínodos extraordinarios con la participación de los Patriarcas y Metropolitas. En Constantinopla se consolidó la actividad de un Sínodo permanente (σύνoδος ἐνδημούσα), conocido desde el siglo IV también en Alejandría y Antioquía, con asambleas regulares para examinar las cuestiones litúrgicas, canónicas y prácticas, y con diversas formas de procedimiento durante el periodo bizantino y, después de 1454, en el período otomano. En las Iglesias Ortodoxas, la praxis del Sínodo permanente continúa viva hasta la actualidad.
32. En la Iglesia católica la reforma gregoriana y la lucha por la libertas Ecclesiae contribuyeron a la afirmación de la autoridad primacial del Papa. Si por una parte se liberó a los Obispos de la subordinación al Emperador, por otra –si no era bien entendida- introducía el peligro de debilitar la conciencia de las Iglesias locales.
El Sínodo Romano, que desde el siglo V cumplía las funciones de consejo del Obispo de Roma y en el que además de los Obispos de la provincia romana participaban también los Obispos presentes en la Urbe en el momento de la celebración, junto con los Presbíteros y Diáconos, se convirtió en el modelo de los Concilios del Medioevo. Estos, presididos por el Papa o su Legado, no eran asambleas exclusivamente de Obispos y eclesiásticos, sino expresiones de la christianitas occidental en las que junto con las autoridades eclesiásticas (Obispos, Abades y Superiores de las Órdenes religiosas), tomaban parte con roles diversos, también las autoridades civiles (representantes del Emperador, de los Reyes y grandes dignitarios) y peritos teólogos y canonistas.
33. En el nivel de las Iglesias locales, también a partir de la amplia praxis sinodal ejercida en el Imperio Romano de Occidente instaurado por Carlomagno, los Sínodos perdieron su carácter exclusivamente eclesial y asumieron la forma de Sínodos regionales o nacionales, en el que participaban los Obispos y otras autoridades eclesiásticas bajo la presidencia del Rey.
En el transcurso del Medioevo no faltaron ejemplos de revitalización de la praxis sinodal en el sentido más amplio del término, por ejemplo lo realizado por los Monjes de Cluny. Una contribución para mantener viva la praxis sinodal la ofrecieron también los Capítulos de las Iglesias catedrales así como las nuevas comunidades de vida religiosa, en particular las Órdenes mendicantes[34].
34. Un caso singular se produjo, al final del Medioevo, con ocasión del Cisma de Occidente (1378-1417), con la simultánea presencia de dos y después hasta tres pretendientes al título papal. La solución de esta intricada cuestión se produjo en el Concilio de Constanza (1414-1418), mediante la aplicación del derecho eclesiástico de emergencia previsto por los canonistas medievales, procediendo a la elección del Papa legítimo. Pero en esta situación se abrió camino a la tesis conciliarista que pretendía instaurar la superioridad de un régimen conciliar permanente sobre la autoridad primacial del Papa.
El conciliarismo, en su justificación teológica y en su configuración práctica no tiene firmeza si se lo juzga de acuerdo con el legado de la Tradición. Sin embargo ofrece una lección para la historia de la Iglesia: los peligros de cisma, siempre en acecho, no se pueden evitar, y la continua reforma de la Iglesia “en la cabeza y en los miembros” (in capite et membris) no se puede realizar sin un correcto ejercicio de la praxis sinodal que, en la línea de la Tradición, exige como garantía propia la autoridad primacial del Papa.
35. Un siglo más tarde, la Iglesia católica, como respuesta a la crisis producida por la reforma protestante, celebró el Concilio de Trento. Es el primer Concilio de la modernidad que se distingue por algunas características: ya no tiene la figura de un Concilio de la christianitas como en el Medioevo, ahora se privilegia la participación de los Obispos junto a los Superiores de las Órdenes religiosas y de las Congregaciones monásticas, mientras que los legados de los Príncipes, aunque participan de las sesiones, no tienen derecho al voto.
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El Concilio estableció la norma de que se celebraran Sínodos diocesanos cada año y provinciales cada tres años, para contribuir a la transmisión del impulso de la reforma tridentina a toda la Iglesia. Ejemplo y modelo fue la actuación de San Carlos Borromeo, Arzobispo de Milán, que durante su ministerio convocó 5 Sínodos provinciales y 11 diocesanos. Análoga iniciativa fue emprendida en América por Santo Toribio de Mogrovejo, Obispo de Lima, que convocó 3 Concilios provinciales y 13 Sínodos diocesanos, a los que se agregan los tres Concilios provinciales en México en el mismo siglo.
Los Sínodos diocesanos y provinciales celebrados a partir del Concilio de Trento no tenían como objeto, según la cultura del tiempo, suscitar la corresponsabilidad activa de todo el Pueblo de Dios – la congregatio fidelium –, sino transmitir y poner en práctica normas y disposiciones. La reacción apologética ante la crítica a la autoridad eclesiástica por parte de la reforma protestante y a su impugnación por parte de numerosas vertientes del pensamiento moderno, acentuó la visión ‘jerarcológica’ de la Iglesia como sociedad perfecta y de desiguales (societas perfecta et inaequalium), llegando a identificar a los Pastores –teniendo en su vértice al Papa– con la Ecclesia docens, y al resto del Pueblo de Dios con la Ecclesia discens.
