Si se lee con atención el relato del juicio final (Mt 25, 31-46), lo que importa, lo que interesa, lo que Dios tendrá en cuenta, en el juicio último y definitivo de la humanidad, no será la fe, ni la religiosidad, ni la piedad, sino solamente una cosa: el comportamiento que cada cual tuvo con sus semejantes, especialmente con los que peor lo pasan en la vida, o sea, los que pasan hambre, los enfermos, los necesitados, los extranjeros, los que están en la cárcel. Los que se portaron así en este mundo, ésos serán los aprobados por Dios, sin aludir siquiera a si tenían o no tenían creencias religiosas, si era personas piadosas y practicantes, y otras cosas parecidas.
Según cuentan los evangelios, Jesús dio a entender, con frecuencia, que esto es lo que a él le importaba. En este sentido, es elocuente el relato de la curación del criado de un centurión romano (Mt 8, 5-13; Lc 7, 2-10; Jn 4, 43-54). Aquel militar, como todos los militares del Imperio, tenía que hace un juramento de fidelidad al Emperador, al que se consideraba como Dios (”ipse deus”). Por tanto, aquel centurión no tenía las mismas creencias que los israelitas. No tenía las verdaderas creencias, pero tenía una conducta ejemplar, al preocuparse tanto por remediar el sufrimiento de un criado. Y por eso, Jesús dijo: “Os aseguro que en ningún israelita he visto tanta fe” (Mt 8, 10; Lc 7, 9). ¿Qué fe tenía aquel militar pagano? Nosotros diríamos: “una fe equivocada”. Y sin embargo, a juicio de Jesús, por más equivocado que uno ande en la fe, si es buena persona de verdad, eso es más determinante, ante Dios, que todas las creencias, por más ortodoxas que sean. Y si no, ¿cómo se explica que, en la parábola del buen samaritano (Lc 10, 30-37), precisamente el modelo que pone Jesús es el del hereje samaritano, en contraste con el sacerdote y el levita, que eran los modelos de la ortodoxia observante?
No estoy sacando las cosas de quicio. Las “creencias religiosas” dividen a la gente y enfrentan a los creyentes. Por las creencias, se ha perseguido, se ha torturado, se han organizado guerras, se ha matado a los infieles y ahora se ofende y se insulta a quienes no coinciden con las creencias que yo tengo. O sea, por las creencias se hace trizas la ética y se desprecia a los pecadores. Y es que, en definitiva, las creencias son, con frecuencia, el argumento que justifica y legitima la violencia. Por el contrario, la rectitud ética y la bondad con misericordia, eso es lo que nos une, los que rompe los fanatismos y acaba con los integrismos fundamentalistas, que tanto daño nos hacen y generan tanto sufrimiento.
Termino con una pregunta importante en este momento: ¿se puede asegurar que los pueblos más creyentes y observantes son exactamente los pueblos en los que hay menos corrupción, más honradez en el trabajo, más honestidad a la hora de hacer la declaración de la renta, más generosidad en los patronos y más laboriosidad en los trabajadores? Que cada cual veamos, en nuestras conciencias, qué respuesta le damos a esta pregunta inquietante y molesta.