Necesidad de médico
“Respondiendo Jesús, les dijo: Los que están sanos no
tienen necesidad de médico, sino los enfermos. No he venido a llamar a justos,
sino a pecadores al arrepentimiento.” Lucas 5:31-32
Partamos de esta imagen empleada por el Señor Jesús
sentado a la mesa de Leví el publicano. Tomemos un enfermo que conoce bien su
estado, que sufre cruelmente, pero que no sabe a qué médico acudir ni qué
remedio tomar. Por el contrario, hay otro enfermo que ha oído hablar de un
excelente doctor y de un medicamento muy eficaz... pero se abstiene de uno y de
otro, porque cree que se encuentra bien. ¿Cuál de los dos se curará primero?
Pues ninguno, el segundo está tan desahuciado como el primero.
Nada hay más grave que esta enfermedad del alma que se
llama pecado. Aunque aqueja a todos los hombres, podemos distinguir también dos
clases de personas. La difusión que hoy en día alcanza el Evangelio, que nos
llena de gozo, no impide que muchas personas se parezcan a nuestro primer
enfermo: son conscientes de su estado de pecado; se sienten perdidas, pero
ignoran todo acerca del Salvador y de su gracia. Otros, por el contrario —y
podríamos colocar en esta categoría a varios hijos de padres creyentes— saben
mucho del Evangelio y quizá serían capaces de recitar numerosos pasajes de la
Palabra acerca de la cruz, la eficacia de la sangre de Cristo, la inutilidad de
las obras para alcanzar la salvación, conceptos que les son muy familiares.
¿Qué les falta entonces? La conciencia de su propia miseria; conocen el remedio
pero no se dan cuenta de su propia enfermedad.
Es verdad que haber recibido una educación cristiana
constituye —para los que hemos tenido este privilegio— una salvaguarda contra
los pecados más graves. Dios ha levantado a nuestro alrededor un cerco (Job 1:10) que nos impide seguir muchos
malos caminos a los cuales nuestro corazón nos quisiera llevar. Teniendo, pues,
menos faltas evidentes que confesar en comparación con otros —aunque poseemos
la misma naturaleza— el arrepentimiento nos parece menos necesario y sentimos,
quizás inconscientemente, cierto sentimiento de superioridad. Reaccionamos como
el hijo mayor en la parábola del hijo pródigo de Lucas 15; no nos hemos ido a un país lejano a dilapidar los bienes
del Padre con malas compañías, ni nos hemos contaminado con los “cerdos”; hemos
tenido un comportamiento exterior más que correcto, honrado... Pero como
consecuencia, todo lo que la gracia otorga al hermano menor que se ha
arrepentido, amenaza con permanecernos desconocido: El buen vestido de
justicia, el anillo, imagen de la relación, el calzado que evoca una marcha en
novedad de vida, la comunión sugerida por el banquete, y sobre todo, el perdón
del Padre y el lugar en su corazón.
Entonces queda la duda: si éste es el premio para los
descarriados, pecadores notorios, ¿no es preciso vivir primero la experiencia
del mal para luego poder comprender mejor la gracia de Dios? Pablo sugiere este
razonamiento, pero enseguida exclama: “En ninguna manera” (Romanos 6:2). Volviendo al ejemplo del enfermo, no es necesario,
pero sí muy peligroso, esperar a que el enfermo se halle en extrema gravedad
para atenderlo. Si el paciente da crédito al diagnóstico de su médico, no
esperará hasta sentir violentos dolores o constatar síntomas alarmantes para
empezar el tratamiento, ya que entonces podría ser demasiado tarde. En el campo
espiritual también existen dos maneras de conocer el pecado: por la
experiencia, en compañía del diablo, o por la fe, en compañía del Señor Jesús.
Éste en su Palabra me instruye sobre lo que es mi corazón. Si creo sus declaraciones, no tendré necesidad de aprenderlo de
otra manera; podré ser, como me enseña Romanos
16:19: “ingenuo para el mal”. Así como por la fe comprendo lo que dice la
Escritura en relación a Cristo y a su obra de gracia, por la fe también acepto
lo que la misma Palabra declara respecto a mí y a mis obras de perdición. Sólo
entonces puede ser completo mi conocimiento: las dos caras se iluminan una a la
otra, la perfección de Cristo responde a mi ruina moral, su misericordia a mi
miseria, su justicia a mi iniquidad, su vida a mi estado de muerte. Conozco el
remedio divino: la gracia, pero también mi enfermedad: el pecado. Y en la
medida en que este último me parezca horrible, el remedio tendrá para mí todo
su valor.
¿Qué enseña la Biblia sobre el tema del pecado?
—Declaraciones claras en relación al corazón del hombre (Génesis 8:21; Isaías 1:5-6; Jeremías 17:9;
Marcos 7:20-23; etc.)
—Ejemplos negativos, y ante todo el del pueblo de Israel,
muestra de la maldad de la humanidad en la cual somos llamados a reconocernos.
—La exposición de las santas exigencias de Dios,
especialmente la ley, en la cual nuestra incapacidad de respuesta es evidente.
—Un punto de comparación: La vida de Jesús en esta
tierra, en perfecto contraste con todo lo que somos por naturaleza. Bajo esta
luz (Él es la luz) estamos en condiciones de descubrir, en nuestros
pensamientos, en nuestros motivos secretos, fealdades insospechadas.
Si después de eso todavía nos hacemos ilusiones con el
bien que pudiera hallarse en nuestro corazón natural, ¿tendrá eso otro nombre
que incredulidad? Sin darnos cuenta quizás, hacemos a Dios mentiroso y nos
exponemos a dos graves consecuencias:
1. Subestimar las trampas de Satanás por exceso de
confianza en nosotros mismos y debido a esto sufrir caídas humillantes. Fue lo
que le ocurrió a Pedro estando en el patio del sumo sacerdote.
2. Subestimar la gracia
de Dios. La educación cristiana, el pasado honorable, el buen
comportamiento, todo esto nos da un barniz de justicia propia. Aparentemente
tenemos menos necesidad que otros de ser perdonados, menos necesidad de ser
guardados. En consecuencia, amamos menos al Señor, pues “aquel a quien se le
perdona poco, poco ama” (Lucas 7:47).
El Señor nos ayude a reconocer la abundancia de nuestra
miseria para poder apreciar mejor su gracia sobreabundante, a vernos tal como
somos para poder verle mejor, tal como él es.
J. Kn.
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