36. Las Comunidades eclesiales nacidas de la reforma protestante promueven una forma específica de práctica sinodal, en el contexto de una eclesiología y una doctrina y práctica sacramental y ministerial que se apartan de la Tradición católica.
Según la confesión luterana, el gobierno sinodal de las comunidades eclesiales, en el que participa un cierto número de fieles en razón del sacerdocio común derivado del Bautismo, es tenida como la estructura que está más de acuerdo con la vida de la Comunidad cristiana. Todos los fieles están llamados a tomar parte en la elección de los ministros y de responsabilizarse de la fidelidad a la enseñanza del Evangelio y del orden eclesiástico. En general, esta prerrogativa es ejercida por los gobernantes civiles, y en el pasado ha dado vida a un régimen de estrecho vínculo con el Estado.
En las Comunidades eclesiales de tradición reformada se afirma la doctrina de los cuatro ministerios (pastores, doctores, presbíteros, diáconos) de Juan Calvino, según la cual la figura del presbítero representa la dignidad y los poderes conferidos a todos los fieles con el Bautismo. Los presbíteros, junto con los pastores, son por esto los responsables de la comunidad local, mientras que la praxis sinodal prevé la presencia en forma de asamblea de los doctores, de los otros ministros y de una mayoría de fieles laicos.
La praxis sinodal es una constante en la vida de la Comunión Anglicana en todos los niveles –local, nacional e internacional. La expresión según la cual es synodically governed, but episcopally led (gobernada sinodalmente, pero conducida episcopalmente), no intenta indicar simplemente una división entre el poder legislativo (propio de los Sínodos, en el que participan todos los componentes del Pueblo de Dios) y el poder ejecutivo (específico de los Obispos), sino más bien la sinergia entre el carisma y la autoridad personal de los Obispos, por una parte, y por otra, el don del Espíritu Santo derramado sobre toda la comunidad.
37. El Concilio Vaticano I (1869-1870) estableció la doctrina del primado y de la infalibilidad del Papa. El primado del Obispo de Roma, por el cual «en Pedro… fue instituido para siempre el principio y fundamento, perpetuo y visible de la unidad de la fe y de la comunión», es presentado por el Concilio como el ministerio puesto como garantía de la unidad e indivisibilidad del episcopado para servicio de la fe del Pueblo de Dios[35]. La fórmula según la cual las definiciones ex cathedra del Papa son irreformables «por sí mismas y no por el consentimiento de la Iglesia»[36]«no hace superfluo el consensus Ecclesiae» sino que afirma el ejercicio de la autoridad que es propia del Papa en virtud de su específico ministerio[37]. Lo atestigua la consulta, realizada a todo el Pueblo de Dios por medio de los Obispos, por deseo del Papa Pío IX en vista de la definición del dogma de la Inmaculada Concepción[38], práctica que fue seguida por el Papa Pío XII con referencia a la definición del dogma de la Asunción de María[39].
38. La necesidad de una pertinente y consistente restauración de la práctica sinodal en la Iglesia católica fue anunciada ya en el siglo XIX gracias a las obras de algunas voces proféticas como Johann Adam Möhler (1796-1838), Antonio Rosmini (1797-1855) y John Henry Newman (1801-1890), que se remiten a los documentos normativos de la Escritura y de la Tradición, preanunciando la renovación propiciada por los movimientos bíblico, litúrgico y patrístico. Ellos destacan como primaria y fundante, en la vida de la Iglesia, la dimensión de la comunión que implica una ordenada práctica sinodal en varios niveles, con la valorización del sensus fidei fidelium en intrínseca relación con el ministerio específico de los Obispos y del Papa. También, al perfilarse un nuevo clima en las relaciones ecuménicas con las otras Iglesias y Comunidades eclesiales y de un discernimiento más atento de las instancias propuestas por la conciencia moderna en lo que se refiere a la participación de todos los ciudadanos en la gestión de la cosa pública, se siente el impulso hacia una renovada y profundizada experiencia y presentación del misterio de la Iglesia en su intrínseca dimensión sinodal.
39. No se debe olvidar el nacimiento y progresiva consolidación, a partir de la segunda mitad del siglo XIX, de una nueva institución que, sin gozar todavía de un perfil canónico preciso, ve reunirse a los Obispos de una misma nación en Conferencias Episcopales: signo del despertar de una interpretación colegial del ejercicio del ministerio episcopal con referencia a un territorio específico y en consideración de las cambiantes condiciones geopolíticas. En el mismo espíritu, en las vísperas del siglo XX se celebró en Roma un Concilio plenario latinoamericano, convocado por León XIII, que vio la participación de los Metropolitanos de las provincias eclesiásticas del Continente (1899). En el terreno de la teología y de la experiencia eclesial crece mientras tanto la conciencia de que «la Iglesia no se identifica con sus Pastores, que la Iglesia entera, por la acción del Espíritu Santo, es el sujeto o “el órgano” de la Tradición, y que los laicos tienen un rol activo en la transmisión de la fe apostólica»[40].
