'Shekinah', morada de Dios, o fulgor de la divinidad. Así se llama la iglesia donde encuentran refugio los cientos de damnificados por el alud de tierra que cubrió el pasado domingo varias decenas de casas en Calle Vieja, al sur del municipio de Bello (Antioquia).
Paula Correa, una líder del programa de asistencia alimentaria, Maná -que significa “el pan que cae del cielo” en hebreo-, invita a los familiares de las personas recuperadas en medio de los escombros a una reunión para las cuatro de la tarde. Un megáfono amplía su voz que la hace parecer de más edad. Tiene apenas 24 años.
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Paula ha vivido en el sector de La Gabriela, Las Orquídeas y Calle Vieja, desde los dos años. Ha visto cómo, poco a poco, la madera, el adobe y el cemento han nutrido la montaña. Los jóvenes le hacen caso. Da órdenes, explica a quienes van llegando de qué manera pueden ayudar.
Saca unos minutos de su labor para almorzar y, de paso, atender a los periodistas. Por un instante se le quiebra la voz cuando recuerda a sus vecinas Nazaret y Yaneth, quienes están desaparecidas.
“Todos. Los recuerdo a todos, porque todos eran importantes”, dice. “Ellas habían pedido a la alcaldía de Bello, desde hace doce años, que ordenaran que no tiraran más basura y escombros en la parte alta de la montaña. Me consta que habían recogido firmas y todo”, agrega refiriéndose a sus vecinas.
Se seca las lágrimas y se transforma. Vuelve a su estilo imperativo habitual. Es una líder y no hay tiempo para lamentarse. Todavía hay más de 120 personas desaparecidas y hasta ese momento, casi las 4 de la tarde, sólo hay rescatados 21 cadáveres.
Han pasado más de 24 horas desde que la montaña se desplomó. Uno de los visitantes del barrio comenta: “lo que uno le quita a la naturaleza, ella lo cobra”. Otro responde: “pero siempre a los más pobres”.
Calle Vieja, el lugar de la tragedia, es el sector más antiguo de la zona. Al igual que los barrios Popular I y II (de Medellín), San Javier (en la Comuna 13), Zamora (en Bello), fue construido como una invasión. Primero fue el fieltro, luego las tejas o la madera, y una vez se tuvieron los recursos, se levantó una estructura de adobe y cemento; de ninguna de las casas, o casi ninguna, se hizo planos. El barrio, que fue declarado por el Gobierno como zona de desastre, estaba “sin legalizar”.
Varias decenas de casas, más de media manzana, quedaron enterradas. En Calle Vieja, casi todas tenían servicios básicos. Debajo del fango quedó una carpintería, una colchonería, una chatarrería y algunos negocios pequeños. Pero lo que más duele: familias enteras.
En medio de la pobreza el barrio se abrió paso. En algunas casas, una empresa de televisión por cable instaló a bajo precio la red. Y los vecinos, al igual que en todos los barrios de invasión, han abierto caminos de barro. La organización y cooperación entre ellos son activas, pues el Estado “solo llega cuando hay desastre”, como dice Paola. En estos barrios son famosos los “convites”, en los que los vecinos se reúnen a hacer y vender empanadas u otros productos con el fin de mejorar sus cuadras o viviendas.
Aledaños a Calle Vieja, que tiene más de 40 años, se han construido otros dos barrios de invasión más jóvenes. Allí el agua y la luz es de contrabando.
Paula estaba afuera de su casa, desde donde se podía ver Calle Vieja, cuando “el mundo se vino encima”. “Hubo quien creyó que había caído un avión”, cuenta. Se levantó la tierra y la nube de polvo comenzó a subir. Eran más de las dos de la tarde del fatídico domingo 5 de diciembre. El rugido estremeció al barrio entero.
Extrañamente no estaba lloviendo como ocurre por estos días en todo el país. Hacía calor. En una casa de Calle Vieja se celebraban primeras comuniones. Se presume que ahí había más de 40 personas, muchas de ellas niños. Muy cerca, en otra casa en la que quedaba una licorera varios vecinos departían. En la carpintería de Juan Ruíz, de 40 años de edad, dos empleados estaban terminando unos muebles. Una cuñada del carpintero salió a la tienda que queda a una cuadra de distancia en la dirección opuesta de la tragedia. Se salvó, ella y su hija de cinco años.
Juan Ruíz mira con estupefacción la montaña que se tragó a su familia, mientras los organismos de rescate y las retroexcavadoras hacen su trabajo con la esperanza de encontrar a alguno de sus seres queridos. Con vida solo se sabe de siete casos de rescatados, que fueron encontrados en las primeras horas después del derrumbe. No obstante, para el segundo día, el ánimo ha bajado y la esperanza se extingue.
Para ese momento sólo dos cadáveres de sus familiares, de más de una docena que vivían en Calle Vieja, se han recuperado: Yulieth, una sobrina de cinco años y Jeison, de 12. Esta noche él con cerca de 8 sobrevivientes de la familia debe dormir en la “manga” (potrero) que está a la entrada del barrio.
