La capital egipcia ha experimentado el viernes su tercer día consecutivo de disturbios derivados de la producción, en EE UU, de un controvertido filme sobre Mahoma, que se ha saldado ya con más de 250 heridos, pero ninguna víctima mortal. Mientras, en las cercanías de la Embajada estadounidense, centenares de jóvenes libraban de forma intermitente un batalla callejera contra las fuerzas del orden, en el corazón de la plaza Tahrir unos pocos miles de personas expresaron su indignación por la última ofensa hacia el profeta del Islam.
La concentración estuvo convocada por los Hermanos Musulmanes, el partido del presidente Mohamed Morsi, así como diversas organizaciones salafistas. Sin embargo, en Tahrir no se veía ningún símbolo de la Hermandad, lo que sugiere que el movimiento, el más poderoso y bien organizado del país árabe, no quiso movilizar a su militancia. De ahí el relativo fracaso de una manifestación que apenas si consiguió ocupar la zona central de la extensa y céntrica plaza.
Desde el inicio de la crisis, la cofradía ha exhibido una actitud vacilante, y ha sido incapaz de encontrar un equilibrio entre la necesaria salvaguarda de las buenas relaciones con Washington y la voluntad de dar respuesta a la irritación del islamismo más militante.
A pesar de que todos los manifestantes estaban unidos en su enojo por el burdo vídeo, en Tahrir y sus aledaños se dieron ayer cita dos grupos claramente diferenciados, dos universos paralelos. En la boca de la calle que une la mítica plaza y la Embajada estadounidense, convertida en el frente de la batalla contra la policía, predominaban los jóvenes bien afeitados, vestidos con ropa occidental, y ataviados con una mascarilla contra los gases lacrimógenos.
El centro de Tahrir, en cambio, era el terreno de los barbudos, las mujeres con velo integral, y las banderas negras con la inscripción “No hay más dios que Alá”, la nueva enseña del islamismo radical. “Nuestro profeta es una línea roja que no se puede cruzar. Es alguien muy importante en nuestras vidas, y tiene que ser respetado”, afirmaba Issam Sami, un ingeniero de mediana edad miembro de la Gamá Islamiya, un exgrupo terrorista.
Entre los congregados, no había un consenso sobre las medidas que podrían aplacar su ira. Algunos solicitaban al gobierno de EE UU la retirada del mercado del polémico vídeo, si bien nunca ha estado en venta. Otros pedían a Morsi la expulsión de la embajadora de EEUU, o incluso el cierre de la legación. Sami discrepaba de estas posturas: “No podemos poner en peligro las relaciones con Washington. Bastaría con que se aprobara una ley que prohíba los insultos a todos los profetas, tal como lo está la apología del Holocausto”.
En alguna ocasión, una delegación surgida del centro de Tahrir se aproximaba al frente de batalla al grito de “¡Pacífica!”. No obstante, su petición de poner fin a los enfrentamientos caía en saco roto. Los jóvenes, algunos aún niños, parecían plenamente entregados al frenesí de la lucha. Varios treparon el muro de cemento que el ejército construyó por la mañana para tener un mejor ángulo en el lanzamiento de piedras a la policía. Todo un chute de adrenalina como el que sintieron los chicos que el martes entraron en la Embajada de EE UU para arrancar de un mástil la bandera de las barras y las estrellas.
Omar Tarek, un estudiante de periodismo de 19 años, conoce bien esa sensación. “Yo fui uno de los que subió el martes a coger la bandera”, anuncia con una sonrisa de orgullo. A pesar de no ser islamista ni especialmente religioso, se muestra indignado por el contenido del vulgar filme que, no obstante, reconoce no haber visto, como la mayoría de sus compañeros.
“Estamos hartos de que EE UU equipare el Islam con el terrorismo”, apunta Omar, que sostiene un discurso político tan contradictorio como su propia identidad. “Deberíamos cerrar la Embajada como medida de protesta, pero no romper relaciones con Washington de las que ambos nos beneficiamos”. El joven lo sabe bien por experiencia, pues es alumno de la Universidad Americana de El Cairo y habla un pulido inglés.
Un fuerte estruendo y la posterior estampida interrumpen la conversación. Omar y su amigo Ahmed, un chaval imberbe de 17 años originario de un barrio humilde, se dispersan, saltando por encima de los montones de piedras y cristales esparcidos por la calle. “Tiramos rocas contra la policía porque no nos dejan acercarnos a la Embajada y para responder a sus agresiones. Ellos empezaron con los gases lacrimógenos”, dice Ahmed. Pasados unos minutos, los dos amigos, que se conocieron hace meses en Tahrir, se rencuentran y comentan entre risas la jugada, como si la refriega con la policía fuera un juego de niños.