Quizás el país del planeta con más alto porcentaje de simuladores sea Cuba. Solo China, Vietnam y Corea del Norte le harían competencia. Es difícil encontrar a una persona que no haya actuado de manera mojigata en 54 años de castrismo.
En contra de nuestra voluntad, fuimos a trabajar 45 días sembrando tabaco en Pinar del Río. Peor aún, empuñamos un fusil AKM y en nombre del internacionalismo proletario, causamos daños colaterales en las guerras civiles de Angola y Etiopía.
Nadie nunca nos consultó. Pudieran replicar que la participación era voluntaria. Pero los nacidos en Cuba sabemos que la palabra ‘voluntario’ es una ironía.
Si no aceptabas la pañoleta roja o con las venas inflamadas gritabas “pioneros por el comunismo, seremos como el Che”, no había futuro. Tenías que olvidarte de una carrera universitaria y un buen puesto de trabajo.
Si no asistías a un domingo rojo de la defensa, no tenías derecho a ser propietario de un televisor Caribe, un refrigerador Minsk o una moto de dos velocidades Karpaty.
En las autobiografías debían constar las organizaciones de “masas” a las cuales pertenecías. Las marchas en las que participaste. Los maratónicos discursos de Fidel Castro que escuchaste en la Plaza.
Tu calidad de vida dependía del Estado. Si lograbas viajar al extranjero, adquirir un auto ruso o te asignaban un chapucero apartamento en Alamar, era porque habías pasado por un riguroso filtro donde se comprobaba tu lealtad al régimen.
Un diseño diabólico creado por los revolucionarios locales. Beneficios, solo para sus seguidores. Por tanto, desde niños, aprendimos a manejar con soltura el arte de la hipocresía y la mendacidad.
En la década de 1970, las cartas enviadas a un pariente en la Florida constituían un secreto familiar. También ser gay. Ir a misa los domingos o practicar la santería.
Cualquier cosa podía delatar tus 'debilidades ideológicas'. Ponerte un jeans Made in USA. Escuchar a los Beatles o a Celia Cruz. Si eras miembro de las fuerzas armadas o del partido comunista y tu esposa te engañaba, al toque de atención de los superiores, debías romper la relación.
Fue una etapa traumática, de posteriores y necesarios estudios por parte de académicos. Años que han marcado fuertemente a un alto segmento de la población.
Aquellas tempestades trajeron las actuales cosechas. Personas indolentes y simuladoras que desde la acera, en silencio contemplan cómo golpean a un disidente que en voz alta reclama los mismos derechos que proclaman en la sala de su casa.
Jóvenes que se enrolan en la juventud comunista para usar el carnet como una escalera. Gente que como papagayo repite trechos de discursos oficiales, y cuando mediante el diálogo logras desarmarlos, recurren a la violencia o la delación.
Intelectualmente, la nueva camada que apoya a los Castro deja bastante que desear. A ellos se les da más los golpes y los linchamientos verbales.
Esa vida, durante años consagrada a un líder, una doctrina, una causa, ha convertido a muchos cubanos en perfectos cínicos. Siempre andan con la careta en la mano, y se la ponen o quitan en el momento preciso y en el lugar adecuado.
En Cuba casi todo es doble. Una isla de apariencias y espejismos. Existe una ineficaz economía estatal y otra lucrativa y subterránea. Circulan dos monedas, pero solo una, la divisa, es la que te permite resolver tus problemas y los de tu familia. Y están los tipos 'políticamente correctos' quienes en el fondo de su alma aspiran a vivir en Miami.
Esos simuladores prefieren huir lejos a quedarse en su patria y desde ella reclamar un futuro mejor. No estoy haciendo catarsis ni acusando a nadie. A fin de cuentas, todos tenemos algo de culpa.