40. El Concilio ecuménico Vaticano II retomó el proyecto del Vaticano I y lo integró en la perspectiva de un “aggiornamento” complexivo, asumiendo los avances que habían ido madurando en los decenios precedentes y componiéndolos en una rica síntesis a la luz de la Tradición.
La Constitución dogmática Lumen gentium ilustra una visión de la naturaleza y misión de la Iglesia como comunión en la que se esbozan los presupuestos teológicos para una pertinente restauración de la sinodalidad: la concepción mistérica y sacramental de la Iglesia; su naturaleza de Pueblo de Dios peregrinante en la historia hacia la patria celestial, en el que todos los miembros, por el Bautismo, son marcados con la misma dignidad de hijos de Dios e investidos de la misma misión; la doctrina de la sacramentalidad del episcopado y de la colegialidad en comunión jerárquica con el Obispo de Roma.
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El Decreto Christus Dominus destaca a la Iglesia particular como sujeto y solicita a los Obispos que ejerzan en comunión con el presbiterio la tarea pastoral de la Iglesia que se les ha confiado, sirviéndose de la ayuda de un específico senado o consejo de presbíteros, y formula la invitación para que en cada Diócesis se constituya un Consejo pastoral, en el que participen Presbíteros, Religiosos y Laicos. Se augura además, en el nivel de la comunión entre las Iglesias locales de una misma región, que la venerada institución de los Sínodos y de los Concilios provinciales retome nuevo vigor, y se invita a promover la institución de las Conferencias Episcopales. En el Decreto Orientalium ecclesiarum se valorizan la institución patriarcal y su forma sinodal en relación con las Iglesias católicas orientales.
41. En orden a revitalizar la práctica sinodal en el nivel de la Iglesia universal, el Beato Pablo VI instituyó el Sínodo de los Obispos. Se trata de «un consejo estable de Obispos para la Iglesia universal», sujeto directa e inmediatamente a la autoridad del Papa, al que le «corresponde, por su misma naturaleza, la tarea de informar y aconsejar», y que «podrá gozar también del poder deliberativo cuando se lo conceda el Romano Pontífice»[41]. Esta institución tiene el objetivo de seguir aportando al Pueblo de Dios los beneficios de la comunión vivida durante el Concilio.
San Juan Pablo II, con ocasión del Jubileo del año 2000, trazó un balance del camino recorrido en la tarea de encarnar –en conformidad con la enseñanza del Vaticano II– la esencia misma del misterio de la Iglesia mediante las diversas estructuras de comunión. «Se ha hecho mucho –dice– pero queda ciertamente aún mucho por hacer para expresar de la mejor manera las potencialidades de estos instrumentos de la comunión… (y) responder con prontitud y eficacia a los problemas que la Iglesia tiene que afrontar en los cambios tan rápidos de nuestro tiempo»[42].
En los más de cincuenta años que han transcurridos desde el último Concilio hasta el día de hoy, en grupos cada vez más amplios del Pueblo de Dios ha madurado la conciencia de la naturaleza comunional de la Iglesia, y a nivel diocesano, regional y universal se han producido positivas experiencias de sinodalidad. En particular, se han realizado 14 Asambleas generales ordinarias del Sínodo de los Obispos, se han consolidado la experiencia y la actividad de las Conferencias Episcopales y por todas partes se han celebrado asambleas sinodales. Además se han constituido Consejos que han favorecido la comunión y la cooperación entre las Iglesias locales y los Episcopados para trazar líneas pastorales en nivel regional y continental.
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CAPÍTULO 2
HACIA UNA TEOLOGÍA DE LA SINODALIDAD
42. La enseñanza de la Escritura y de la Tradición atestigua que la sinodalidad es dimensión constitutiva de la Iglesia, que a través de ella se manifiesta y configura como Pueblo de Dios en camino y asamblea convocada por el Señor resucitado. En el capítulo 1 se ha puesto particularmente en evidencia el carácter ejemplar y normativo del Concilio de Jerusalén (Hch 15,4-29). En él se muestra en acto, frente a un desafío decisivo para la Iglesia de los orígenes, el método del discernimiento comunitario y apostólico que es expresión de la misma naturaleza de la Iglesia, misterio de comunión con Cristo en el Espíritu Santo[43]. La sinodalidad no designa un simple procedimiento operativo, sino la forma peculiar en que vive y opera la Iglesia. En esta perspectiva, a la luz de la eclesiología del Concilio Vaticano II, este capítulo se ocupará del tema de los fundamentos y contenidos teologales de la sinodalidad.
2.1. Los fundamentos teologales de la sinodalidad
43. La Iglesia, llamada de Trinitate plebs adunata[44], como Pueblo de Dios está habilitada para orientar su camino en la misión «hacia el Padre, por medio del Hijo en el Espíritu Santo»[45]. De esta manera la Iglesia participa, en Cristo Jesús y mediante el Espíritu Santo, en la vida de comunión de la Santísima Trinidad destinada a abrazar a toda la humanidad[46]. En el don y en el compromiso de la comunión se encuentran la fuente, la forma y el objetivo de la sinodalidad en cuanto que expresa el específico modus vivendi et operandi del Pueblo de Dios en la participación responsable y ordenada de todos sus miembros en el discernimiento y puesta en práctica de los caminos de su misión. En efecto, en el ejercicio de la sinodalidad se concretiza la vocación de la persona humana a vivir la comunión que se realiza mediante el don sincero de sí mismo, en unión con Dios y en unidad con los hermanos y hermanas en Cristo[47].
