“Al de firme propósito guardarás en perfecta paz, porque en ti confía”
(Isaías 26:3).
La paz siempre ha sido escasa en nuestro pequeño planeta azul. Cuando parece que ya estamos más cerca que nunca de alcanzarla, nuevamente se vuelve escurridiza y se aleja con rapidez. Pareciera que siempre la vislumbramos en el horizonte, pero luego nos anuncian que solo fue como un espejismo en el desierto. Por otro lado, también debemos preguntarnos, ¿Qué es la paz? ¿Cómo la entendemos? ¿Cómo la definimos?
Es muy difícil definir la paz, ya que esa palabra tiene infinidad de connotaciones. Una de las definiciones más sencillas nos dice que se trata del estado de tranquilidad o falta de perturbación. Esta definición me suena demasiado individualista, como si fuéramos una isla en medio de un océano sin olas ni tormentas. Sin embargo, un aspecto importante de la paz es que requiere de un componente comunitario más que individual. La paz demanda del ejercicio sostenido de todos para poder conseguirla y, más aún, mantenerla.
Por ejemplo, en los tiempos del profeta Isaías, la paz se había perdido producto del desorden moral y de desobediencia al Señor en el que el pueblo estaba sumido. El profeta proclama con desesperación: “También la tierra es profanada por sus habitantes, porque traspasaron las leyes, violaron los estatutos, quebrantaron el pacto eterno” (Is. 24:5). Isaías advierte que la desintegración moral no deja a nadie en pie porque las consecuencias de los desvaríos del pueblo debían ser asumidos por todos sus habitantes (Is. 24:2). La ausencia de paz es como la peor de las enfermedades contagiosas: se expande con rapidez y sin consideración alguna afecta a todo el mundo sin distinción.
¿Cómo se obtiene la paz? Un primer paso es darle un vuelco a nuestra vida de la desobediencia a la obediencia al Señor. El resultado será la tranquilidad genuina de que estamos obrando bajo principios firmes e inconmovibles que nos guiarán a la justicia y que desembocarán en la tan ansiada paz. Sin embargo, el pueblo al que Isaías profetizó siempre desobedeció las ordenanzas del Señor y por eso no conocieron la paz. Dios les había dicho: “‘Aquí hay reposo, den reposo al cansado’; y: ‘aquí hay descanso’. Pero no quisieron escuchar” (Is. 28:12). El Señor quiso dirigir a su pueblo hacia la búsqueda conjunta del Señor y la unión, y el acuerdo mutuo manifestado en la compasión para con el necesitado, pero ellos no quisieron oír. Me parece que decidieron creer que el problema de buscar la paz le correspondía a otros y no a ellos. En el mismo sentido, percibo que cuando una comunidad considera que la paz debe ser alcanzada por algún tipo de funcionario remunerado, o piensa que la paz es un mero asunto privado, la verdadera paz nunca llega o se empieza a alejar para siempre.
En segundo lugar, es importante que entendamos que la paz es un don de Dios; no es una prerrogativa humana, sino un atributo de Dios que Él confiere a los que se someten a sus principios. Por lo tanto, debemos buscarle a Él con todo el corazón, conocerle tal como Él es, descubriendo que la búsqueda de seguridad y paz se satisface primeramente solo en Él y en su obrar. Isaías lo señala así: “Oh Señor, tú eres mi Dios; te ensalzaré, daré alabanzas a tu nombre, porque has hecho maravillas, designios concebidos desde tiempos antiguos con toda fidelidad” (Is. 25:1). En la medida que conozco al Señor, me someto a Él, lo veo obrar y empiezo a descansar en Él, descubro que su entereza es sinónimo de la paz que tanto estoy buscando.
