Leí hace tiempo una novela escrita por el canadiense Paul
Young, llamada La Cabaña.
Habitualmente alterno bibliografía de estudio con estas
novelas escritas por autores cristianos, porque más allá de ser historias de ficción,
aportan valores que respeto y comparto.
Te recomiendo que te acerques a una buena librería y
preguntes por novelas cristianas. Hay una veintena que fui descrubriendo a lo
largo de estos años. Ninguna hasta ahora me defraudó.
Además hay una buena colección con otro estilo, también
muy atractivo, de novelas basadas en la vida de personajes bíblicos, que
verdaderamente son un deleite. La última de este tipo que también leí hace poco
y te recomiendo es JADASÁ. Se trata
del primer trabajo de ficción escrito por el pastor americano Tommy Tenney. Es
un magnífico trabajo de ambientación histórica basado en la historia de la
Reina Esther (del libro bíblico del mismo nombre).
Pero hoy quiero detenerme un poco más en Algunos relatos
de La Cabaña. Cuando tuve el libro en mis manos, la contratapa me cautivó. Allí
aparece un par de párrafos del libro que me decidieron a comprarlo.
¿Los lees conmigo?
Si
algo importa, todo importa. Dado que tú eres importante, todo lo que haces es
importante. Cada vez que perdonas, el universo cambia; cada vez que te
esfuerzas y tocas un corazón o una vida, el mundo cambia; con cada bondad y
favor, visto o no, Mis Propósitos se cumplen, y nada volverá a ser lo mismo.
La vida de este canadiense es ya de por sí atrapante.
Junto con sus tres hermanos menores, creció en medio de una tribu de la Edad de
Piedra al lado de sus padres, quienes eran misioneros en Nueva Guinea, Papúa
occidental.
La familia regresó a Canadá, donde el padre de Paul fue
pastor en varias iglesias de distintas denominaciones. Podés encontrar una
biografía completa de su vida en internet (www.windrumors.com).
En la novela, La
hija menor de Mackenzie, con sólo dos años, es raptada en un camping durante
unas vacaciones familiares, (en una situación muy similar a lo que sucedió con nuestra
Sofía de Río Grande, Tierra del Fuego), mientras él trata de rescatar del agua
a su otro hijo, cuya canoa se volcó. La busca desesperadamente y se encuetran
evidencias de que fue brutalmente asesinada en una cabaña abandonada en lo más
profundo de un bosque.
El protagonista se
sumerge en una gran tristeza de la que no puede salir de ningún modo.
Un estado de
depresión disparado por la pérdida de su amada bebé, por la culpa de sentir que
no estuvo a su lado para cuidarla y por la pregunta que no encuentra respuesta,
cuando un hombre de profunda fe no puede entender cómo Dios puede permitir que
eso pase.
Un día 4 años
después recibe una sospechosa carta firmada por Dios, que lo invita a volver a
esa casucha semi destruida donde había visto los rastros ensangrentados del
vestido de su hija durante un fín de semana.
Sin compartirle a
nadie y sintiéndose viviendo una absoluta locura, Mackenzie llega una tarde de
invierno para retornar a su más oscura pesadilla.
Allí vivirá
situaciones de un encuentro personal con Dios que cambiarán su vida para
siempre.
A lo largo del
libro el personaje protagonista entra en un diálogo profundo con las tres
personas divinas de la Trinidad y de a poco va llegando a enfrentar sus
angustias más profundas.
En determinado
momento de ese encuentro, entra en un enorme ambiente donde hay un escritorio
con una silla y una señora vestida de negro que lo invita a sentarse en ese
lugar.
Te reproduzco el
diálogo con la dama, adaptado para que puedas seguirlo:
Ella le dice:
-hoy es un día muy
serio, con graves consecuencias. (…) estás aquí por tus hijos; pero también
para…
-¿mis hijos? La
interrumpió él.
-amas a tus hijos,
Mackenzie, como tu padre nunca fue capaz de amarte a ti.
-¡Claro que amo a
mis hijos! ¡Todos los padres aman a sus hijos!
- Es verdad, hasta
cierto punto, respondió la señora. Pero tenés que saber que algunos de ellos
están demasiado destrozados para amarlos como deberían, y otros apenas pueden
amarlos siquiera. En cambio, tú amas a tus hijos como se debe, y más que eso
aún.
(…)
-Yo quiero
preguntarte, Mackenzie, a cuál de tus hijos amas más. (…)
-No amo a ninguno
más que a los otros. Amo a cada cual de diferente manera- contestó eligiendo
con cuidado sus palabras.
-Explícame eso,
dijo ella interesada.
-Bueno, cada uno
de mis hijos es único. Y esa excepcionalidad y especial personalidad exige una
respuesta única de mi parte. (…) Cuando pienso en cada uno de mis hijos en lo
individual, encuentro que soy especialmente afecto a cada uno de ellos.
-Ella respondió:
“Pero, ¿y cuando no se portan bien, o toman decisiones distintas a las que
quisieras, cuando son rudos o agresivos? ¿y cuando te avergüenzan frente a los
demás? ¿cómo afecta eso tu amor por ellos?
Mackenzie tomó
tiempo para pensar su respuesta.
-En realidad no me
afecta… bueno, en realidad sí me afecta, y a veces me siento enojado o
avergonzado; pero aunque ellos actúen mal, no por ello dejan de ser mi hijo o
mi hija.
El diálogo
continúa y se profundiza. En determinado momento, la señora le informa que él
tendría que actuar de juez. De juez de sus propios hijos, de juez de Dios, de
juez del mundo.
¿Estás bromeando?
Dijo él.
¿Porqué no?
Respondió ella. Seguramente hay muchas personas en el mundo que creés que
tienen que ser juzgadas.
