Un son para Puerto Rico II
III. Hijo de modestos españoles emigrados a La Habana, el niño precoz ha recibido en los colegios liberales de la gran urbe antillana una sólida formación intelectual y ética. El inicio de la Guerra Grande en Yara (10 de octubre de 1868) acelera su evolución y radicalización. Inmediatamente rompe con el reformismo criollo: “O Madrid o Yara”, no le parece posible una tercera opción.
En el colegio, en la calle, en el hogar – enfrentando a los padres – Pepe Martí se alista con los de Yara sublevados en el Oriente. Publica sus primeros escritos en enero de 1869, y a fines del año, por un acto de valentía y dignidad, sufre la cárcel, el presidio y el destierro. A los diecisiete años, engrillado, estaba trabajando en las canteras agobiantes de La Habana.
De esa experiencia dolorosa saldrá en Madrid, en 1871, su primer libro: una espeluznante denuncia del sistema de opresión. En 1873 escribe a toda velocidad un ensayo La República española ante la Revolución cubana, en el que reta a los republicanos, si son coherentes, a que lo muestren espléndidamente, dando la libertad a los esclavos negros y a la Cuba esclavizada que lucha por la república. “Cuba quiere ser libre – les advierte -. Cobarde ha de ser quien por temor no satisfaga la necesidad de su conciencia. Fratricida ha de ser la República que ahogue a la República. Cuba quiere ser libre. – Y como los pueblos de la América del Sur la lograron de los gobiernos reaccionarios, y España la logró de los franceses, e Italia de Austria, y Méjico de la ambición napoleónica, y los Estados Unidos de Inglaterra, y todos los pueblos la han logrado de sus opresores, Cuba, por ley d e su voluntad irrevocable, por ley de necesidad histórica, ha de lograr su independencia. ” [Madrid, 15 de febrero de 1873. En Martí: Obras Completas, La Habana, ENC, 1963, vol. I, p. 97]
Huye de España en cuanto acaba los estudios, se acerca a Cuba todavía en estado de guerra, y fija su residencia en México, luego en Guatemala. Con el pacto de Zanjón (febrero de 1878), regresa a La Habana sin admitir por ello la tregua. Conspira. El Capitán General lo expulsa de nuevo. Otra vez más, Martí transita por Madrid y escapa nuevamente. Y en Nueva York, en donde va a vivir de 1880 a 1895, se incorpora de lleno a la actividad revolucionaria, solidario de los combatientes de la Guerra Chiquita. Asume el interinato del Comité Central Revolucionario de Nueva York que es el organismo que, desde fuera, sostiene y orienta la lucha armada en los últimos meses de la Guerra de los Doce Años. Como “no hay en París más tenaz ni infatigable trabajador americano que el Dr. Betances” - cito a Martí – éste se dirige al prestigioso “Antillano” para quien “ no hay mar entre Cuba y Puerto Rico ” (continúo la cita), para que se digne aceptar la dirección de la emigración independentista de esa ciudad. [Borrador de carta, 1880, en Martí: Obras Completas, Vol. I, p. 55]
Esta entrega total de Martí a la lucha por la independencia de Cuba y la liberación, sin cortapisas de los esclavos (la cual no ocurrirá sino en 1886), no le impide, ya reconocido como organizador talentoso y brillante orador, que reflexione profundamente sobre los acontecimientos. Del temple de Betances, no lo vence la derrota, tenida por momentánea, pero no vuelve a Cuba. Los dos desterrados analizan, cada uno por su lado, las causas del fracaso (disidencias, desunión, tibieza), las nuevas condiciones de la lucha y las posibles vías que deben ensayarse. Están convencidos de que la paz no es sino un reposo obligado, que España no la aprovechará para satisfacer la aspiración nacional a la soberanía. Por consiguiente los revolucionarios deben aprovecharla para preparar la “guerra inevitable”.
Esta “guerra necesaria” - piensa Martí – ha de ser distinta tanto de las recientes en Cuba como de las pasadas en el continente, porque no es sólo un asunto militar. Primero, conviene unir en una masa compacta y decidida las entidades que, por los efectos dañinos de la historia colonial, andan dispersas y antagónicas: las emigraciones entre sí, la gente del interior y la de fuera, los orientales y los occidentales, los civiles y los militares, los veteranos y los “ pinos nuevos ”, los ricos y los pobres, los letrados y los campesinos, los dueños del capital y los trabajadores, los “de color blanco y los de padres africanos” (¡admirable formulación antirracista¡).