Hay 180 voluntarios de la Defensa Civil y varios centenares de otros organismos como La Policía, el Ejército, los bomberos, Bienestar Familiar, que prestan su servicio de asistencia y rescate. Entre los rescatistas están los ocho caninos que fueron a Haití a recuperar los cadáveres después del terremoto.
“Lo último que se pierde es la esperanza. Es probable que por ser estructuras de concreto hayan quedado algunas personas entre los llamados ‘triángulos de la vida’”, dice Alfredo Muñoz, Jefe de Operaciones de la Defensa Civil. “Tenemos información de cerca de 145 personas desaparecidas, pero eso es una aproximación”, dice. Para rescatarlos, los voluntarios trabajarán de día y de noche relevándose cada dos horas. No obstante, Muñoz reconoce que es muy difícil hallar personas con vida.
Los sobrevivientes, entre sollozos, barro y cansancio, amanecieron este lunes en la iglesia Shekinah, donde presta sus servicios la fundación Amando a mí prójimo. En la mañana, cuenta la líder de esta comunidad cristiana, María Isabel López, fueron casi 200 personas las que buscaron ayuda. Ella dice confiada que la casa cuenta con varios salones de reunión, “que pueden alojar hasta 300 personas”.
“Acá se ha visto la misericordia y solidaridad de la gente”, dice López, quien explica cómo se ha organizado la comunidad. Ella hace parte de los líderes de la fundación encargada de direccionar las ayudas y censar a los damnificados.
Amando a mi prójimo es dirigida por líderes cristianos que fueron, como ellos mismos dicen, “rescatados del pecado”. Dos de ellos, el pastor Juan Piedrahíta y el presidente de la Junta de Acción Comunal, Elkin Cardona, fueron exconvictos. Ahora se dedican al servicio a la comunidad.
“Yo estaba evangelizando parte de ese barrio. Había comenzado una tarea para tratar de ayudar a los muchachos con problemas de drogadicción. Esto es muy duro”, dice Cardona.
“Hay otros dos sectores del barrio que están en riesgo” explica, mientras muestra dos partes de la montaña que parecen arrancadas a dentelladas. “Nosotros le hemos advertido al municipio que en cualquier momento eso se puede caer”, agrega. Debajo de los filos carcomidos de la montaña hay varias casas. Algunos de los vecinos han sacado sus enseres, pero la mayoría es pobre y no tiene para dónde irse.
Dos riachuelos mojan los costados de la montaña. Ellos son canalizados de manera artesanal para evacuar las aguas negras. Sirven a la vez de canal-acueducto y calle, (si es que así se puede llamar). Eso explica el olor a eses y basura. Pero también son la principal amenaza pues con las intensas lluvias se desbordan y provocan los deslizamientos.
Hay quienes creen que la tragedia se produjo porque la parte alta de la montaña, por dónde pasa la avenida Medellín-Bogotá, era un vertedero de basura y escombros. Pero esa montaña también fue explotada como cantera. Y como en la mayoría de las zonas de riesgo del país, ahí se asentaron pobladores, algunos de ellos desplazados. Todos pobres.
“No tenemos escrituras, ni papel de compraventa. Para acceder a un subsidio nos piden que no estemos en Datacrédito, que tengamos ingresos fijos. ¿En dónde queda el supuesto derecho a una vivienda digna?”, se preguntó Paula indignada.
La líder considera que así tengan dueño los predios en los cuales se construyeron las casas que hoy están en riesgo, es responsabilidad del Estado ayudar a ubicar a esas familias. “No basta con decir que hay miles de personas en zonas de riesgo”, dice.
Casi a las cinco de la tarde comienza la reunión de las víctimas de la tragedia. Asisten varios de los sobrevivientes. Tienen los ojos hinchados de tanto llorar. Se les informa a las víctimas que sólo hay 10 cuerpos identificados, de los 23 que han sido rescatados hasta ese momento. Las familias acuerdan hacer un entierro colectivo de los identificados en la Parroquia de Nuestra Señora del Rosario de Bello.
El desastre recuerda otros de igual magnitud como el de Media Luna, (en los barrios Juan Pablo II y 8 de Marzo) en 1954 que dejó cerca de 150 muertos; o la tragedia del barrio Villatina, en 1987, cuando un deslizamiento acabó con la vida de más de 500 personas; y otro largo etcétera de deslizamientos, aludes de tierra e inundaciones.
Shekinah, sin embargo, suena a esperanza. Allá llegan las frazadas, las carpas, el agua, los alimentos, los periodistas y los refugiados. Su nombre tan sonoro como Maná o “prójimo” alienta a los vecinos de Calle Vieja. “Aquí les damos un abrazo, que además de comida y abrigo, es lo que necesitan. Acá les recordamos que la vida continúa”, dice María Isabel López.
Cae la noche y comienzan a llegar nuevamente personas que perdieron a sus familiares y pertenencias. Van a intentar dormir, pues la mayoría no ha podido, para después comenzar un nuevo día de búsqueda. En la ‘morada de Dios’ hay comida y abrigo por unos días. Sin embargo, la recuperación plena de de sus vidas tardará mucho tiempo.