No había para Francesca edificio más intimidante ni pórtico más amenazador. No había, tampoco, un ambiente más frío ni un sentir más indiferente. Todo producía aprensión. Francesca era una dulce y linda niñita de seis años de edad. El edificio al cual entraban era un asilo para niños con enfermedades mentales. Y quienes la llevaban de la mano eran sus propios padres.
Hablaron largamente con el médico. Después llenaron una buena cantidad de papeles. La niña, con un leve retraso mental, miraba todo con asombro. Cuando terminaron de hablar, le dijeron a Francesca: «Espéranos aquí. Volveremos pronto.» Y diciendo eso, salieron por la misma puerta por donde habían entrado.
La niña quedó sola y confundida en manos de extraños. Y los padres nunca regresaron. La chiquita pasó el tiempo en silencio, sin hablar, sin sonreír, casi sin moverse, esperando inútilmente el regreso de sus padres.
Después de cuatro años, siempre esperando, se ahogó con una semilla de ciruela. No se sabe si fue sin querer o si ella misma lo provocó, pero murió esperando. A pesar de su corta edad, tenía un corazón sensible que nunca pudo comprender por qué la abandonaron sus padres.
¡Qué duros e inhumanos son los corazones de algunas personas! A nosotros nunca se nos ocurriría hacer algo así. Y sin embargo, ¡qué fácil nos es estar totalmente imbuidos en nuestros intereses personales! En el trabajo, en la actividad social, o incluso en la televisión, estamos nosotros también, sin advertirlo, abandonando con indiferencia a los hijos nuestros.
A un clérigo, en su último descanso terrenal, lo estaban velando muchos de su congregación. De repente entró un joven a la sala, con rostro que revelaba indicios de que era alcohólico. Contemplando el cuerpo inerte y viendo en torno suyo toda esa gente de maneras refinadas, dijo: «Ahora sé, padre, dónde estabas tú cuando yo más te necesitaba.»
Parece que aquel clérigo no había comprendido que la primera responsabilidad de todo esposo es su esposa, y que la primera responsabilidad de todo padre son sus hijos. Cuando se altera ese orden, el resultado siempre es la desgracia.
Por eso Cristo dijo: «¿Quién de ustedes, si su hijo le pide pan, le da una piedra? ¿O si le pide un pescado, le da una serpiente? Pues si ustedes, aun siendo malos, saben dar cosas buenas a sus hijos, ¡cuánto más su Padre que está en el cielo dará cosas buenas a los que le pidan! Así que en todo traten ustedes a los demás tal y como quieren que ellos los traten a ustedes» (Mateo 7:9-11,12).
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