44. Para llevar a cabo el designio de la salvación, Jesús resucitado otorgó a los Apóstoles el don del Espíritu Santo (cfr. Jn 20,22). El día de Pentecostés el Espíritu de Dios fue derramado sobre todos aquellos que, proviniendo de todas partes, escuchan y acogen el kérygma, prefigurando la convocación universal de todos los pueblos para formar el único Pueblo de Dios (cfr. Hch 2,11). El Espíritu Santo, desde lo más profundo de los corazones, anima y plasma la comunión y la misión de la Iglesia, Cuerpo de Cristo y Templo vivo del Espíritu (cfr. Jn 2,21; 1 Cor 2,1-11). «Creer que la Iglesia es “Santa” y “Católica”, y que es “Una” y “Apostólica” es inseparable de la fe en Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo»[48].
45. La Iglesia es una porque tiene su fuente, su modelo y su meta en la unidad de la Santísima Trinidad (cfr. Jn 17,21-22). Es el Pueblo de Dios que peregrina sobre la tierra para reconciliar a todos los hombres en la unidad del Cuerpo de Cristo mediante el Espíritu Santo (cfr. 1 Cor 12,4).
La Iglesia es santa porque es obra de la Santísima Trinidad (cfr. 2 Cor 13,13): santificada por la gracia de Cristo, que se le ha entregado como Esposo a la Esposa (cfr. Ef 5,23) y vivificada por el amor del Padre infundido en los corazones mediante el Espíritu Santo (cfr. Rom 5,5). En ella se realiza la communio sanctorum en su doble significado de comunión con las realidades santas (sancta) y de comunión entre las personas santificadas (sancti)[49]. De esta manera, el Pueblo santo de Dios camina hacia la perfección de la santidad que es la vocación de todos sus miembros, acompañado por la intercesión de María Santísima, de los Mártires y de los Santos, constituido y enviado como sacramento universal de unidad y de salvación.
La Iglesia es católica porque custodia la integridad y la totalidad de la fe (cfr. Mt 16,16) y ha sido enviada para reunir en un solo Pueblo santo a todos los pueblos de la tierra (cfr. Mt 28,19). Es apostólica porque está edificada sobre el fundamento de los Apóstoles (cfr. Ef 2,20), porque transmite fielmente la fe de ellos, porque es instruida, santificada y gobernada por sus sucesores (cfr. Hch 20,19).
46. La acción del Espíritu en la comunión del Cuerpo de Cristo y en el camino misionero del Pueblo de Dios es el principio de la sinodalidad. En efecto, siendo Él el nexus amoris en la vida de Dios Trinidad, comunica ese mismo amor a la Iglesia que se edifica como κοινωνία τοῦ ἁγίου πνεύματος (2 Cor 13,13). El don del Espíritu Santo, único y el mismo en todos los Bautizados, se manifiesta de muchas formas: la igual dignidad de los Bautizados; la vocación universal a la santidad[50]; la participación de todos los fieles en el oficio sacerdotal, profético y real de Jesucristo; la riqueza de los dones jerárquicos y carismáticos[51]; la vida y la misión de cada Iglesia local.
47. El camino sinodal de la Iglesia se plasma y se alimenta con la Eucaristía. Esta es «el centro de toda la vida cristiana para la Iglesia, tanto universal como local, y para todos los fieles»[52]. La sinodalidad tiene su fuente y su cumbre en la celebración litúrgica y de una forma singular en la participación plena, consciente y activa en el banquete eucarístico[53]. La comunión con el Cuerpo y la Sangre de Cristo tiene como consecuencia que «aunque seamos muchos, somos un solo Pan y un solo Cuerpo, porque todos participamos de un solo Pan» (1 Cor 10,17).
La Eucaristía representa y realiza visiblemente la pertenencia al Cuerpo de Cristo y la co-pertenencia entre los cristianos (1 Cor 12,12). En torno a la mesa eucarística, las diversas Iglesias locales se constituyen y se encuentran en la unidad de la única Iglesia. El banquete eucarístico expresa y realiza el “nosotros” eclesial de la communio sanctorum en el que los fieles se convierten en participantes de la multiforme gracia divina. El Ordo ad Synodum, desde los Concilios de Toledo del siglo VII al Caerimoniale Episcoporum promulgado en el año 1984, manifiesta la naturaleza litúrgica de la asamblea sinodal cuando prevé en su comienzo y como su centro la celebración de la Eucaristía y la entronización del Evangelio.
48. En todo lugar y en todo tiempo el Señor infunde su Espíritu sobre el Pueblo de Dios para hacerlo participar de su vida nutriéndolo con la Eucaristía y guiándolo en comunión sinodal. «Por lo tanto, ser verdaderamente “sinodal” es avanzar en armonía bajo el impulso del Espíritu»[54]. Aunque los procesos y los acontecimientos sinodales tengan un comienzo, un desarrollo y una conclusión, la sinodalidad describe en forma específica el camino histórico de la Iglesia en cuanto tal, anima las estructuras, dirige la misión. Las dimensiones trinitaria, antropológica, cristológica, pneumatológica y eucarística del designio divino de salvación que se realiza en el misterio de la Iglesia describen el horizonte teológico dentro del cual la sinodalidad se ha manifestado y se ha puesto en acto a través de los siglos.