El profeta pregonaba esa dependencia del Señor de la siguiente manera: “Confíen en el Señor para siempre, porque en Dios el Señor, tenemos una Roca eterna”” (Is. 26.4). Si volvemos a mirar el texto del encabezado, veremos que la fortaleza de nuestro buen Dios va fabricando en nosotros la firmeza de carácter que nos lleva a vivir en paz en cualquier circunstancia y bajo cualquier condición. No es una paz que se resigna a la fuerza de los acontecimientos, sino una que actúa bajo los principios de Dios y puede modelar toda circunstancia conforme al deseo del Creador.
Esta confianza se hace evidente cuando descubrimos de manera práctica la intervención de Dios en todos los asuntos de nuestra vida, no solo observándolos a la distancia, sino actuando y obrando en medio de ellos: “Señor, tú establecerás paz para nosotros, ya que también todas nuestras obras tú las hiciste por nosotros” (Is.26.12). Este involucramiento del Señor nos da la seguridad, la fuerza, y la esperanza que ni el dinero, ni las armas, ni los bienes pueden alcanzar.
En tercer lugar, para que esta paz tan ansiada se convierta en una realidad debemos primeramente hacer las paces con Dios. Una vida de rebeldía y de desobediencia no puede, de la noche a la mañana, convertirse en un remanso de tranquilidad. Mientras no estemos dispuestos a devolverle al Señor su lugar de honor y control sobre nuestras vidas, haríamos mal en buscar una paz duradera. Isaías hace la invitación a buscar primeramente la paz con Dios (Is. 27:5). Jesucristo fue a la cruz para devolvernos la paz con Dios, que es justamente la paz fundacional de nuestras vidas. Justamente, el gran llamado del evangelio es a reconocer que tendremos paz con Dios a través de la fe en la obra de nuestro Señor Jesucristo. No olvidemos que el apóstol Pablo decía que “Él mismo es nuestra paz…” (Ef. 2:14).
En cuarto lugar, debemos volver a afirmar que la paz es también un bien comunitario. Si hemos alcanzado la paz en nuestra relación con Dios, si andamos en paz producto de nuestra obediencia al Señor, entonces, Él ahora nos empuja a contagiar con esa paz a nuestro entorno cercano y también, de alguna manera, a nuestra sociedad. No será algo artificial, sino que será la manifestación del carácter pacífico y compasivo del Dios de paz en nuestras vidas, quién desea que actuemos como Él actúa: “Porque tú has sido baluarte para el desvalido, baluarte para el necesitado en su angustia, refugio contra la tormenta, sombra contra el calor. Pues el aliento de los crueles es como turbión contra el muro” (Is. 25.4).
Sería bueno preguntarnos si estamos viviendo la paz de Dios (no solo en paz) y si la estamos contagiando entre nuestros semejantes. Si vivimos un cristianismo comprometido por largo tiempo, entonces sería bueno que nos hagamos el examen de la paz. Esta evaluación no debe traer como resultado el que ahora “tú” vivas en paz, o que ya los demás “te dejaron en paz”, sino cómo tu carácter cristiano está fomentando “la verdadera paz” dentro de tu comunidad.
Antes de “dejarte en paz”, permíteme recordarte el llamado que Pablo le hizo a sus discípulos de Corinto hace más de dos mil años atrás: “Todo es lícito, pero no todo es de provecho. Todo es lícito, pero no todo edifica. Nadie busque su propio bien, sino el de su prójimo” (1Co. 10:23-24). Cuando aprendamos a velar no solo por nuestros intereses, sino también por los intereses de los que nos rodean, entonces empezaremos a entender el significado de la verdadera paz. Adelantándonos a nuestra próxima lectura, podemos leer en Isaías lo que el Señor nos dice con claridad: “La obra de la justicia será paz, y el servicio de la justicia, tranquilidad y confianza para siempre. Entonces habitará mi pueblo en albergue de paz, en mansiones seguras y en lugares de reposo” (Is. 32:17-18).
José (Pepe) Mendoza es peruano pero vive hace varios años en Santo Domingo,República Dominicana. Es director del Instituto Integridad & Sabiduría y Pastor Asociado de la Iglesia Bautista Internacional. Está casado con Erika y tienen una hija, Adriana.