EL ODIO
10. Amaos unos a otros y seréis felices. Sobre todo, tomaos
la tarea de amar a los que os inspiran indiferencia, odio y desprecio.
Cristo, de quién debéis hacer vuestro modelo, os dio ese ejemplo
de abnegación; misionero de amor, amó hasta dar su sangre y su
vida. El sacrificio que os obliga a amar a los que os ultrajan y os
persiguen, es penoso; pero esto es precisamente lo que os hace
superiores a ellos; si los odiáis como ellos os odian, no valdréis
más que ellos, es la hostia sin mancha ofrecida a Dios en el altar
de vuestros corazones, hostia de agradable aroma cuyos perfumes
suben hasta Él. Aunque la ley de amor quiera que indistintamente
se ame a todos los hermanos, no endurece el corazón contra los
malos procederes; por el contrario, la prueba es más penosa, lo sé,
puesto que durante mi última existencia, experimenté ese tormento;
pero Dios está allá y castiga en esta vida y en la otra a los que
faltan a la ley de amor. No os olvidéis, mis queridos hijos, que el
amor nos aproxima a Dios y que el odio nos aleja de Él.
(FÉNELON, Bordeaux, 1861).
EL DUELO
11.
Sólo es verdaderamente grande aquel que considerando la vida como un viaje que debe conducirle a un objetivo, hace
poco caso de las asperezas del camino y no se deja desviar un
instante del camino recto; con la mirada puesta sin cesar hacia el
objetivo, poco le importa que las zarzas y los espinos de la senda
le amenacen provocar arañazos; le rozan sin alcanzarle y no
obstante, no deja por eso de seguir su curso. Exponer sus días para
vengarse de una injuria, es retroceder ante las pruebas de la vida;
es siempre un crimen a los ojos de Dios, y si no fueseis engañados
como lo sois, por vuestros prejuicios, sería una ridícula y suprema
locura a los ojos de los hombres.
En el homicidio por el duelo hay crimen y vuestra misma
legislación lo reconoce; nadie tiene el derecho, en ningún caso, de
atentar contra la vida de un semejante; crimen a los ojos de Dios,
que os trazó vuestra línea de conducta; aquí más que en cualquier
otra parte, sois jueces de vuestra propia causa. Recordaos que se
os perdonará según hubiereis perdonado; por el perdón os
aproximáis a la divinidad, porque la clemencia es hermana del
poder. Mientras que una gota de sangre humana se derrame en la
Tierra por la mano de los hombres, el verdadero reino de Dios aún
no habrá llegado, este reino de pacificación y de amor que debe
desterrar para siempre de este globo la animosidad, la discordia y
la guerra. Entonces, la palabra duelo no existirá más en vuestra
lengua, sino como un lejano y vago recuerdo de un pasado que se
fue; los hombres no conocerán entre ellos otros antagonismos que
la noble rivalidad en el bien. (ADOLFO, obispo de Argel,
Marmande, 1861).
12.
Sin duda, el duelo puede ser una prueba de valor físico, de desprecio por la vida; pero, incontestablemente es
prueba de una cobardía moral como el suicidio. El suicida no
tiene valor para afrontar las vicisitudes de la vida; el duelista
no tiene el de afrontar las ofensas. ¿No os ha dicho Cristo que
hay más honor y valor en ofrecer la mejilla izquierda, a quien hirió
la derecha, que en vengarse de una injuria? ¿No dijo también a
Pedro en el Jardín de los Olivos: “Vuelve tu espada a la vaina,
porque el que mate por la espada por la espada perecerá?” Con
estas palabras, ¿no condena Jesús para siempre el duelo? En efecto,
hijos míos, ¿qué es ese valor nacido de un temperamento violento,
sanguíneo y colérico, rugiendo a la primera ofensa? ¿En dónde
está, pues, la grandeza de alma de quien, a la menor injuria, quiere
lavarla con sangre? ¡Pero que tiemble! Porque siempre en el fondo
de su conciencia una voz le gritará: ¡Caín! ¡Caín! ¿Qué hiciste de
tu hermano? Me fue preciso verter sangre para salvar mi honor,
dirás a esa voz; pero, ella responderá: ¡Quisiste salvar ese honor
ante los hombres por algunos instantes que te restan de vida en la
Tierra y no pensaste en salvarte ante Dios! ¡Pobre loco! ¡Cuánta
sangre, pues, no os pediría Cristo por todos los ultrajes que recibió!