Segundo, conviene introducir de entrada en el proceso genético de la revolución de independencia, el criterio de la democracia en los métodos y fines de ese combate, el germen de la república en la guerra, de modo que de ésta no salga sino una república democrática y no el poder despótico de una clase, una casta o un caudillo. El cubano a quien se le pide que se aliste en la revolución debe saber a dónde le llevan, y con quién va; más, debe ser convocado a opinar antes de que empiece el choque bélico y a elegir a sus conductores. Nace en 1892 el Partido Revolucionario Cubano (abierto a los puertorriqueños), obra maestra de José Martí, como la forma más apropiada para que no sean olvidadas la voz y voluntad del pueblo en él congregado, para que en él trabajen y voten todos los emigrados (negros y mujeres también), y para que en la guerra inminente confiada a un generalísimo electo manden los civiles.
Tercero, conviene aclarar cuanto antes que la guerra, concebida sin odios, no se fomenta contra una raza ni contra un pueblo (el español desde luego); que, en la misma se espera la solidaridad de los pueblos y gobiernos latinoamericanos, y máxime, la del pueblo antillano, ya que la guerra se emprende para rematar la obra bolivariana de emancipación y de unión de Latinoamérica.
Conforme a esa línea programática previa al estallido de la guerra de 1895 – con razón llamada por Máximo Gómez la guerra de Martí -, le cupo a éste conceptualizar la idea de un partido que fuera laboratorio y garantía de la democracia incipiente en período de guerra, y conseguir que cuajase una formidable unión patriótica con base democrática; y le cupo al patriarca de la independencia antillana ser el portavoz y el artífice más coherente de la idea de unión antillana, bajo la forma de una posible “Confederación de las Antillas”.
IV. Este proyecto ha tenido en el último tercio del siglo XIX unos promotores de la talla de Betances y Hostos en Puerto Rico, de Luperón y Henríquez y Carvajal en la República Dominicana, de Máximo Gómez y José Martí en Cuba; sin hablar de otros antillanos, como por ejemplo Antenor Firmin en Haití.
Pero el padre, el arquitecto, el maestro de obras de dicha grandiosa idea de confederación antillana, constituida en torno a las tres hermanas colonizadas por España, es, no cabe la menor duda, pese a los inmensos méritos de Hostos, el mismo que a partir de 1869 firmaba “El Antillano” y el que ya en 1867 había advertido: “Cubanos y Puertorriqueños, unid vuestros esfuerzos, trabajad de concierto, somos hermanos, somos uno en la desgracia, seamos uno también en la Revolución y en la independencia de Cuba y Puerto Rico. Así podremos formar mañana la Confederación de las Antillas”. [En Carlos M. Rama: La independencia de las Antillas y Ramón Emeterio Betances, San Juan, ICP, 1980, p. 68]
El doctor trabajó en concreto en el surgimiento y consolidación de esa hermandad, extendida a la República Dominicana. Durante los treinta años que corren desde el grito de Lares hasta la capitulación de España, sin dejar de empujar cualquiera solución revolucionaria en su querida Borinquen, “El Antillano” no dejó de defender la soberanía amenazada de la República Dominicana (proyectos de anexión de 1870-71, y de compra de Samaná), república de la que se hizo ciudadano y a la que representó oficialmente en París; y no dejó de ponerse también al servicio de la Revolución Cubana, en donde quiera lo llevara el exilio, en Nueva York, en Santo Domingo, en Puerto Plata, en Santomás, en Jacmel, en Caracas, en París últimamente, de 1872 a 1898. Representó a la Cuba insurrecta en Haití y en Francia. Fue en París, a partir de 1896, el agente diplomático del gobierno de la República en armas, abogando siempre por la idea salvadora de la Confederación antillana, reinterpretación oportuna de la consigna de Monroe: “La América para los americanos, sí, pero las Antillas para los antillanos” (así formulado en 1870 en Port-au-Prince)
[La Confederación antillana] “no es – escribió el crítico uruguayo Carlos M. Rama – una nueva ensoñación, una idea utópica en la pluma de un escritor visionario, sino un concreto plan de acción revolucionaria, a través del cual se pretende adicionar fuerzas locales, menguadas, en una unidad superior, capaz de terminar con el viejo imperialismo español, y detener el avance del nuevo que asoma por el norte ”. [Carlos M. Rama, Op. Cit., p. 66]
En la óptica de Betances, y también en la de Hostos y de Martí, aunque el cubano no se pronunció sobre la estructura orgánica deseable de la unión antillana, esta confederación concierne ante todo a las tres hermanas, Cuba, Puerto Rico y Santo Domingo. Postulan la existencia entre ellas, como un hecho comprobado y positivo, de una identidad de origen y desarrollo, una identidad de desgracias y luchas, y una identidad de porvenir.
