Luego de la creación, la Biblia continúa el relato con una imagen de comunión: Adán y Eva conversaban con Dios diariamente en el fresco de la tarde. La amistad con Dios transformó al jardín del Edén en un lugar celestial.
Dios hizo todas las cosas de acuerdo con su propósito. Sin accidentes ni improvisación, llevó a cabo su deseo de crear al ser humano con la capacidad de disfrutar de la creación y comunicarse con él. El apóstol Juan nos dice que Dios es amor y que creó al ser humano para manifestar ese amor.
Somos semejantes a Dios porque poseemos la capacidad de comunicación e intimidad. Podemos relacionarnos con él y entre nosotros, y esa es la mejor expresión de su naturaleza divina en nosotros. El Edén delata los deseos de conexión que el Creador tiene.
Para que esa conversación pudiera tener lugar, fuimos hechos con la capacidad de conocernos a nosotros mismos y de expresar nuestros pensamientos y sentimientos de manera clara y comprensible.
Dios nos otorgó sentidos para conectar el mundo exterior con nuestro ser interior; y por medio de ellos percibimos a los demás.
Nuestros sentidos también transportan lo intangible de nuestro corazón hacia el mundo exterior, para expresar nuestra interpretación del exterior y de nosotros mismos.
Nuestra forma de tocar, nuestros gestos, nuestras palabras y miradas hablan sobre las cosas del alma, mayores que los sentidos. Y de esa manera nos relacionamos.
Pero además, tenemos sentidos espirituales para hablar con Dios. El Señor sopló de «su» Espíritu en el hombre, y fue en ese momento que el hombre vino a ser una creación a semejanza de Dios. El semen espiritual de Dios nos otorgó su ADN espiritual; adquirimos así la capacidad de comprenderlo, escucharlo y amarlo.
En ese instante, el hombre despertó y comprendió que aquellos enormes ojos que lo observaban en silencio y con asombro eran los de su papá. Supo que le pertenecía, que era bienvenido, que era amado; y así el hombre aprendió a amar mirando la armonía perfecta reflejada en la mirada de Dios.
A su vez, Dios miró sus propios rasgos paternos en la forma en que la pareja del jardín hablaba y se conducía. Una naturaleza espiritual y una moral en común. Un lenguaje en común. Un vínculo eterno.
Las conversaciones diarias se extendieron y el gusto resultó cada vez mayor, al comprobar el Señor que al abrir su corazón hacía crecer a la pareja en carácter y sabiduría.
¡Escuchar a Dios debió ser fascinante! Realizar preguntas al ingeniero y arquitecto universal debió resultar alucinante para Adán y su mujer, al punto de provocarles el deseo de ser exactamente como él. Es un milagro poder conversar con Dios. ¡Qué maravilla comprender su lenguaje! Pero mayor desafío es anhelar convertirnos en su reflejo. Conocer a Dios, crecer en su conocimiento y darlo a conocer, es el sentido de la conversación y el objetivo de la vida.
Tomado del libro GENERACIÓN DE ADORADORES Edición en español publicada por Editorial Vida 2006 Miami, Florida