No solamente lo habéis herido con espina y lanza, no solo lo habéis
atado a un patíbulo infamante, sino que, en medio de la agonía,
pudo oír las burlas que se le prodigaban. ¿Qué reparación os ha
pedido después de tantos ultrajes? El último grito del cordero fue
una oración por sus verdugos. ¡Oh! Perdonad como él, y orad por
los que os ofenden.
Amigos, acordaos de este precepto: “Amaos unos a los otros”,
y entonces al golpe dado por el odio responderéis con una sonrisa,
y al ultraje, con el perdón. Sin duda el mundo se alzará furioso y os
tratará de cobardes; levantad entonces la cabeza bien alta y mostrad
que vuestra frente no temería tampoco en cargarse de espinas, a
ejemplo de Cristo, pero que vuestra mano no quiere ser cómplice
de un homicidio, que supuestamente autoriza, una falsa apariencia
de honra, que no es otra cosa que orgullo y amor propio. ¿Acaso,
Dios os dio el derecho de vida y muerte a los unos sobre los otros?
No, sólo dio ese derecho a la Naturaleza para reformarse y
reconstruirse; pero a vosotros, no permitió que dispongáis de
vosotros mismos. Como el suicida, el duelista estará marcado con
sangre cuando comparezca, y al uno y al otro el soberano Juez
prepara rudos y largos castigos. ¡Si amenazó con su justicia a quien
dice a su hermano:
Racca, cuanto más severa será la pena para el que comparezca ante Él con las manos rojas por la sangre de su
hermano! (SAN AGUSTÍN, París, 1862).
13.
El duelo es, como antiguamente lo que se llamaba el juicio de Dios, una de esas instituciones bárbaras que rigen aún a
la sociedad. Sin embargo, ¿qué diríais, si vieseis sumergir a los
dos antagonistas en agua hirviendo o sometidos al contacto de un
hierro candente, para dirimir y dar la razón al que soportase mejor
la prueba? Llamaríais insensatas esas costumbres. El duelo es aún
peor que todo eso. Para el duelista diestro, es un asesinato cometido
a sangre fría, con toda la premeditación deseada, porque está seguro
del golpe que dará; para el adversario casi seguro de sucumbir en
razón de su debilidad y de su inexperiencia, es un suicidio cometido
con la más fría reflexión. Ya sé que muchas veces se procura evitar
esta alternativa igualmente criminal, atribuyéndola a la suerte.
¿Pero entonces, no se vuelve, acaso, bajo otra forma, al Juicio de
Dios de la Edad Media? Y aún en aquella época, era mucho menos
culpable; el nombre mismo de
juicio de Dios indica una fe ingenua, es verdad, pero en fin, una fe en la justicia de Dios, que no podía
dejar sucumbir a un inocente; mientras que en el duelo, se confía
en la fuerza brutal, de tal modo que, con frecuencia el ofendido es
el que sucumbe.
¡Oh, estúpido amor propio, tonta vanidad y loco orgullo!
¿Cuándo, pues, seréis reemplazados por la caridad cristiana, el
amor al prójimo y la humildad, cuyo ejemplo y precepto dio Cristo?
Sólo entonces desaparecerán esos monstruosos prejuicios que aún
gobiernan a los hombres y que las leyes son impotentes para
reprimir; porque no basta prohibir el mal y prescribir el bien, es
preciso que el principio del bien y el horror al mal estén en el
corazón del hombre. (UN ESPÍRITU PROTECTOR, Bordeaux,
1861
14.
