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General: Saramago y el poder popular en Venezuela, con toda gentileza para proletario
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Respuesta  Mensaje 1 de 1 en el tema 
De: matilda  (Mensaje original) Enviado: 01/12/2005 03:52
José Saramago y el poder popular en Venezuela / José Javier León





La lectura de “Ensayo sobre la lucidez” (Alfaguara, 2004), de José Saramago, resulta verdaderamente inquietante. Me parece además, insoslayable, o al menos, ofrece una perspectiva desde donde el caso venezolano se ilumina con una luz esclarecedora, que difícilmente podemos hacer a un lado apenas nos hundimos sin resquicios en su trama avasallante (la de la novela, la del país.) La anécdota cabe en pocas líneas, a saber: Los habitantes de una ciudad capital comprenden al unísono que los mecanismos de la democracia representativa no tienen sentido en absoluto y lo demuestran con un gesto simple: más del 80% de la población vota blanco. En consecuencia el Estado aparentemente democrático desaparece (más bien cae la máscara) para darle curso a su rostro verdadero: el terror.
Desde la perspectiva del Estado burgués, liberal, “democrático”, que conocemos hasta el asco, ha ocurrido un desastre. Desde el punto de vista ciudadano, la población alcanzó la libertad. La “fábula” de Saramago nos descubre que el Estado de la democracia representativa no puede vivir sin sus representados; si estos toman una decisión, ésta debe pasar antes por sus manos correctoras, hará como que la considera, la consiente o la rechaza, mas sólo la oblitera e impone la suya. La iniciativa popular, el libre albedrío, la conciencia sin más, es una esperanza sin futuro, una nostalgia incumplida. El Estado del que hablamos le teme al ciudadano en libertad, no confía en sus pasos, recela de sus actos, lo persigue de cerca, no lo acompaña, lo vigila. Como esos muchachos que en las tiendas, con audífonos y micrófonos sospechan de bolsos y apariencias desaliñadas, así el Estado pisa la sombra de sus ciudadanos, todos culpables a menos que sus palabras y actos demuestren lo contrario.
Las historias de este tipo de poder, al menos desde Dostoievski o Kafka, tienen larga y sugestiva tradición, no descarta por demás, Saramago las comparaciones literarias y en dos momentos las referencias a los típicos detectives novelescos aparecen como guiños al género de la novela negra. Lo que sí es novedoso, y esto es porque el hombre es él y su circunstancia, como diría el español, es la aparición del nuevo poder, la opinión pública, vaticinando que su accionar político, altamente subversivo y revolucionario, no es tomar el Poder sino destruirlo.
No soporta el Estado que los ciudadanos elijan otro camino antípoda al que está acostumbrado a ofrecerles como única alternativa. No soporta que no crean en él, que lo ignoren, que hagan como si no existiera. Como un niño malcriado reacciona con violencia, y ejerciéndola, llama la atención, grita, se enfurece. El Estado odia pasar desapercibido. En la novela, el Estado abandona la ciudad, creyendo que en ésta, una vez sola, se desencadenará una oleada incontenible de crímenes que hará que los ciudadanos escarmienten y clamen el retorno de los organismos encargados de la seguridad, del orden público. No ocurre ni una cosa ni mucho menos la otra, antes bien, y por ejemplo, ante un gesto unísono y colectivo de solidaridad que los medios se vieron forzados a trasmitir porque creían que era inminente la guerra civil (los venezolanos con memoria del periodo diciembre 2002 – febrero 2003, para más señas “golpe petrolero”, podrán hacer fáciles conexiones) el gruñido del Estado fue “mierda”, menos incrédulo que deseoso de decirle a los demás estados que los ciudadanos de la capital rebelde lo necesitaban para evitar la llegada de la sangre al río. A pesar de la caída uno tras otro de los planes por llevar el caos a la ciudad (no recoger la basura fue una de las estratagemas, quebrada por la voluntad al unísono y colectiva de las señoras que casa por casa y frente por frente limpiaron, entre todas, la ciudad), el Estado, en componenda tácita con los medios, apura la supuesta perentoria necesidad de su existencia y para ese fin (sin pararle a los medios, no los de comunicación sino los de Maquiavelo) se decide por el terror sin dobleces ni subterfugios: pone una bomba y mueren más de veinte personas. Paralelamente, ha desaparecido a quinientas para forzarlas a revelar un supuesto plan porque de algo no se convence el Estado, y es de que la conciencia ciudadana de pronto, sin brecha, en bloque, como aquel grito de Lope en Fuenteovejuna, colectiva y unísona, nace desde el fondo de la rabia y la indignación, de la espera, de la paciencia, de la fe, del amor.