Amplían tal unión a las demás Antillas mayores (y ulteriormente a las menores), incluyendo a la más problemática de ellas en la época, la república negra de Haití. No hace falta subrayar cuán audaz era la propuesta. Baste recordar cómo desde su nacimiento había sido marginada, boicoteada y vilipendiada dicha república, incluso entre los continuadores de Bolívar. Betances, acaso porque tenía sangre negra en las venas pero sobre todo porque tenía en alta consideración el papel de esa tierra rebelde en el proceso emancipador del ser humano y de América, fue en medio de los antillanistas el más ardiente y convincente abogado de la rehabilitación del negro haitiano y de la reincorporación de Haití al conjunto antillano proyectado, mientras Martí la hacía parte intrínseca de “Nuestra América”.
La evocación del caso haitiano permite señalar el peso abrumante de la herencia colonial en esa parte del mundo aun sometida en 1895 a media docena de potencias europeas. Aludir a la extrema fragmentación de las Antillas, a las barreras de todo tipo que las encerraban separadamente, permite valorar asimismo la estrategia de quienes, tras Betances y Martí, obraron a favor de una descolonización real, de un acercamiento mutuo y de una unidad de espíritu, de intereses y de miras, entendida como natural e imprescindible.
En la mente de nuestros próceres de la independencia antillana, esa unidad, que adopte o no una forma confederal, corresponde a una necesidad presente y futura. Primero parece ser una condición para conquistar la independencia, arrebatada a la metrópoli ibérica. Segundo, parece ser la condición para asegurar luego esa independencia, dándole una forma viable e impidiendo que los Estados Unidos se apoderen, isla tras isla, del archipiélago todo y conviertan, a la boca del canal de Panamá, el mar Caribe en Caribbean Sea, en un Mediterráneo norteamericano.
Tomando en cuenta que la independencia de todas las Antillas libres será la garantía de la independencia de cada una de ellas, el proyecto no se reduce a un pacto defensivo. Es una propuesta de sociedad más justa en América y una contribución al equilibrio mundial en una de las zonas más expuestas a un conflicto naval, dadas las rivalidades coloniales y hasta imperialistas en la región.
V. Al producirse medio siglo después de la emancipación hispanoamericana continental, al llegar tarde por lo tanto en ese contexto, la lucha por la emancipación política de las Antillas españolas tenía que adquirir, por ley dialéctica, un carácter social mucho más avanzado de lo que era posible concebir y necesario emprender en tiempos de Bolívar y San Martín. Por lo menos alcanzó ese carácter en sus representantes más decididos y clarividentes, Betances y Martí entre otros, porque en lo que toca a otros jefes del independentismo antillano, Estrada Palma o Henna, por ejemplo, no les asistió la misma clarividencia ni la misma disposición.
Vimos que hasta cuando no fue posible contemplar a la vez la libertad política de Cuba y Puerto Rico y la plena libertad de su población esclava, no fue profundo ni duradero el movimiento libertador. Después de la abolición, fruto de la primera guerra de Cuba, el movimiento independentista, tal y como lo orientan Betances y Martí, se fija como meta la eliminación de la discriminación racial en todos los aspectos de la vida diaria, en el taller, en la escuela, en la calle, en los derechos cívicos incluido el de votar.
