Llega la noche, el ansiado momento de calma.
La casa queda en silencio, la luz se vuelve tenue en medio de la oscuridad.
Sentada, deshojo los últimos minutos antes de emprender camino al país de los sueños.
En ese trayecto corto que va de la consciencia al letargo, permanezco atenta al suave silbido que me acaricia el alma para darme el merecido descanso. Por muy dura que haya sido la faena, por muy dificultoso que haya transcurrido el día, siempre encuentro ese pequeño remanso de paz antes de dar por concluida la jornada.
Pienso en todo lo que he hecho y eso otro que no debí hacer.
Doy gracias a Dios por haberme permitido hablar de Él y le pido perdón por haber omitido en algún momento su nombre.
Sé que cuando callo, cuando paso de largo ante una necesidad, estoy perdiendo de vista el horizonte, esa línea que Dios me marca para ser consciente de mi necesidad de Él.
Cada vez que con torpeza eludo mis responsabilidades como hija suya, Él me muestra sus manos horadadas y en ellas leo mi pasado, mi presente y mi futuro.
Animo con la lumbre de una inusitada alegría la austera tristeza que se cuela en mí, arraigo las palabras que me dan calor y en ellas encuentro el reposo que mi alma necesita.
Para no caer en la torpeza de rehuir lo vital, permanezco en silencio para poder oír lo que Él me dice. Antes de despedirme de lo que queda de día, transformó mi corazón en esa aljibe dónde macero el agua refrescante que tomo a sorbos para saciar mi sed. Agua que me refresca, agua que me recuerda el breñal que era mi vida antes de convertirse en valle.
Cierro los ojos y pido a Dios que me ayude a dejar a un lado esas nimiedades que oscurecen mi mente, esas preocupaciones plagadas de trivialidad que me restan tiempo que dedicarle a otras que sí poseen sentido.
Cierro los ojos y pido que en la penumbra de la noche que Él siga proyectando su luz en mí.