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De: ATTACmx  (Mensaje original) Enviado: 14/06/2004 03:17

http://groups.msn.com/ATTACMEXICOPROYECTO/ ©

   México D.F. Sábado 12 de junio de 2004

   Adolfo Sánchez Vázquez*

             Reconocimiento a la filosofía en tiempos adversos

   Sean mis primeras palabras para expresar mi más profundo y emocionado
agradecimiento al Consejo Universitario de la Universidad de Guadalajara por
haberme otorgado la alta distinción de doctor honoris causa, que tanto me
honra y con la cual siento reverdecer los estímulos, los afectos y las
consideraciones que hace ya largos años recibí a mi paso por las aulas de la
Facultad de Filosofía y Letras de esta universidad. Mi efusivo
agradecimiento lo extiendo al rector del Centro de Ciencias Sociales y
Humanidades, doctor Durán Juárez, y al rector general, licenciado Trinidad
Padilla, por las cálidas palabras con las que tan lúcida y generosamente han
enaltecido una vida consagrada a la docencia y a la investigación en el
campo de la filosofía.
Pero este reconocimiento que tanto aprecio y agradezco tiene también para mí
un significado que rebasa el estrictamente personal, pues lo interpreto como
el reconocimiento de una actividad, de un quehacer, de un modo de encararse
racionalmente con la realidad y con las ideas, con el mundo existente y con
un mundo ideal o deseado; con lo que es y con lo que debe ser. En suma,
reconocimiento de lo que Kant llamaba "filosofar" y de lo que llamamos
asimismo filosofía. Y este reconocimiento, así interpretado, es tanto más
significativo cuanto que se otorga en tiempos difíciles, y más bien
adversos, para la filosofía, y no sólo a escala provincial o nacional, sino
-a tono con el sistema mundial en que vivimos- a escala global.
Y no es que haya faltado la atención a la filosofía. Por el contrario,
aunque no se proclamara abiertamente, el Estado y las clases dueñas de él
nunca han sido indiferentes a la filosofía que reflexiona sobre las
relaciones morales, políticas o sociales que el poder estatal pretende
controlar. A este respecto, bastaría poner algunos ejemplos de las
relaciones -armónicas o conflictivas- que el Estado ha mantenido con la
filosofía; más exactamente, con ciertos filósofos. De las primeras -las
armónicas- citaremos las de la monarquía prusiana alemana con Hegel y, en
nuestra época, las del Estado nazi con Heidegger; en cuanto a las segundas
-las conflictivas-, recordemos las que mantuvieron Sócrates y el Estado
ateniense, y en el Renacimiento las de Giordano Bruno y el poder vigente,
ambas selladas con la muerte de uno y otro filósofos.
Pero al hablar ahora de los tiempos adversos para la filosofía no nos
referimos al hecho, reiterado a lo largo de su historia, del rechazo, por
parte del Estado, de determinada filosofía, sino al rechazo actual, por
parte de la sociedad, o un sector de ella, de la filosofía en general, y,
por tanto, no de ésta o aquella filosofía, aunque esto siga dándose desde el
poder vigente. Y este hecho, o la tendencia que en él se manifiesta, lo
encontramos recientemente en México, como botón de muestra, en las
declaraciones de un alto funcionario del gobierno que deplora el "excesivo"
número de filósofos cuando tanto se necesitan los profesionales vinculados
con la producción, el mercado y el comercio. Pero en la prensa hemos leído
también encuestas con preguntas orientadas a obtener la respuesta deseada:
que la filosofía "no sirve de nada".
No podemos ignorar que esta percepción negativa de la filosofía se da, sobre
todo, en los amplios sectores sociales que se alimentan ideológicamente de
los medios audiovisuales de comunicación. Pero hemos de reconocer que esta
actitud, que se extiende también a las ciencias sociales y a las humanidades
en general, no es nueva, pues en verdad la idea de la inutilidad de la
filosofía es tan vieja como la filosofía misma. En efecto, ya en el siglo
VII antes de nuestra era aparece esta idea asociada a uno de los primeros
filósofos griegos, Tales de Mileto. Se cuenta que su empleada doméstica no
pudo contener la risa cuando el patrón absorto en sus reflexiones cayó a un
pozo. Esta anécdota legendaria ejemplifica la percepción común y corriente
que, desde un punto de vista práctico-utilitario, egoísta, se tiene de la
filosofía. Desde él, ciertamente, no se ven las ventajas que pueda tener la
reflexión filosófica. Como no podía verla tampoco la madre de Carlos Marx al
decirle a su hijo que más le valdría hacerse de un capitalito, en lugar de
escribir El capital. En la actitud que se revela en estos dos casos, lo
práctico, lo ventajoso, se entiende como aquello que conviene al interés
