El Derecho, cuyo imperio absoluto en las relaciones de los pueblos, se tiene por imposible, va penetrando en ellos: cuando le sepan, le querrán; cuando le quieran, le realizarán voluntaria indefectiblemente. La ley internacional, difícil de establecer, porque tiene que ser voluntariamente aceptada por colectividades soberanas, es fácil de hacer cumplir una vez que se proclame, por ser moralmente necesario que quien la admite la cumpla: para ser obedecida no necesita ejércitos; su fuerza no está en las bayonetas, sino en la conciencia humana. El Derecho de gentes no ha sido, no es, no puede ser coacción, sino armonía: existe en la medida que concurren a él los sentimientos elevados, las ideas exactas, los intereses bien entendidos, no en virtud de su fuerza armada que suele servir para conculcarle.
Los hechos sin analizar se arrojan a veces como montañas para sepultar bajo su mole la inteligencia y la esperanza, y de que una cosa no ha sido nunca, se concluye que no será jamás; pero la historia es un maestro, no un tirano; su ley no es la fatalidad, y sus lecciones enseñan que el progreso del derecho, lento en otras épocas, es rápido en la nuestra, y lo será más cada vez, porque cuando la razón ha logrado romper las ligaduras que la aprisionaban, desciende sobre la humanidad, como caen los graves, con movimiento acelerado: confiemos en su triunfo.
En alas de la fe en Dios y del amor a los hombres, elevemos nuestro espíritu a las grandes alturas, y veremos desde ellas distintamente la luz de la justicia universal. Fortificados con esta visión divina, volvamos a la tierra, a la realidad, para luchar con las pasiones, con los intereses, con los errores, con la ignorancia; arrostremos la oposición, la calumnia, el olvido, y cuando llenen nuestro corazón de amargura, consolémonos con el recuerdo de la verdad que hemos contemplado. Si hubo un tiempo en que esperar fue soñar o creer, hoy esperar es pensar.
Pensemos y esperemos.
FIN.