La Trinidad que hoy venera medio mundo no es, precisamente, aquel villorrio fundado, según cuenta la leyenda, bajo la sombra del jigüe, cuando las huestes de Don Diego Velázquez de Cuéllar plantaron la espada y la cruz de la conquista en un punto impreciso de topografía tan irregular.
No es, en modo alguno, la aldea de casuchas improvisadas, erigidas con madera, barro y guano, donde los ibéricos se amancebaban con las indias sin demasiado temor de Dios y que fue barrida de cuajo por el terrible huracán de 1527; tampoco, la ciudad que se levantaría luego, una vez terminadas esas suertes de sangrías que siempre han sido para los pueblos los éxodos masivos de su gente.
Como si un maestro del daguerrotipo la hubiese perpetuado en cobre y yoduro de plata en su instante de mayor esplendor, la Trinidad que hoy alaban viajeros descarriados y nostálgicos empedernidos es el paraje bucólico que quedó atrapado en los tiempos del azúcar; ni una década antes, mientras se levantaban las mansiones de ensueño; ni un solo instante más tarde, cuando la bancarrota del valle dejó inconclusas las pretensiones megalómanas de la sacarocracia, desde entonces venida a menos.
Aislada al margen de la isla, Trinidad ha ejercido durante décadas una fascinación mística que, al decir de la escritora e investigadora del folclore cubano Lydia Cabrera (1900-1991), se debe, más que al interés arqueológico de sus construcciones, “a la persistencia del pasado, que allí vive intensa, humanamente, no en una sola barriada, rezagado en una calleja de bello nombre —Media Luna, Lirio Blanco, Desengaño— donde los autos se cubren de ridículo; o alguna plazuela recoleta, sino en toda la ciudad, que no habla otro idioma que el de lo inactual, ni sabe moverse a ritmo que no sea el de antaño. En Trinidad, los muertos siempre tienen la palabra”.
Y a esa poesía del recuerdo se han venido aferrando sucesivas generaciones de trinitarios, restituyendo piedras, retocando muros y columnas, salvando para la posteridad la herencia inmaterial, conservando inalterada la esencia de una villa que la doctora Alicia García Santana rebautizó, sin la venia de ultramar, como un don del cielo.
El ajetreo restaurador de tantos años no ha podido impedir, sin embargo, que los influjos de la contemporaneidad hayan venido reptando por entre las chinas pelonas, que la villa se transforme a deshora en la escenografía que demanda el turismo y que la fiebre del trabajo por cuenta propia comience a desmontar de a poco la fisonomía coherente que ha hecho de Trinidad un paraje de ensueño.
“Ese es el reto que ahora mismo enfrenta la ciudad: adaptarse a convivir con los nuevos servicios que dislocan su vocación doméstica originaria —advierte Víctor Echenagusía, especialista de la Oficina del Conservador—. Creo que ya es hora de repensar el manejo de su patrimonio porque los escenarios han cambiado y, por lo tanto, tienen que surgir otros cauces para la restauración y la conservación sin que se pierdan las esencias”.
Sobre la necesidad de preservar intacto ese legado han venido advirtiendo, desde sus más humildes habitantes, que se atreven a resarcir muros con la antiquísima técnica del embarrado; hasta intelectuales de renombre, como el narrador y periodista Enrique Serpa, quien declaró, en una crónica publicada en 1939, que el encanto máximo de la ciudad “debiera ser intocable, para que ni la ambición cicatera ni la fatuidad advenediza continuara manchándolo, deformándolo, destruyéndolo”.
Debiera ser intocable, sostienen también sus pobladores, principales responsables de que la Trinidad que ha llegado al medio milenio no sea más aquel reducto aletargado, sino una comarca sui géneris que ha sobrevivido a su propia decadencia.