Cuando José Mujica ganó las elecciones en 2009, continuó la política económica de su antecesor, pero modulando sus aspectos sociales. Así, con una parte de las ganancias del Banco de la República creó un fondo para apoyar iniciativas productivas comunitarias, de economía social: lo que él llama “búsqueda para otros modelos de desarrollo que no sean capitalistas”. Especies de cooperativas, en fin, formas diferentes de propiedad a las que se exigen resultados, de ahí que tengan un control muy estricto de economistas y expertos. Si no son viables, no son.
Durante estos años, y tal como indica el citado estudio de Americas Quarterly, se ha trabajado mucho también con las personas excluidas, con la gente que en los tiempos de la indigencia se refugió en asentamientos situados en los alrededores de la capital. Hubo planes de emergencia para que esas personas no se desengancharan del sistema, primero con procedimientos asistenciales, después con programas de autoconstrucción de viviendas, de guarderías, policlínicas… Algunos de estos asentamientos se legalizaron, dotándolos de servicios, y en la actualidad forman un paisaje de barrios modestos, pero habitables porque sus dueños se han preocupado mucho en mejorarlos. La tasa de desocupación, en la actualidad muy baja, contribuyó a que, en una segunda etapa, estos grupos condenados en principio a la marginación se incorporaran a la sociedad. Hay salario mínimo (en torno a 500 dólares), hay un sistema nacional de salud, hay mutualidades, jubilación, no hay analfabetismo. El 98% de la población tiene agua potable y el 70% dispone de una red de saneamientos públicos. De otro lado, y hablando de aspectos tecnológicos, Uruguay es el principal exportador de sofware de América Latina (la ocupación en el sector de la tecnología informática es plena) y empieza a caminar con paso firme en los avances biotecnológicos, muy ligados al sector agropecuario y a la alimentación.
Piensa uno que quizá fue este conjunto brevemente esbozado de conquistas económicas y sociales lo que condujo a The Economist a declarar a Uruguay “País del Año por su receta para la felicidad humana”. Si faltaba algo que coronara el pastel, resulta que tenían un presidente, José Mujica, el Pepe, que se atrevía a llevar la vida que predicaba para los demás.
¿El panorama es idílico? ¿El consenso es total? Desde luego que no. Las fábricas de celulosa, por poner un ejemplo, han obligado a reforestar parte del país, que en su conjunto es una llanura ligeramente ondulada, sin una sola elevación. La reforestación, que afecta al 2% del territorio, se ha hecho fundamentalmente a base de eucalipto, especie odiada por los ecologistas porque chupa mucha agua, degrada el suelo y amenaza a la biodiversidad. Otra de las grandes iniciativas del Gobierno Mujica, el de la minería de hierro a cielo abierto (el Proyecto Aratiri), tiene también sus detractores que temen el impacto medioambiental. En cualquier caso, los índices de popularidad de Mujica se mantienen en niveles más que aceptables. También, con tantos matices como personas, la aprobación a la gestión gubernamental. De hecho, pocos dudan de que el Frente Amplio vuelva a ganar las elecciones cuando, dentro de un año, Mujica termine su mandato.
En resumen, que no es lo que digamos nosotros, es lo que dice la realidad y refleja The Economist.
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Cogemos el autobús 116 para ir a Pocitos. Pocitos es un barrio de Montevideo, no se apure usted, como si dijéramos Argüelles en Madrid. Nos han dicho que allí venden pescado, lo que constituye una rareza. Los montevideanos no toman pescado, pese a tener a su disposición un río y un océano con las especies más variadas. Una despensa gigantesca que desestiman porque ellos solo comen carne y pasta. Un día carne y otro pasta. Carecen de una cocina propiamente dicha. No se podría decir “me gusta la cocina uruguaya” porque tal cosa no existe. Hay días en los que sales del hotel y huele a asado y días en los que huele a pasta. Si quieres ir a contracorriente, porque ese es tu carácter, lo único que tienes que hacer es comer asado cuando huele a pasta y comer pasta cuando huele a asado.
Pero nos habían dicho que en el Mercado del Buceo, situado en Pocitos, no solo vendían pescado y marisco, sino que había un restaurante especializado en productos del mar. Cogimos, ya digo, el 116, que para usted es lo mismo que si hubiéramos dicho el 120, y nos pusimos en marcha. Apenas rebasada la línea del conductor había un asiento especial, una especie de trono que parecía conferir cierta autoridad al que se sentara en él. Lo ocupé, claro, como cualquier persona con complejo de inferioridad, y en la siguiente parada se me acercó una señora que pretendió pagarme. El conductor se echó a reír.
–Es que ese es el asiento del cobrador –dijo–, pero está de vacaciones. De todos modos es un puesto a extinguir.
–En España –dije yo– los cobradores de autobús se extinguieron en el cuaternario.
Nos pusimos a hablar de esto y de lo otro y enseguida se formó una tertulia muy agradable de cuatro o cinco personas. En un momento dado, pregunté al conductor:
–¿Les permiten hablar con los pasajeros?
–No, pero yo hablo igual.
Les dije que en los autobuses italianos hay un cartel en el que pone: "Vietato parlare con l'autista", pero no se rieron. Cuando estábamos llegando a destino, sonó el móvil del conductor. Lo cogió, habló con alguien, quizá su esposa, y colgó.
–¿Les permiten hablar por el móvil? –pregunté.
–No, pero yo igual hablo. Soy un delincuente, je, je.
El famoso restaurante de pescado resultó ser una fritanga de tercera, pero Pocitos, situado en el borde de una de las playas formadas por el río de la Plata, nos pareció un barrio agradable, de clase media-alta. Lo que siempre hemos querido ser.
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