Castro escribió entonces: “Os voy a referir una historia. Había una vez una República. Tenía su Constitución, sus leyes, sus libertades; Presidente, Congreso, Tribunales; todo el mundo podía reunirse, asociarse, hablar y escribir con entera libertad. El gobierno no satisfacía al pueblo, pero el pueblo podía cambiarlo y ya sólo faltaban unos días para hacerlo”.
Y continuaba el después Máximo Líder: “Existía una opinión pública respetada y acatada, y todos los problemas de interés colectivo eran discutidos libremente. Había partidos políticos, horas doctrinales de radio, programas polémicos de televisión, actos públicos y en el pueblo palpitaba el entusiasmo. Este pueblo … estaba orgulloso de su amor a la libertad y vivía engreído de que ella sería respetada como cosa sagrada…”.
Hoy reclamar una sola de esas conquistas es un acto que se califica de “mercenario”. Por él han llegado a imponerse penas de hasta 28 años de cárcel, como las aplicadas a opositores pacíficos del Grupo de los 75 durante la Primavera Negra de 2003. Para tratar de someter a ese “grupúsculo” de “mercenarios”, “vulgares agentes” y “traidores a su patria” (en realidad, simples opositores pacíficos cubanos) se les impide manu militari librar su sustento y el de sus familias.
Por ello tienen que sobrevivir gracias a la buena voluntad ajena. Hacen —pues— lo mismo que el propio régimen castrista, que, sin que nadie lo acuse de mercenario, lleva mucho más tiempo —medio siglo— viviendo también de la benevolencia de otros: primero de la URSS y el llamado “campo socialista”; hoy, de Venezuela y de los regalos, créditos y complicidades de cualquier otro país u organización proclive a las dádivas.
Mientras tanto, el régimen se asegura por todos los medios de que el pueblo no pueda, con su trabajo honrado, crear —ni crearse— un verdadero bienestar y mucho menos caer en lo que consideran una abominación: labrarse riquezas.
Tras meter de lleno al país en el Tercer Mundo a lo largo de 53 años de continua involución, el hecho de convertir aquellas ideas de Castro en “mercenarias” y utilizarlas para encarcelar a quienes en verdad se preocupan por Cuba, parece un acto en exceso arbitrario y cruel, incluso para “la Revolución”.
Ante su rotundo y siempre creciente fracaso, al régimen imperante ya sólo le queda aceptar, reconocer, respetar y escuchar a una oposición pacífica que, sin cargos, prebendas ni seudo-ideologías que salvaguardar, se considera capaz de hacer frente a la pobreza, el atraso y la infinidad de paranoias, abusos, disparates, incapacidades, ilegalidades, atropellos, corrupciones, injusticias, favoritismos, enemistades, odios y problemas que el castrismo ha impuesto a sangre y fuego durante el medio siglo más arbitrario y aberrante de toda la historia de Cuba.