Usted dice: tengo un alma...
Usted dice: «Tengo
un alma, hay en mí algo que sobrepasa la vida terrestre y que es inmortal, y
esto me basta». No, amigo mío, esto no es suficiente para darle la paz. Sólo ha
llegado al versículo 7 del segundo capítulo de Génesis que felizmente no es el
último en la Palabra de Dios. Es necesario que usted vaya más lejos.
Si usted está
seguro de poseer un alma viviente e inmortal, también debería tener la certeza
de la existencia de un Dios creador, porque una criatura sin creador y una vida
sin fuente de vida no tienen sentido para un hombre sincero.
Pero entonces,
puesto que Dios existe, cualquiera que sea la conclusión final a la cual
llegue, admitirá que la cuestión de tener una relación con él es muy importante
y usted debe tomarla en serio, detenerse y buscar la respuesta. Retroceder con
indiferencia es casi igual a claudicar.
¿Cree usted que
Dios, después de haber creado al hombre, ha perdido el interés por su criatura
y la ha abandonado? Admitir esto sería hacerse una idea muy ruin de ese Dios,
cuya existencia usted reconoce, pero a quien tal vez nunca procuró hallar,
aunque está muy cerca.
Durante su vida
usted es libre de hacer lo que bien le parezca. No obstante, ¿ha pensado que su
alma, esa alma inmortal que con razón usted afirma poseer, cuando su vida haya
pasado, deberá ser puesta en la presencia de Dios? Entonces tendrá que
responder a la simple pero seria pregunta: “¿Qué has hecho?” (Génesis 4:10).
Note que ya hemos llegado al cuarto capítulo de la Biblia, y pronto lo
pasaremos.
En pensamiento,
trate de encontrar a Dios ahora mismo, sin esperar el momento más o menos
lejano, que ciertamente llegará, en el cual su alma dejará el cuerpo mortal, y
pregúntese qué responderá. Por medio de la Biblia conozco a dos hombres,
considerados como gente honesta, que se encontraron en esta situación. El
primero, Isaías, dijo: “¡Ay de mí! que soy muerto” (Isaías 6:5). El segundo,
Pedro, exclamó: “Apártate de mí, Señor, porque soy hombre pecador” (Lucas 5:8).
Además conozco un tercero, el que escribe, exteriormente quizá no peor que usted,
quien cuando encontró a Dios, dejando hablar a su conciencia, tuvo que
responder exactamente como los dos anteriores: «Estoy perdido».
Si no se ha dado
cuenta de quién es usted y qué ha hecho ante Dios, lea la Biblia, ese Libro en
el cual hallará toda la historia de la humanidad, triste historia, su propia
historia.
¿Ha mejorado el
hombre a través de la civilización? Al observar lo que sucede en el mundo no se
puede responder: «Sí». Y si la educación que usted ha recibido le ha ayudado a
impedir que muchos instintos malos se manifiesten, ¿tendrá motivos para creerse
mejor que los demás?
Si no se ha dado
cuenta de que Dios es infinitamente grande, infinitamente sabio, infinitamente
justo, lea la Biblia y descubra lo que él es y lo que ha hecho por los hombres.
Luego, preséntese delante de él y responda a la pregunta que le hace: «¿Qué ha
hecho»? Entonces se verá obligado a apropiarse de la respuesta de los hombres
mencionados anteriormente.
Reconozca que todo
lo que le he dicho es sensato y lógico. Insisto, porque voy a pasar a lo que no
lo es en absoluto, ya que es llamado –no me atrevería a decirlo si no estuviera
escrito en el mismo libro, en la Biblia– la locura de Dios (1 Corintios 1:18-24), porque ella sobrepasa la razón humana. Esa
locura es la cruz de Jesucristo.
Cuando usted se
encuentre en la presencia de Dios y responda a la pregunta «¿Qué ha hecho?» con
estas palabras: «Estoy perdido», la religión no lo salvará. Todas las
religiones dicen: «Corríjase, haga buenas obras, vaya a la iglesia, obedezca
los diez mandamientos». Usted conoce esos mandamientos (Éxodo 20) y tal vez los
ha observado todos, salvo el último. La religión no lo salvará, ella le
esconderá quizás al mismo Salvador.
Cuando haya
llegado al mismo punto que esos dos hombres y haya dicho a Dios: «Estoy
perdido», entonces no será más cuestión de lógica, de inteligencia, de buenas
obras ni de religión; nada de esto salva. Dios le mostrará lo que él ha hecho.
Él nos ha dado un Salvador que murió en la cruz para buscar y salvar a los que
estaban perdidos. Y si usted lo acepta durante su vida, no tendrá que
enfrentarse a un juicio que condena, sino que experimentará el amor que salva,
“porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para
que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna” (Juan
3:16).
He aquí, amigo
mío, adonde debe llegar para tener una vida feliz; usted no será feliz hasta
que no haya encontrado a su Salvador.
M.J.K.
Preparate para venir al encuentro de tu Dios.
Amos 4:12.
“Ten piedad de mí,
oh Dios, conforme a tu misericordia... y límpiame de todo pecado” (Salmo 51:1-2).
La voz de la conciencia
La conciencia es
la voz interior que le dice a uno si actúa bien o mal. La noción del bien y del
mal varía según las sociedades y las épocas; sin embargo, cada uno tiene una
referencia personal que le molesta si no le hace caso. Si cometemos malas
acciones, la conciencia viene a ser una voz acusadora. ¡Oh!, esa voz de una
mala conciencia... a la que se procura hacer callar mediante diversas
actividades, aun por medio de prácticas religiosas; pero a menudo es en vano.
No nos deja tranquilos, nos causa una sensación de malestar y perturba nuestro
sueño... Pone ante nosotros esas cuentas que aún no hemos saldado y por las
cuales un día deberemos responder. Es necesario, pues, escuchar la voz de la
conciencia y no hacerla callar, porque al ser pisoteada, pierde su
sensibilidad. Sin embargo, cuando se acerca el fin de la vida, los recuerdos de
la conciencia pueden hacerse más intensos, intranquilizándonos con la pregunta:
¿Qué hay después de la muerte? La respuesta de Dios está llena de gracia: la
sangre de Jesucristo basta para limpiarnos de todo pecado.
© Ediciones Bíblicas - 1166 Perroy (Suiza)
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