¿Qué opinión tendrán de mí, decís con frecuencia, si rehuso la reparación que se me ha pedido, o si no la pido a quien
me ofendió? Los locos como vosotros, los hombres atrasados, os
censurarán; pero los ilustrados con la antorcha del progreso
intelectual y moral, dirán que actuasteis de acuerdo con la
verdadera sabiduría. Reflexionad un poco; por una palabra,
muchas veces dicha sin pensar o muy inofensiva de parte de uno
de vuestros hermanos, vuestro orgullo se resiente, le respondéis
de una manera áspera y de aquí viene una provocación. Antes de
llegar al momento decisivo, ¿os preguntáis si actuáis como
cristiano? ¿Qué cuenta daréis a la sociedad si la priváis de uno
de sus miembros? ¿Pensáis, acaso, en el remordimiento de haber
quitado a una mujer su marido, a una madre su hijo, a los hijos
su padre y su sostenedor? Ciertamente, el que ofendió debe
reparación; ¿pero no es más honroso para él darla
espontáneamente, reconociendo sus errores, que exponer la vida
de aquél que tiene derecho a quejarse? En cuanto al ofendido,
convengo que alguna vez pueda estar gravemente ofendido, ya
en su persona, ya con relación a los que nos rodean; no es sólo el
amor propio el que está en juego, el corazón está herido y sufre;
pero aparte de que es una estupidez jugarse la vida con un
miserable capaz de una infamia, por ventura, ¿muerto éste no
subsiste la afrenta cualquiera que sea? La sangre derramada, ¿no
da más publicidad a un hecho, que si es falso debe caer por su
propio peso, y si es verdad, no debe ocultarse en el silencio? No
queda, pues, sino la satisfacción de la venganza saciada. ¡Ah!
Triste satisfacción que, con frecuencia, deja desde esta vida
dolorosos remordimientos. Y si es el ofendido el que sucumbe,
¿dónde está la reparación?
Cuando la caridad sea la regla de conducta de los hombres,
adecuarán sus actos y sus palabras a esta máxima: “No hagáis a
los otros lo que no quisiereis que os hagan”; entonces, sí,
desaparecerán todas las causas de disensiones, y con ellas, las de
los duelos y de las guerras, que son los duelos de pueblo a pueblo.
(FRANCISCO XAVIER, Bordeaux, 1861).
15.
El hombre de mundo, el hombre feliz, que por una palabra ofensiva, por una causa fútil, se juega la vida que le
viene de Dios, y se juega la vida de su semejante que sólo
pertenece a Dios, es cien veces más culpable que el miserable
que empujado por la ambición, por la necesidad algunas veces,
se introduce en una casa para robar lo que codicia y mata a los
que se oponen a su designio. Este último es casi siempre un
hombre sin educación, que no tiene más que nociones
imperfectas del bien y del mal, mientras que el duelista pertenece
casi siempre a la clase más ilustrada; el uno mata brutalmente,
el otro con método y finura, lo que hace que la sociedad le
excuse. Aún añado que el duelista es infinitamente más culpable
que el infeliz que, cediendo a un sentimiento de venganza, mata
en un momento de desesperación. El duelista no tiene la disculpa
de que le arrastra la pasión, porque entre el insulto y la
reparación hay siempre tiempo para reflexionar; actúa, pues,
fríamente y con designios premeditados; todo está calculado y
estudiado para matar con más seguridad a su adversario. Es
verdad que también expone su vida y esto es lo que rehabilita el
duelo a los ojos del mundo, porque se ve en ello un acto de
valor y un desprecio de la propia vida, pero, ¿hay verdadero
valor cuando se está seguro de sí mismo? El duelo, resto de los
tiempos de barbarie, en que el derecho del más fuerte era la ley,
desaparecerá cuando se haga más sana apreciación del verdadero
punto de honor, y, a medida que el hombre tenga una fe más
viva en la vida futura. (AGUSTÍN, Bordeaux, 1861).
16. Nota
. Los duelos van siendo cada vez más raros y si de tiempo en tiempo vemos aún dolorosos ejemplos, el número no
puede compararse con el de otro tiempo. Antiguamente, un
hombre no salía de su casa sin prevenirse para un encuentro,
tomaba todas las precauciones en consecuencia. Una señal
característica de las costumbres del tiempo y de los pueblos está
en el uso de porte habitual, ostensible u oculto, de armas ofensivas
o defensivas; la abolición de ese uso atestigua la suavidad de las
costumbres y es curioso seguir la gradación desde la época en
que los caballeros no cabalgaban nunca sino cubiertos de hierro
y armados de lanza, hasta el uso de una simple espada que vino a
ser más bien un distintivo de blasón que un arma agresiva. Otro
indicio de las costumbres es que en otro tiempo los combates
singulares tenían lugar en plena calle, ante la multitud que se
apartaba para dejar el campo libre y que hoy se oculta; hoy, la
muerte de un hombre es un acontecimiento que conmueve; antes,
no se le daba atención. El Espiritismo vencerá esos últimos
vestigios de la barbarie inculcando a los hombres el espíritu de
caridad y fraternidad