Debe haber unas
cuantas a quienes culpar por tanto dolor y sufrimiento.
¿Y los codiciosos
que matan de hambre a la gente?
¿Y quienes
sacrifican a sus hijos para la guerra?
¿Y los hombres que
golpean a su esposa?
¿y los padres que
maltratan a sus hijos solamente para aliviar su propio sufrimiento?
¿ellos no merecen
ser juzgados?
¿Y el hombre que
abusa de niñas inocentes? ¿es culpable? ¿merece ser juzgado?
-¡Sí! Respondió
él. ¡Qué se lo lleve el diablo!
-¿Debe ser culpado
de tu pérdida?
-¡si!
-¿y su padre, que
lo sometió a una infancia de terror?
-¡sí, él también!
-¿Qué tan lejos
debemos retroceder? ¿hasta Adán? ¿Hasta Dios?... después de todo, Él fue quien
empezó todo. ¿Dios tiene la culpa?
Mackenzie estaba
aturdido.
La mujer siguió,
implacable.
¿No es eso lo que
te obsesiona? ¿no es eso lo que ocaciona tu Gran Tristeza? ¿Qué no se puede
confiar en Dios?
¡Si, un padre como
vos tiene derecho a juzgar a otro Padre!
El enojo de
Mackenzie creció como una llama descomunal.
Ella siguió
presionando.
¿no es ese un
justo reclamo?
¿Qué Dios te
falló? ¿Qué le falló a tu hija?
¿Qué desde antes
de la Creación Dios sabía que ella iba a ser torturada, brutalizada, y aún así
creó?
¿Y después
permitió que un alma retorcida la arrebatara de tus brazos cuando él tendría
que haberlo impedido?
-¡SI, DIOS TIENE
LA CULPA! Gritó él.
Entonces dijo
ella, si sos capaz de juzgar así de fácil a Dios, sin duda podés juzgar al
mundo.
Tenés que elegir a
dos de tus hijos para pasar a la eternidad con ellos. Pero solamente a dos.
¿Qué? Respondió él
-Y debes elegir a
tres de tus hijos para pasar la eternidad en el infierno.
Mackenzie no podía
creer lo que oía y empezó a sentir pánico.
-La voz de ella
fue muy clara. “lo único que te estoy pidiendo es que hagas lo que, según vos,
Dios hace.
Él conoce a cada
persona que hay en el mundo. Y las conoce mucho más de lo que vos conocés a tus
hijos.
Él ama a cada uno
como a sus hijos.
Vos creés que él
condenará a la mayoría a una eternidad de tormentos, lejos de su Presencia y
separados de Su amor, ¿verdad?
-supongo que sí.
Nunca lo he pensado en esos términos. Supuse que Dios podía hacerlo.
-Vamos Mackenzie,
¿a cuales de tus hijos sentenciarías al infierno? Deben ser tres.
Tu hija
adolescente es la que más pelea con vos ahora.
Te trata mal, y te
dijo muchas cosas hirientes. Quizá ella sea la primera y más lógica opción.
Vos sos el juez.
¡Tenés que decidir!
La mente de
Mackenzie corría a toda velocidad. ¿cómo podía pedirle Dios que eligiera entre
alguno de sus hijos?
No había nada que
ellos pudieran hacer para que él los sentenciara al infierno. Aunque alguno
cometiera un crimen horrendo, no podría condenarlo. ¡No podía! ¡Eran sus
propios hijos!
¡Lo importante no
era lo que ellos hacían, sino su amor por ellos!
-No puedo hacer
eso.
-Debes hacerlo,
respondió ella.
-No puedo hacerlo,
gritó él.
-Debes hacerlo,
dijo ella bajando la voz.
-¡No… lo… haré!
Gritó Mackenzie estallando de enojo.
-debes hacerlo,
murmuró ella.
-¡No puedo, no
puedo, no lo voy a hacer!
La mujer permaneció
de pie, viendo y esperando.
Él la miró al fín,
con ojos suplicantes.
-¿podría ir yo a
cambio?
¿si necesitas
torturar a alguien para toda la eternidad, yo iré en lugar de mis hijos.
¿podría ser así?
¿podría ir yo en lugar de ellos?
Cayó a sus pies, llorando
y suplicando:
-por favor, dejame
ir en lugar de mis hijos. Por favor, lo haría con gusto.
(…)
Has juzgado bien,
Mackenzie. ¡Estoy tan orgullosa de vos!
-¡Pero yo no
juzgué nada!
-Claro que sí lo
hiciste.
Juzgaste a tus
hijos dignos de amor, aún si eso te costara todo. Así es como Jesús ama.
Ahora conocés el
corazón de Dios, que ama con perfección a cada uno de sus hijos. A todos.
Claro que el
relato sigue, estoy haciendo simplemente una lectura de una porción del diálogo
entre este personaje de la novela y Dios mismo.
A mí me ayudó a
entender un poco más del Padre a quien amo, y espero que a vos también te
ayude. Claro que te sugiero que no te quedes con este pedacito de la novela que
te cuento. Sería buenísimo que la leyeras completa.
Yo cierro esta
reflexión con la cita que vino a mi mente cuando con mis ojos llenos de
lágrimas me ponía en la piel de Mackenzie. Seguramente que vos la conocés tanto
como yo.
Juan 3:16 y 17 Porque de tal manera amó Dios al mundo, que dio a su Hijo
unigénito, para que todo aquel que cree en El, no se pierda, mas tenga vida
eterna.
Porque Dios no envió a su Hijo al mundo
para juzgar al mundo, sino para que el mundo sea salvo por El.
HECTOR SPACCAROTELLA
tiempodevocional@hotmail.com
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