2.2. El camino sinodal del Pueblo de Dios peregrino y misionero
49. La sinodalidad manifiesta el carácter peregrino de la Iglesia. La imagen del Pueblo de Dios, convocado de entre las naciones (Hch 2,1-9; 15,14), expresa su dimensión social, histórica y misionera, que corresponde a la condición y a la vocación del ser humano como homo viator. El camino es la imagen que ilumina la inteligencia del misterio de Cristo como el Camino que conduce al Padre[55]. Jesús es el Camino de Dios hacia el hombre y de estos hacia Dios[56]. El acontecimiento de gracia con el que Él se hizo peregrino, plantando su tienda en medio de nosotros (Jn 1,14), se prolonga en el camino sinodal de la Iglesia.
50. La Iglesia camina con Cristo, por medio de Cristo y en Cristo. Él, el Caminante, el Camino y la Patria, otorga su Espíritu de amor (Rom 5,5) para que en Él podamos avanzar por el «camino más perfecto» (1 Cor 12,31). La Iglesia está llamada a seguir sobre las huellas de su Señor hasta que Él vuelva (1 Cor 11,26). Es el Pueblo del Camino (Hch 9,2; 18,25; 19,9) hacia el Reino celestial (Flp 3,20). La sinodalidad es la forma histórica de su caminar en comunión hasta el reposo final (Heb 3,7-4,44). La fe, la esperanza y la caridad guían e informan la peregrinación de la asamblea del Señor «en vista de la ciudad futura» (Heb 11,10). Los cristianos son «gente de paso y extranjeros» en el mundo (1 Pe 2,11), marcados con el don y la responsabilidad de anunciar a todos el Evangelio del Reino.
51. El Pueblo de Dios está en camino hasta el fin de los tiempos (Mt 28,20) y hasta los confines de la tierra (Hch 1,8). La Iglesia vive a través del espacio en las diversas Iglesias locales y camina a través del tiempo desde la pascua de Jesús hasta su parusía. Ella constituye un singular sujeto histórico en el que ya está presente y operante el destino escatológico de la unión definitiva con Dios y de la unidad de la familia humana en Cristo[57]. La forma sinodal de su camino expresa y promueve el ejercicio de la comunión en cada una de las Iglesias locales peregrinas y, por encima de todas ellas, en la única Iglesia de Cristo.
52. La dimensión sinodal de la Iglesia implica la comunión en la Tradición viva de la fe de las diversas Iglesias locales entre ellas y con la Iglesia de Roma, tanto en sentido diacrónico – antiquitas – como en sentido sincrónico – universitas. La transmisión y la recepción de los Símbolos de la fe y de las decisiones de los Sínodos locales, provinciales y, de manera específica y universal, de los Concilios ecuménicos, ha expresado y garantizado de modo normativo la comunión en la fe profesada por la Iglesia en todas partes, siempre y por todos (quod ubique, quod semper, quod ab omnibus creditum est)[58].
53. En la Iglesia, la sinodalidad se vive al servicio de la misión. Ecclesia peregrinans natura sua missionaria est[59], «ella existe para evangelizar»[60]. Todo el Pueblo de Dios es el sujeto del anuncio del Evangelio[61]. En él, todo Bautizado es convocado para ser protagonista de la misión porque todos somos discípulos misioneros. La Iglesia está llamada a activar en sinergia sinodal los ministerios y carismas presentes en su vida para discernir, en actitud de escucha de la voz del Espíritu, los caminos de la evangelización.
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2.3. La sinodalidad, expresión de la eclesiología de comunión
54. La Constitución dogmática Lumen gentium ofrece los principios esenciales para una pertinente inteligencia de la sinodalidad en la perspectiva de la eclesiología de comunión. El orden de sus primeros capítulos expresa un importante avance en la autoconciencia de la Iglesia. La secuencia: Misterio de la Iglesia (cap. 1), Pueblo de Dios (cap. 2), Constitución jerárquica de la Iglesia (cap. 3), destaca que la jerarquía eclesiástica está puesta al servicio del Pueblo de Dios con el fin de que la misión de la Iglesia se actualice en conformidad con el designio divino de la salvación, en la lógica de la prioridad del todo sobre las partes y del fin sobre los medios.
55. La sinodalidad expresa la condición de sujeto que le corresponde a toda la Iglesia y a todos en la Iglesia. Los creyentes son σύνoδοι, compañeros de camino, llamados a ser sujetos activos en cuanto participantes del único sacerdocio de Cristo[62] y destinatarios de los diversos carismas otorgados por el Espíritu Santo[63]en vista del bien común. La vida sinodal es testimonio de una Iglesia constituida por sujetos libres y diversos, unidos entre ellos en comunión, que se manifiesta en forma dinámica como un solo sujeto comunitario que, afirmado sobre la piedra angular que es Cristo y sobre columnas que son los Apóstoles, es edificado como piedras vivas en una «casa espiritual» (cfr. 1 Pe 2,5), «morada de Dios en el Espíritu» (Ef 2,22).