personal, en su sentido más estrecho. Y, claro está, en este sentido la
filosofía es inútil y el filósofo es el hombre más impráctico del mundo.
Sin embargo, habría que reconocer que ese mismo hombre o mujer común y
corriente que así juzga a la filosofía tiene cierta idea sobre el sentido de
la vida y la muerte, sobre la finitud o la inmortalidad de la existencia,
sobre lo justo y lo injusto, lo bueno y lo malo, lo bello y lo feo, lo digno
y lo indigno, etcétera. Y tiene estas ideas aunque no haya llegado a ellas
por la vía de la reflexión, sino aspirándolas en el medio social e
ideológico en que vive como el aire que respira. Así, pues, ese mismo y
sencillo ser humano que rechaza por inútil la filosofía tiene, también,
porque la necesita, una filosofía para andar por casa. Gramsci decía por
ello que todo hombre es filósofo.
Pero al hablar de la percepción negativa de la filosofía nos referimos ahora
a su significado social; es decir, al que es propio y peculiar de una
sociedad, como la nuestra, en la que todas las actividades humanas y sus
productos se convierten en mercancías; una sociedad en la que los valores
más nobles -la justicia, la belleza, la dignidad humana- se supeditan al
valor de cambio; en la que el lucro, la ganancia, mueve las aspiraciones y
la conducta de los hombres, y en la que la competencia, el egoísmo y la
intolerancia hacen de la sociedad -como decía Hegel- un campo de batalla. En
esta sociedad lucrativa, competitiva y mercantilizada, la filosofía -como
las ciencias sociales y las humanidades- no es rentable. Y de ahí que en la
enseñanza media y superior se aspire -como aspira nuestro alto funcionario-
a recortar las alas a la filosofía para que vuelen a sus anchas las
disciplinas gratas al mercado. Y a esta aspiración responde la mayor parte
de las universidades privadas y, en general, las empresariales, que se
fundan exclusivamente para satisfacer las exigencias del mercado. Pero
cierto es también que las universidades públicas no escapan, aunque con la
resistencia que cada vez debe ser más intensa, a esa tendencia
productivista, mercantilista.
Y para justificar esta tendencia, se arguye descaradamente que la filosofía
no es productiva o práctica. Y en verdad no lo es, en el sentido mercantil,
capitalista. Estamos, pues, ante una actitud, aspiración o tendencia que
responde a un sistema económico-social neoliberal, en el que con la
globalización del capital financiero la mercantilización de todo lo
existente alcanza -tanto a escala nacional como mundial- un nivel jamás
conocido.
Tenemos, así, dos tipos de percepción negativa de la filosofía; una, del
hombre común y corriente que no ve ninguna utilidad personal en ella, y
otra, la del capitalista o sus voceros que niegan su utilidad
económico-social por no ser rentable en el mercado.
Ahora bien, a esta doble percepción negativa de la filosofía -y al
descrédito correspondiente de ella- contribuyen también ciertos filósofos
que se llaman a sí mismos "posmodernos" o del "pensamiento débil". Estos
filósofos la descalifican por proponer, en la actualidad, lo que la
filosofía, desde Platón a John Rawls, ha propuesto más de una vez: una
sociedad justa o una vida humana buena. Los posmodernos interpretan el
incumplimiento del proyecto emancipatorio de la modernidad o el fracaso
histórico del "socialismo real", que realmente nunca fue socialismo, como el
fin de las causas emancipatorias o de los "grandes relatos", según su
terminología, que la filosofía de la ilustración y el marxismo han
propuesto. Despejan así el camino al desencanto, a la decepción y a la
desconfianza en la filosofía, con el agregado de que, con ello, pierde
sentido todo compromiso con los valores, ideales o causas que muchos
filósofos, desde Sócrates, han asumido.
A estas percepciones de la filosofía hay que contraponer la reivindicación
de su importancia, necesidad y función social. Y no sólo en el sentido
teórico-práctico, de contribuir con sus reflexiones a elevar y dignificar al
hombre, sino también en el práctico de influir en sus actos, contribuyendo
así a dignificarlo, a humanizarlo en la realidad.
Así pues, si bien la filosofía es inútil juzgada con un estrecho criterio,
egoísta e individual, y si es improductiva, no rentable, al aplicarle el
criterio productivista, mercantilista, sí es, por el contrario, productiva,
práctica, rentable, en un sentido verdaderamente humano y vital, como la
atestiguan momentos clave de su historia: al forjar la moral y la política
del ciudadano de la polis ateniense; al impulsar en el Renacimiento y en la
modernidad la liberación del individuo de los grilletes del despotismo y de
la Iglesia; al inspirar al pueblo francés con los valores de la libertad, la
