El hombre, de sesenta y cinco años de edad, se inclinó sobre su esposa. Ella estaba dormida, dormida profundamente. Él depositó un suave beso en su mejilla y le dijo: «Pronto te sentirás bien, querida.»
Al otro día le dio el mismo beso y le dijo las mismas palabras. Así hizo día tras día, durante mil noventa y cinco días, todo el tiempo que la esposa estuvo en coma.
Eran José Brasher y su esposa Bárbara. Ella, en una Navidad, había sufrido la ruptura de una arteria cerebral y había estado en coma por tres años. Al fin de tantos besos y de tantos días, Bárbara abrió los ojos y dijo: «¡Feliz Navidad, amor mío!» De ahí que concluyera: «Dios, y los besos de mis esposo, me trajeron de vuelta.»
Esta es una verdadera historia de amor. Es más, es una historia de amor, de fe y de esperanza, las tres grandes virtudes cristianas. Bárbara sufrió un coma que duró tres años. Cada día su esposo la visitó en el hospital, y cada día de esos tres años él depositó un beso en su mejilla y una oración en su oído. Y finalmente el amor, la fe y la esperanza dieron resultado. Fue así como Bárbara quedó perfectamente bien.
¡Qué poder tiene un beso! ¡Cómo puede cambiar, en un momento, la noche en día, la pena en alegría, la lágrima en sonrisa, y la angustia en gozo! Basta un solo beso —un beso de verdadero y genuino amor entre esposos— para que vuelva la felicidad, se fortalezca el amor, cambie el corazón y se disipe el dolor. Pero tiene que ser un beso de amor y no de compromiso, ni de pasión, ni de misericordia ni de complacencia. Tiene que ser un beso que brota del amor —legítimo, humano y fiel— que llena el corazón de los dos.
Los que estamos casados, ¿amamos a nuestro cónyuge? ¿Perdura entre nosotros la absoluta fidelidad a los votos que un día nos hicimos ante el representante de Dios? ¿Nos tratamos con cariño y comprensión? ¿Son más fuertes el amor, el enlace, el vínculo y el compromiso que las desavenencias, la discordia, el antagonismo y la contrariedad? Si la respuesta es negativa, hay una nube negra que se ha puesto sobre nuestro hogar que, si no se disipa, lo destruirá.
Insistamos, de voluntad y de corazón, que la persona de Cristo, el Autor del matrimonio, sea la cabeza invisible pero permanente de nuestro hogar. Con Cristo en el corazón, seremos más propensos a dar besos de verdadero amor a la esposa o al esposo. Sólo Cristo puede transformar la vida de cada uno. Sólo Él da ese amor que se sobrepone a toda prueba. Cuando Él es el Señor de nuestro matrimonio, podemos disfrutar como nunca de ese amor puro y permanente.
|