De acuerdo con esa concepción de una nación que abre los brazos a todos sus hijos, muy distinta de la nación criolla excluyente que prevalecía desde México hasta la Argentina, Betances y Martí explicaron, y pusieron en práctica, que la América, mestiza en su esencia, no se salvaría sin sus indios, sin sus negros, ni tampoco sin sus trabajadores del campo, las minas y las manufacturas, cualquiera que fuese su origen étnico o su nivel cultural. Con frecuencia Martí llamaba “justa”, o “trabajadora” o “nueva” a la república democrática por la que peleaba. Sabido es que el mayor apoyo recibido por el PRC vino precisamente de los clubes revolucionarios fundados entre los obreros tabaqueros de la emigración cubana en la Florida.
La finalidad más poderosa de esa república democrática en construcción mediante la guerra de independencia, la que la ha de legitimar, es la construcción de una sociedad más libre y más justa, más instruida y más moral, en un Estado moderno y laico, liberado del latifundio y el monocultivo, del caudillismo, el militarismo y el clericalismo, liberado de las plagas que habían gangrenado desde la raíz “la repúblicas feudales o teóricas de Hispanoamérica”, así definidas por Martí y Gómez en el manifiesto de Montecristi que justifica la reanudación de la guerra de Cuba en 1895.
José Martí quería que cambiase la sociedad. Escribía en 1893 a Sotero Figueroa: “Valgámonos a tiempo de toda nuestra virtud, para levantar, en el crucero del mundo, una república sin despotismo y sin castas” [Op. Cit., vol. II, p. 405], mientras Betances en julio de 1898, casi perdida la esperanza de que se independizase pronto Puerto Rico, instaba a Henna a intervenir en Washington: “Escriba, convierta, seduzca a todo el mundo, e inspírele bastante respeto a ese gobierno, para que llegue a pensar que somos capaces de fundar una republiquita pequeña, miniatura, pero perfecta, modelo, digna y respetada de todos por su corrección, su honradez y sus virtudes democráticas”. [Carta del 24 de julio de 1898, en Ramón Emeterio Betances, La Habana, Casa de las Américas, 1983, p. 370]
VI. Las tradicionales peleas por la posesión de una u otra pieza de las Antillas y por el control del golfo de México habían provocado desde el siglo XVI algunos cambios de soberanía en las islas, principalmente en detrimento de España. A finales del siglo XIX, estaban a punto de ser sustituidas por un enfrentamiento de nueva índole. Las potencias tradicionalmente dominantes (España, Francia, Inglaterra, Holanda) veían crecer el apetito de nuevas potencias mundiales en auge, desprovistas de colonias en la región pero deseosas de obtenerlas, cuando precisamente se iba acercando la perspectiva de apertura de un canal interoceánico a proximidad.
En realidad los Estados Unidos, más que Alemania, aspiraban a modificar allí el statu quo. Pero su política de anexión o de compra de la República Dominicana, Haití, Cuba, Puerto Rico, o las Islas danesas, chocaba directamente con la política de España, decidida a conservar sus territorios, no importa lo que costara, y chocaba globalmente con la política de Gran Bretaña, la potencia de mayores recursos económicos, financieros, comerciales, y también navales, en Latinoamérica.
El convenio de 1850 entre los Estados Unidos y Gran Bretaña amenazaba romperse. Un conflicto territorial entre Guayana y Venezuela y la cuestión de la neutralidad del canal en construcción, oponían las dos superpotencias atlánticas a fines del siglo XIX. El antagonismo de las grandes potencias en esta región codiciada amenazaba la paz. Por eso, tanto Betances como Martí consideraban que las Antillas, ubicadas en “el crucero del mundo” (expresión recurrente), estaban “en el fiel de la balanza” (otra expresión usual), ocupando una posición céntrica y estratégica entre rivales inclinados a resolver por la guerra intereses contradictorios, entre los continentes europeo y asiático pronto relacionados, en medio de las dos secciones del continente americano, la anglosajona y la latinoamericana.
Al independizarse Cuba y Puerto Rico por sí mismas y al constituirse con la agregación de Santo Domingo en una Confederación antillana sólida, se impedía que las pretensiones norteamericanas, harto conocidas desde que las formulara en 1823 John Quincy Adams, desencadenasen un conflicto armado internacional; se impedía también que los Estados Unidos, al adquirirlas de grado o por fuerza, tuviesen a Cuba, Puerto Rico y la República Dominicana por cabezas de playa en la ruta de la conquista del resto del Caribe y Centroamérica.