56. Todos los fieles están llamados a testimoniar y anunciar la Palabra de verdad y de vida, en cuanto que son miembros del Pueblo de Dios profético, sacerdotal y real en virtud del Bautismo[64]. Los Obispos ejercen su específica autoridad apostólica enseñando, santificando y gobernando la Iglesia particular que se le ha confiado a su cuidado pastoral al servicio de la misión del Pueblo de Dios.
La unción del Espíritu Santo se manifiesta en el sensus fidei de los fieles[65]. «En todos los bautizados, desde el primero hasta el último, actúa la fuerza santificadora del Espíritu que impulsa a evangelizar. El Pueblo de Dios es santo por esta unción que lo hace infalible “in credendo”. Esto significa que cuando cree no se equivoca, aunque no encuentre palabras para explicar su fe. El Espíritu lo guía en la verdad y lo conduce a la salvación. Como parte de su misterio de amor hacia la humanidad, Dios dota a la totalidad de los fieles de un instinto de la fe —elsensus fidei— que los ayuda a discernir lo que viene realmente de Dios. La presencia del Espíritu otorga a los cristianos una cierta connaturalidad con las realidades divinas y una sabiduría que les permite captarlas intuitivamente»[66]. Esta connaturalidad se expresa en el «sentire cum Ecclesia: sentir, experimentar y percibir en armonía con la Iglesia. Se requiere no sólo a los teólogos, sino a todos los fieles; une a todos los miembros del Pueblo de Dios en su peregrinación. Es la clave de su “caminar juntos”»[67].
57. Asumiendo la perspectiva eclesiológica del Vaticano II, el Papa Francisco describe la imagen de una Iglesia sinodal como «una pirámide invertida» que integra el Pueblo de Dios, el Colegio Episcopal y en él, con su específico ministerio de unidad, el Sucesor de Pedro. En ella, el vértice se encuentra debajo de la base.
«La sinodalidad, como dimensión constitutiva de la Iglesia, nos ofrece el marco interpretativo más adecuado para comprender el mismo ministerio jerárquico. (…) Jesús constituyó la Iglesia poniendo en su vértice el Colegio apostólico, en el que el apóstol Pedro es la “roca” (cfr. Mt 16,18), el que debe “confirmar” a los hermanos en la fe (cfr. Lc 22,32). Pero en esta Iglesia, como en una pirámide invertida, el vértice se encuentra debajo de la base. Por eso, los que ejercen la autoridad se llaman “ministros”: porque según el significado original de la palabra, son los más pequeños entre todos»[68].
2.4. La sinodalidad en el dinamismo de la comunión católica
58. La sinodalidad es una expresión viva de la catolicidad de la Iglesia comunión. En la Iglesia, Cristo está presente como la Cabeza unida a su Cuerpo (Ef 1,22-23) de modo que de Él recibe la plenitud de los medios de salvación. La Iglesia es católica también porque fue enviada a todos los hombres para reunir a toda la familia humana en la riqueza plural de sus expresiones culturales, bajo la señoría de Cristo y en la unidad de su Espíritu. El camino sinodal expresa y promueve la catolicidad en este doble sentido: exhibe la forma dinámica en que la plenitud de la fe es participada por todos los miembros del Pueblo de Dios y propicia la comunicación a todos los hombres y a todos los pueblos.
59. En cuanto que es católica, la Iglesia realiza lo universal en lo local y lo local en lo universal. La particularidad de la Iglesia en un lugar se realiza en el seno de la Iglesia universal y la Iglesia universal se manifiesta y realiza en las Iglesias locales y en su comunión recíproca y con la Iglesia de Roma.
«Una Iglesia particular que se desgajara voluntariamente de la Iglesia universal perdería su referencia al designio de Dios (…). La Iglesia "difundida por todo el orbe" se convertiría en una abstracción, si no tomase cuerpo y vida precisamente a través de las Iglesias particulares. Sólo una atención permanente a los dos polos de la Iglesia nos permitirá percibir la riqueza de esta relación»[69].
60. La intrínseca correlación de estos dos polos se puede expresar como mutua inhabitación de lo universal y de lo local en la única Iglesia de Cristo. En la Iglesia, en cuanto católica, la variedad no es mera coexistencia sino compenetración en la mutua correlación y dependencia: una pericoresis eclesiológica en la que la comunión trinitaria encuentra su imagen eclesial. La comunión de las Iglesias entre ellas en la única Iglesia universal ilumina el significado eclesiológico del “nosotros” colegial del episcopado reunido en la unidad cum Petro et sub Petro.
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61. Las Iglesias locales son sujetos comunitarios que realizan de modo original el único Pueblo de Dios en los diferentes contextos culturales y sociales y comparten sus dones en un intercambio recíproco para promover «vínculos de íntima comunión»[70]. La variedad de las Iglesias locales –con sus disciplinas eclesiásticas, sus ritos litúrgicos, sus patrimonios teológicos, sus dones espirituales y sus normas canónicas– «manifiesta con mayor evidencia la catolicidad de la Iglesia indivisa»[71]. El ministerio de Pedro, centrum unitatis, «protege las diferencias legítimas y simultáneamente vigila para que las diferencias sirvan a la unidad en vez de dañarla»[72]. El ministerio petrino está puesto al servicio de la unidad de la Iglesia y como garantía de la particularidad de cada Iglesia local. La sinodalidad describe el camino que se debe seguir para promover la catolicidad de la Iglesia en el discernimiento de los caminos que se deben recorrer juntos en la Iglesia universal y distintamente en cada Iglesia particular.