Paralelamente ha infiltrado informantes, sapos, denunciantes, perseguidores, sanguijuelas para quienes todo y todos es digno de sospecha. Luego, como no existe tal consenso en la población, al menos no de la burda manera como se lo imagina, sino que una voz y un cuerpo emergente toman el rumbo de la ciudad con acciones colectivas y unísonas –así limpian la ciudad, así protestan la colocación de la bomba y lloran sus muertos frente a las instalaciones abandonadas del Estado terrorista, así denuncian y multiplican la verdad- entonces se dispone con argucias y por encima de todo, a mentir, a construir la verdad que mejor calce. Acusa y mata inocentes. Todo esto ocurre, repito, en componenda con los medios, a quienes se les paga y sustenta para que hagan lo que tienen que hacer –siempre a favor de ese Estado (o status quo)-: ocultar la verdad, construir mentiras. Los ciudadanos lúcidos de esta isla (porque la capital fue sitiada) no necesitaron los medios y aprovecharon en su momento y multiplicaron ciudadanamente, con miles y miles de volantes, a los que resistieron a la mentira y que fueron cerrados. Y cuando el Estado con su voto en blanco se borró, los medios aliados también se borraron, pero cuando el Estado reapareció oculto tras el manto del terror, con él vinieron, como buitres.
Con esta novela Saramago vuelve a pronunciar aquel discurso suyo de cuando los medios mal pudieron ocultar los ríos de dignidad en las históricas jornadas de protesta pacífica previas a la ocupación de Irak en las que millones en todo el mundo, al unísono, colectivamente, dijeron NO a la invasión. Vuelve a pronunciarlo hoy ante ciudadanos marchando pacíficamente, que dicen en Francia, a dieciséis días de violencia (protagonizada en su mayoría por jóvenes inmigrantes magrebíes y subsaharianos, calificados de “escoria” por el mismo Estado que asegura que “sera ferme et juste”) NO a la discriminación. Repite Saramago su discurso cuando una multitud de madrileños dice hoy, NO a la colonización del Sahara Occidental.
En la novela de Saramago, por demás, se adelanta una utopía: los libres son mayoría, una mayoría aplastante. Una razón más para que el proceso venezolano se mire en ese espejo, para que los resabios del Estado burocrático y cuartorepublicano desaparezcan del orbe político bolivariano, para que el poder popular haga plena la democracia participativa y protagónica, construyendo el poder desde abajo, desde adentro. Un nuevo poder, no el del estado burgués, liberal, “democrático”, más bien pantomima de democracia. Con razón afirmó contundentemente José Saramago, en respuesta a los ilusos de la oposición en nuestro país que se habían arrogado, tergiversándola, la metáfora del voto en blanco en las elecciones pasadas: “Los hombres y las mujeres que en mi novela votaron en blanco lo hicieron como acto de protesta contra la degradación de la democracia, pero la oposición venezolana llama a la abstención precisamente cuando en Venezuela se está poniendo en pie una democracia con la participación directa del pueblo. No me extraña que no sean capaces de entenderlo si tampoco han sabido entender el libro que escribí. O quizá sí lo saben y por tanto son conscientes del engaño que pretenden endosarle a los venezolanos. La sucia maniobra sólo merece mi desprecio. Espero que el pueblo venezolano igualmente la desprecie con su voto”.



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