La independencia absoluta de Cuba y Puerto Rico, conseguida sin compromiso exterior peligroso y sin alianza esterilizante con la oligarquía doméstica, y la unión antillana, aparecían a Betances y a Martí, no sólo como la coronación de una aspiración continental y universal justa – el derecho de los pueblos a la libertad y la independencia -, sino como una ayuda a la independencia inacabada e incierta de la América Latina y al equilibrio vacilante del mundo.
En 1895, al inicio de la guerra de Cuba, en carta al dominicano Federico Henríquez y Carvajal, despidiéndose de él, José Martí afirmaba: “Las Antillas libres salvarán la independencia de nuestra América, y el honor ya dudoso y lastimado de la América inglesa, y acaso acelerarán y fijarán el equilibrio del mundo. […] Hagamos por sobre la mar, a sangre y a cariño, lo que en el fondo de la mar hace la cordillera de fuego andino. […] Levante bien la voz: que si caigo, será también por la independencia de su patria”. [Montecristi, 25 de marzo de 1895, en Op. Cit., vol. IV, p. 111-112]
Poco después de haber desembarcado en el Oriente cubano a tomar la jefatura civil de la insurrección, desde el campamento de Dos Ríos, en víspera de su caída en combate, Martí confiesa a su entrañable amigo mexicano Manuel Mercado: “Ya estoy todos los días en peligro de dar mi vida por mi país y mi deber […] de impedir a tiempo con la independencia de Cuba que se extiendan por las Antillas los Estados Unidos y caigan, con esa fuerza más, sobre nuestras tierras de América. […] La guerra de Cuba, realidad superior a los vagos y dispersos deseos de los cubanos y españoles anexionistas […] ha venido a su hora en América, para evitar, aun contra el empleo franco de todas sus fuerzas, la anexión de Cuba a los Estados Unidos”. [Dos Ríos, 18 de mayo de 1895, en Op. Cit., vol. IV, p. 167-168]
Unos veinte años antes, Betances sustentaba semejante opinión respecto a la anexión de las Antillas. Saludaba entonces la República Dominicana “tan enérgicamente pronunciada contra el español que oprime como contra el yanqui que suprime”, y añadía: “Nosotros somos tan antillanos como los indios de Cuba, de Quisqueya y de Borinquen. […] Hoy como entonces, están plenamente en su derecho los que se levanten a defenderse contra el asesino, cualquiera que sea su nombre. […] ¿Cómo nombraría la historia el hecho de los cubanos, llamando la anexión? […] Realizar la anexión es condenar a los expatriados de los españoles a no encontrar patria jamás; […] es condenar la isla al odio de sus vecinas que deben de ser sus hermanas; y a la execración de los de corazón antillano; es obligar un pueblo entero a la deserción; es faltar a su misión y profanar su destino; es abandonar su puesto del primer rango; es descubrir y vender la América Latina”. [Cuba, París, 1874, en Ramón Emeterio Betances, Op. Cit., pp. 148-149]
¿Quién, de Betances o Martí, expresó mejor el significado histórico de la independencia y la unión de las Antillas? ¿Quién, de Martí o Betances, dijo con más convicción que la cuestión no era cambiar de amo? En verdad, son vanas esas preguntas, como es vano tratar de distinguir al maestro del discípulo, si bien el cubano impar fue un continuador del combate antillano del veterano puertorriqueño y si bien el Presidente del Comité cubano de París fue un fiel intérprete de la doctrina del Delegado radicado en Nueva York. Allende los mares asombra su convergencia. En la cúspide se juntan aquellos pensadores y actores de la independencia absoluta de las Antillas.
Murió el más joven en 1895 y el patriarca en 1898. Sus islas respectivas no tomaron el rumbo que ellos soñaron, ni ellas se unieron. Ambos lo habían temido y no pudieron impedirlo. Su guerra de plena liberación del hombre y la nación, acabó siendo la guerra de la frustración. Hasta el rescate, cierto 1째 de enero de 1959...
Queda de ellos una lección imperecedera de inteligencia y perspicacia, de abnegación e integridad, de humanismo y tolerancia, y la fuerza de una utopía esperanzadora.
Nota: Este texto se presentó el 2 de marzo de 2005 como una conferencia del Instituto Ortega y Gasset, en Madrid, con el auspicio de la Fundación Voz del Centro.)
* Profesor emérito en la Universidad de París VIII