2.5. La sinodalidad en la tradición de la comunión apostólica
62. La Iglesia es apostólica en un triple sentido: en cuanto que fue y está continuamente edificada sobre el fundamento de los Apóstoles (cfr. Ef 2,20); en cuanto que conserva y transmite, con la asistencia del Espíritu Santo, sus enseñanzas (cfr. Hch 2,42; 2 Tm 1,13-14); en cuanto que es continuamente guiada por los Apóstoles mediante el colegio de los Obispos, sus sucesores y Pastores de la Iglesia (Hch 20,28)[73]. Concentramos aquí la atención sobre la relación entre la vida sinodal de la Iglesia y el ministerio apostólico que se actualiza en el ministerio de los Obispos en comunión colegial y jerárquica entre ellos y con el Obispo de Roma.
63. La Constitución Lumen gentium enseña que Jesús instituyó a los Doce «a modo de colegio (collegium), es decir de un grupo (coetus) estable, al frente del cual puso a Pedro, elegido de entre ellos»[74]. Afirma que la sucesión episcopal se actúa mediante la consagración de los Obispos que les confiere la plenitud del sacramento del Orden y los integra en la comunión colegial y jerárquica con la cabeza y los miembros del colegio[75]. Declara por lo tanto que el ministerio episcopal, en correspondencia y derivación del ministerio apostólico, tiene forma colegial y jerárquica. Ilustra el vínculo entre la sacramentalidad del episcopado y la colegialidad episcopal superando la interpretación que desvinculaba el ministerio episcopal de su raíz sacramental y debilitaba la dimensión colegial atestiguada por la Tradición[76]. De esta manera, dentro del cuadro de la eclesiología de la comunión y de la colegialidad, integra la doctrina del Vaticano I sobre el Obispo de Roma como «principio y fundamento visible de la comunión de los Obispos y de la multitud de los fieles»[77].
64. Sobre el fundamento de la doctrina del sensus fidei del Pueblo de Dios y de la colegialidad sacramental del episcopado en comunión jerárquica con el Papa, se puede profundizar la teología de la sinodalidad. La dimensión sinodal de la Iglesia expresa el carácter de sujeto activo de todos los Bautizados y al mismo tiempo el rol específico del ministerio episcopal en comunión colegial y jerárquica con el Obispo de Roma.
Esta visión eclesiológica invita a desplegar la comunión sinodal entre “todos”, “algunos” y “uno”. En diversos niveles y de diversas formas, en el plano de las Iglesias particulares, sobre el de su agrupación en nivel regional y sobre el de la Iglesia universal, la sinodalidad implica el ejercicio del sensus fidei de la universitas fidelium (todos), el ministerio de guía del colegio de los Obispos, cada uno con su presbiterio (algunos), y el ministerio de unidad del Obispo y del Papa (uno). Resultan así conjugados, en la dinámica sinodal, el aspecto comunitario que incluye a todo el Pueblo de Dios, la dimensión colegial relativa al ejercicio del ministerio episcopal y el ministerio primacial del Obispo de Roma.
Esta correlación promueve la singularis conspiratio entre los fieles y los Pastores[78]que es ícono de la eterna conspiratio vivida en la Santísima Trinidad. De esta manera la Iglesia «tiende incesantemente hacia la plenitud de la verdad divina, hasta que se cumplan en ella las palabras de Dios»[79].
65. La renovación de la vida sinodal de la Iglesia exige activar procedimientos de consulta de todo el Pueblo de Dios. «La práctica de consultar a los fieles no es nueva en la vida de la Iglesia. En la Iglesia del Medioevo se utilizaba un principio del derecho romano: Quod omnes tangit, ab omibus tractari et approbari debet (es decir, lo que afecta a todos debe ser tratado y aprobado por todos). En los tres campos de la vida de la Iglesia (fe, sacramentos, gobierno), la tradición unía a una estructura jerárquica un régimen concreto de asociación y de acuerdo, y se retenía que era una práctica apostólica o una tradición apostólica»[80]. Este axioma no se entiende en el sentido del conciliarismo a nivel eclesiológico ni del parlamentarismo a nivel político. Ayuda más bien a pensar y ejercitar la sinodalidad en el seno de la comunión eclesial.
66. En la visión católica y apostólica de la sinodalidad existe una recíproca implicación entre la communio fidelium, la communio episcoporum y la communio ecclesiarum. El concepto de sinodalidad es más amplio que el de colegialidad, porque incluye la participación de todos en la Iglesia y de todas las Iglesias. La colegialidad expresa propiamente cómo emerge y se expresa la comunión del Pueblo de Dios en el nivel episcopal, es decir en el colegio de los Obispos cum Petro y sub Petro, y a través de ésta la comunión entre todas las Iglesias. La noción de sinodalidad implica la de colegialidad, y viceversa, in cuanto las dos realidades, siendo distintas, se sostienen y se reconocen una a otra como auténticas. La enseñanza del Vaticano II a propósito de la sacramentalidad del episcopado y de la colegialidad representa una premisa teológica fundamental para una correcta e integral teología de la sinodalidad.
