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General: MIRADA DE NIÑOS
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Respuesta  Mensaje 1 de 1 en el tema 
De: Néstor Barbarito  (Mensaje original) Enviado: 28/06/2018 13:37


 

Recordaba tiempo atrás aquel rato de oración que dio origen a un “re-direccionamiento” de mi oración: cuando caí de veras en la cuenta de que Jesús hablaba muy en serio cuando prometía, «Si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él, Y haremos morada en él» (Jn 14,23).

El cambio de orientación en la mirada de mi alma durante la oración, significó entonces también un cambio en el rumbo de toda mi vida interior, como intenté expresarlo en aquel breve relato.

 

Pues bien, hoy, recordando aquel suceso, por alguna razón que desconozco, pero seguramente el Espíritu Santo bien conoce, se vinculó en mi mente con otro suceso ocurrido el 20 de noviembre de 1993, en que fui sometido a una cirugía a corazón abierto, para “remendarle” una válvula que estaba funcionando como la de un viejo Ford T.

 

En verdad, ninguno de los médicos ni del resto del personal sanitario que estuvieron presentes en aquella operación que duró cerca de ocho horas, mencionaron jamás que dentro de mi corazón hubieran encontrado alguna señal de que ese órgano estuviese habitado. Allí Dios no fue hallado. 


Este recuerdo arrimó a mi memoria otro acontecimiento leído en algún diario de la época, en que algún astronauta viajero a la luna, había manifestado públicamente que, en su larguísimo viaje de varios de cientos de miles de kilómetros, no había hallado indicio alguno de la presencia de Dios. Sin embargo, recuerdo también afirmaciones de ese u otros viajeros, de que en esos viajes habían podido apreciar como nunca antes la inmensidad y diversidad del universo, y refirmar su convicción de que aquella era la obra de un poderoso Creador. En verdad, esta era una afirmación que había sido compartida durante siglos por muchos investigadores y científicos maravillados por la creación, e inflamados por la fe.

 

Pero volviendo al tema de mi corazón “partido en dos” por la ciencia, quiero contarles que en el vestíbulo del sanatorio se hallaban reunidas varias decenas de personas, entre familiares, amigos y hermanos en la fe, que se fueron renovando durante horas, esperando el resultado de aquella larga y compleja cirugía, compartiendo su preocupación, su oración y su esperanza.

Según me contaron después, mi médico de cabecera, el cardiólogo clínico Dr. Jorge Misraji, que era un hombre de fe, hijo de un conocido Rabino, y presenciaba la operación, cuando promediaba la operación, bajó al vestíbulo para tranquilizar al grupo, y al hallarlos en plena oración les dijo: esto que están haciendo ustedes, se percibe arriba (se refería, claro, al quirófano y adyacencias).


Ellos no habían encontrado pruebas ni indicios de la inhabitación de Dios en mi corazón, pero habían sentido su Presencia y su poder de uno u otro modo.

 Todo esto me hace pensar que Dios es un Dios “de bajo perfil”, por usar una expresión moderna. La presencia de Dios es imperceptible, salvo por sus consecuencias. No se la “ve” en el cosmos, pero él nos habla de su poder: «Los cielos cuentan la gloria de Dios, el firmamento anuncia la obra de sus manos.» (Sal 19, 2). No se la descubre en el corazón del hombre sino por sus obras; las obras de misericordia y amor que Él nos prescribió. Pero ha querido que lo busquemos, a tientas, para ver si lo hallábamos, por más que no está lejos de cada uno de nosotros (Cfr. Hch 17, 27).


¿Y acaso es otra cosa que su Presencia la que se manifiesta cuando una revulsión interna que por momentos parece que fuera a convertir mi corazón en un volcán que quiere expandirse con el ímpetu de una verdadera erupción cuya lava arde sin quemarse, como la zarza? ¿Y esta ternura enorme que siento cuando me arrodillo a los pies de Jesús eucaristía recordando aquellas palabras: «Tomen, esto es mi cuerpo»? (Mc.14,22). (Lamentablemente, en otros, en cambio, parecería que el volcán se hubiera agotado y la lava se enfría y endurece como la piedra).

 

¿No es acaso Dios mismo quien en mi interior -mi cuerpo, mi corazón, mi alma; a través de todas mis fibras, mis sentimientos y mis pensamientos- está viviendo en su gloria, para ser Él la verdadera esencia de mi vida y la fuerza motora que me impulsa a compartir la fe y el amor que me regaló y sigue acrecentando en cada instante de mi existencia?

¿No se tratará, acaso, de aquella misma Presencia que enajenaba  al “Pobrecito” y lo lanzaba a pregonar por las calles de Asís a Jesús: “El Amor que no es amado”?

 

Pero al mismo tiempo, a mis hermanos, los hombres, les quiero recordar aquello de Jesús:

«Si no se hacen como niños,

no entrarán en el Reino de los Cielos» (Mt 18,3).

 

 Porque la mirada de los niños ve más allá de las verdades aparentes. Descubre realidades que los adultos no llegamos a ver, porque estamos demasiado apegados  a la razón y la lógica humanas, que muchas veces se hallan lejos de ser las de Dios: «La necedad divina es más sabia que la sabiduría de los hombres, y la debilidad divina es más fuerte que la fuerza de los hombres» (1 Cor 1,25). Cuando los niños escuchan un relato, no se preguntan si puede ser cierto. Aceptan las palabras de su maestro o relator, y lo hacen vida en su interior. ¡Lo creen! Esto quiere ser sólo una metáfora; una imagen velada y opaca, pero cercana, de la fe. No creemos por la lógica de las palabras de un tal Jesús que vivió hace siglos: depositamos toda nuestra fe en su Palabra porque creemos en Él. Él es el Señor, nuestro Salvador, ¡y vive! Y su palabra tiene vida eterna.

 

Pero… cuidado:  sino, no entrarán, dice el Santo de los Santos, el Todo Misericordia. ¡Bueno será entonces pedir la gracia de ver la Salvación con ojos de niños, hacerla vida en nuestro corazón y tratar de obrar en consecuencia!



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