igualdad y la fraternidad en la Revolución de 1789, y en las de
independencia en América Latina; al denunciar, desde Rousseau a la Escuela
de Francfort, el torcido y perverso camino que tomaba el progreso científico
y tecnológico y, finalmente, para no alargar los ejemplos, al plantearse con
Marx y Engels la necesidad y posibilidad de transformar el mundo de la
explotación del trabajo por el capital.
Y si nos preguntamos hoy dónde está la importancia y la utilidad de la
filosofía, habrá que responder a ello situándonos en el mundo en el que se
hace la pregunta.
Un mundo injusto, abismalmente desigual; insolidario, competitivo y egoísta;
un mundo en el que una potencia -Estados Unidos- se burla del derecho
internacional y recurre a la forma más extensa de la violencia contra los
pueblos: la guerra preventiva, y a la más bárbara y repulsiva práctica
contra los individuos inocentes: la tortura; un mundo en el que la dignidad
personal se vuelve un valor de cambio y en el que la política -contaminada
por la corrupción, el doble lenguaje y el pragmatismo- se supedita a la
economía.
No es posible callar, ser indiferente o conformarse con este mundo que, por
ello, tiene que ser criticado y combatido. Pero su crítica presupone los
valores de justicia, libertad, igualdad, dignidad humana, etcétera, que la
filosofía se ha empeñado, una y otra vez, en esclarecer y reivindicar. Pues
bien, ¿puede haber hoy algo más práctico, en un sentido vital, humano, que
este esclarecimiento y esta reivindicación por la filosofía de esos valores
negados, pisoteados o desfigurados en la realidad?
Ahora bien, este mundo actual, justamente por la negación de esos valores
exige otro más justo, más libre, más igualitario, y otra vida humana más
digna, exigencia que desde la República de Platón a la sociedad comunista de
Marx y Engels ha preocupado a la filosofía. Pero el cambio hacia ella, ¿es
posible? Pregunta inquietante a la que la ideología dominante responde
negativamente alegando una inmutable naturaleza humana egoísta, insolidaria,
agresiva, intolerante. Toca a la filosofía salir al paso de esta operación
fraudulenta de convertir los rasgos propios del homo economicus de la
sociedad capitalista en rasgos esenciales e invariables de la naturaleza
humana. Con ello la filosofía presta un servicio no sólo a la verdad, sino a
la esperanza en el cambio hacia un mundo alterno con respecto al injusto y
cruel en que vivimos. Y necesitamos también de la filosofía para deshacer
los infundios de los ideólogos que proclaman que la historia ya está
escrita, o ha llegado a su fin, con el triunfo del capitalismo neoliberal,
"democrático", hegemonizado unilateralmente por Estados Unidos.
Pero la historia, puesto que la hacen los hombres, ni está ya escrita ni es
inevitable. Y puesto que en estas cuestiones se halla en juego el destino
mismo de nuestras vidas y de nuestra acción, nada más vital y práctico que
el papel esclarecedor de la filosofía con respecto a ellas, así como su
intervención en cuestiones tan vitales como las del progreso científico y
técnico cuando éste se vuelve contra el hombre; las relaciones entre
política y moral cuando la política se corrompe, o se vuelve "realista"; la
del dominio del hombre sobre la naturaleza cuando, guiado sólo por el lucro,
mina la base natural de la existencia humana, y, finalmente, la del imperio
que destruye la convivencia pacífica entre los pueblos.
Ahora bien, no hay que caer en el ciego optimismo que ve en la filosofía
respuestas o certezas para todas las interrogantes. La filosofía no tiene,
por ejemplo, respuestas definitivas para asegurar la armonía entre lo
universal (los derechos humanos) y lo particular (la diversidad de
tradiciones y culturas). Pero en contraste con los infundios de la ideología
dominante, del delirio de los fanáticos políticos o religiosos o de la
siembra corrosiva de los renegados, la filosofía nos ofrece con su crítica y
argumentación racional y sus diseños meditados de una vida más humana la vía
más confiable para navegar hacia un buen puerto, aunque no seguro.
Se hace, pues, necesario, en tiempos de confusión e incertidumbre,
reivindicar la filosofía justamente por su importancia y utilidad humana,
práctica, vital.
Y, de acuerdo con esta necesidad, acepto sumamente complacido el grado de
doctor honoris causa que me concede la Universidad de Guadalajara, porque si
bien esta alta distinción mucho me honra personal y académicamente, honra
aún más, humana y socialmente, a la filosofía.
* Discurso pronunciado en la
Universidad de Guadalajara al ser investido con el grado de doctor honoris
causa.
Guadalajara, Jal., 10 de junio de 2004

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