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2.6. Participación y autoridad en la vida sinodal de la Iglesia
67. Una Iglesia sinodal es una Iglesia participativa y corresponsable. En el ejercicio de la sinodalidad está llamada a articular la participación de todos, según la vocación de cada uno, con la autoridad conferida por Cristo al Colegio de los Obispos presididos por el Papa. La participación se funda sobre el hecho de que todos los fieles están habilitados y son llamados para que cada uno ponga al servicio de los demás los respectivos dones recibidos del Espíritu Santo. La autoridad de los Pastores es un don específico del Espíritu de Cristo Cabeza para la edificación de todo el Cuerpo, no una función delegada y representativa del pueblo. Sobre este punto es oportuno hacer dos precisiones.
68. La primera se refiere al significado y al valor de la consulta de todos en la Iglesia. La distinción entre voto deliberativo y voto consultivo non debe llevar a una infravaloración del parecer y de los votos emitidos en las diversas asambleas sinodales y en los diversos consejos. La expresión votum tantum consultivum, para designar el peso de las valoraciones y de las propuestas presentadas en estas sedes, resulta inadecuada si se la entiende según la mens del derecho civil en sus diversas expresiones[81].
En efecto, la consulta expresada en las asambleas sinodales es cualificada de manera diversa, porque los miembros del Pueblo de Dios que participan en ellas responden a la convocación del Señor, escuchan comunitariamente lo que el Espíritu dice a la Iglesia a través de la Palabra de Dios que resuena en la actualidad, e interpretan los signos de los tiempos con los ojos de la fe. En la Iglesia sinodal toda la comunidad, en la libre y rica diversidad de sus miembros, es convocada para orar, escuchar, analizar, dialogar, discernir y aconsejar para que se tomen las decisiones pastorales más conformes con la voluntad de Dios. Para llegar a formular las propias decisiones, los Pastores deben escuchar entonces con atención los deseos (vota) de los fieles. El derecho canónico prevé que, en casos específicos, deban actuar sólo después de haber solicitado y obtenido los diversos pareceres según las formalidades jurídicamente determinadas[82].
69. La segunda precisión se refiere a la función de gobierno propia de los Pastores[83]. No hay exterioridad ni separación entre la comunidad y sus Pastores – que son llamados a obrar en nombre del único Pastor –, sino distinción de competencias en la reciprocidad de la comunión. Un sínodo, una asamblea, un consejo no pueden tomar decisiones sin los legítimos Pastores. El proceso sinodal se debe realizar en el seno de una comunidad jerárquicamente estructurada. En una Diócesis, por ejemplo, es necesario distinguir entre el proceso para elaborar una decisión (decision-making) mediante un trabajo común de discernimiento, consulta y cooperación, y la decisión pastoral (decision-taking) que compete a la autoridad del Obispo, garante de la apostolicidad y catolicidad. La elaboración es una competencia sinodal, la decisión es una responsabilidad ministerial. Un ejercicio pertinente de la sinodalidad debe contribuir para articular mejor el ministerio del ejercicio personal y colegial de la autoridad apostólica con el ejercicio sinodal del discernimiento por parte de la comunidad.
70. En síntesis, a la luz de sus fuentes normativas y de sus fundamentos teologales, tratados en los capítulos 1 y 2, se puede esbozar una descripción articulada de la sinodalidad como dimensión constitutiva de la Iglesia.
a) La sinodalidad designa ante todo el estilo peculiar que califica la vida y la misión de la Iglesia expresando su naturaleza como el caminar juntos y el reunirse en asamblea del Pueblo de Dios convocado por el Señor Jesús en la fuerza del Espíritu Santo para anunciar el Evangelio. Debe expresarse en el modo ordinario de vivir y obrar de la Iglesia. Este modus vivendi et operandi se realiza mediante la escucha comunitaria de la Palabra y la celebración de la Eucaristía, la fraternidad de la comunión y la corresponsabilidad y participación de todo el Pueblo de Dios, en sus diferentes niveles y en la distinción de los diversos ministerios y roles, en su vida y en su misión.
b) La sinodalidad designa además, en un sentido más específico y determinado desde el punto de vista teológico y canónico, aquellas estructuras y aquellos procesos eclesiales en los que la naturaleza sinodal de la Iglesia se expresa en nivel institucional, en modo análogo, en los varios niveles de su realización: local, regional, universal. Estas estructuras y procesos están al servicio del discernimiento de la autoridad de la Iglesia, llamada a indicar, escuchando al Espíritu Santo, la dirección que se debe seguir.
c) La sinodalidad designa, por último, la realización puntual de aquellos acontecimientos sinodales en los que la Iglesia es convocada por la autoridad competente y según específicos procedimientos determinados por la disciplina eclesiástica, involucrando de modos diversos, a nivel local, regional y universal, a todo el Pueblo de Dios bajo la presidencia de los Obispos en comunión colegial y jerárquica con el Obispo de Roma, para discernir su camino y cuestiones particulares, y para asumir decisiones y orientaciones con el fin de llevar a cabo su misión evangelizadora.
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