Identificación
Para que nos demos cuenta de las grandes verdades que
encierra, la Palabra de Dios se sirve a menudo de tipos y figuras que, como
alguien dijo, nos acercan y hacen palpables los objetos profundos e infinitos
de nuestra fe.
En los primeros
capítulos de Levítico, donde se instituyen los diversos sacrificios, se emplea
constantemente la expresión: “Pondrá su mano sobre la cabeza de su ofrenda”.
Por medio de este gesto, todo aquel que presentaba una víctima para el
sacrificio se identificaba con ella. Veámoslo en detalle: el holocausto,
sacrificio totalmente quemado sobre el altar, consagrado sólo a Dios, nos habla
de la entrega total de Cristo a Dios, para cumplir Su voluntad y acabar con la
obra que le había encomendado. El adorador llevaba un holocausto al tabernáculo
para ser aceptado. No se trataba de obtener el perdón de sus pecados, por los
cuales se debía efectuar expiación, sino de ser identificado con una víctima
perfecta y pura que, al ser consumida sobre el altar, era un olor agradable a
Dios. Dios nos ve en Cristo, nos recibe en él, toma en cuenta para nosotros
todos los méritos de la ofrenda perfecta de la cruz, de manera que “nos hizo
aceptos en el Amado” (Efesios 1:6).
En Filemón 17,
tenemos un ejemplo de recepción en virtud de los méritos de otro: “Si me tienes
por compañero, recíbele como a mí mismo”. Filemón no estaba dispuesto a acoger
favorablemente a Onésimo, su esclavo fugitivo. Sin embargo, hubiera recibido al
apóstol Pablo con los brazos abiertos. Por eso le dice: “Recíbele como a mí
mismo”. ¿No es esto, en cierto modo, lo que el Señor Jesús hace por nosotros
con respecto a Dios, y todo esto, desde ya, sin que haga falta esperar el día
en que entremos en la gloria? “Como él es, así somos nosotros en este mundo” (1
Juan 4:17).
En el sacrificio
de paz el adorador se indentificaba con la ofrenda de la siguiente manera:
“Pondrá su mano sobre la cabeza de su ofrenda” (Levítico 3:2). Este sacrificio
nos habla de paz y comunión. Se rociaba el altar con sangre; allí se quemaba la
grasa de la víctima; la parte derecha y el pecho eran para el sacerdote; el
adorador y sus invitados se nutrían de la carne del sacrificio (Levítico 7:15).
Los rescatados gozan de una parte común con Dios en el sacrificio de aquel que
“ha hecho la paz mediante la sangre de su cruz” (Colosenses 1:20). “Él es
nuestra paz… anunció las buenas nuevas de paz” (Efesios 2:14 y 17). Nuestra
comunión es con el Padre y con su hijo Jesucristo, una comunión que se realiza
de una forma muy particular y solemne en la Mesa del Señor. “La copa de
bendición que bendecimos, ¿no es la comunión de la sangre de Cristo? El pan que
partimos, ¿no es la comunión del cuerpo de Cristo?” (1 Corintios 10:16).
Al instituir el
sacrificio por el pecado, se subraya aún el principio de identificación con la
víctima: “Pondrá su mano sobre la cabeza de su ofrenda”. Aquí no trata de los
méritos de la víctima en favor del adorador, sino de una realidad, expresada
por el profeta Isaías de una manera estremecedora: “Cada cual se apartó por su
camino; más Jehová cargó en él el pecado de todos nosotros” (cap. 53:6).
“…quien llevó él mismo nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero” (1 Pedro
2:24). Al poner su mano sobre la cabeza de la víctima, el culpable expresaba el
hecho de que su pecado se transmitía sobre un cordero sin defecto, el cual iba
a ser castigado en su lugar. Es también el ejemplo de Filemón 18 y 19: “Si en
algo te dañó, o te debe, ponlo a mi cuenta… yo lo pagaré”. Pablo quería cargar
con la deuda de Onésimo hacia su amo y pagar en su lugar. He aquí lo que Cristo
hizo por nosotros.
El hecho de poner
la mano sobre la cabeza de la víctima corresponde a la fe contada por justicia,
de Romanos 4:5. El creyente comprende por una parte que todos sus pecados han
sido colocados sobre la Víctima santa, quien los ha expiado completamente; la
justicia de Dios, por otra parte, le acredita todos los méritos de Aquel que
fue entregado por nuestras transgresiones y resucitado para nuestra
justificación (Romanos 4:25).
Si hemos sido
identificados con él a semejanza de su muerte, lo seremos también a semejanza
de su resurrección. En la purificación del leproso, en Levítico 14, tenemos el
tipo admirable de lo expresado anteriormente: dos pájaros vivos y limpios eran
presentados delante de Dios. Uno era sacrificado, el otro, después de ser
zambullido en la sangre del pájaro muerto sobre las aguas corrientes, era
soltado y volaba libre. Este es un recordatorio perfecto de la resurrección del
Señor Jesús, de la cual tenemos parte espiritual desde ahora y de la que
también participaremos en cuanto a nuestros cuerpos cuando él venga. Dios “nos
dio vida juntamente con Cristo” (Efesios 2:5). “En Cristo todos serán
vivificados. Pero cada uno en su debido orden: Cristo, las primicias; luego los
que son de Cristo, en su venida” (1 Corintios 15:22, 23).
¿Hemos puesto
todos la mano, por medio de la fe, sobre la cabeza de Aquel que murió y
resucitó por nosotros?
G.A.