
Las elecciones
celebradas en Brasil durante el mes de octubre ponen de manifiesto lo
necesario de un programa político de orientación clasista, cuya razón de
ser sea salvaguardar de manera independiente los intereses del pueblo
trabajador brasileño frente a los de sus propios explotadores: la
oligarquía y el imperialismo.
Al no haber encontrado
ninguno de los partidos presentados en los comicios del 5 de octubre una
mayoría que le permitiese constituir gobierno, el 26 de octubre sería
celebrada una segunda vuelta, a la que solo concurrirían los dos
candidatos más votados a la presidencia de la República: Dilma Roussef,
del denominado Partido de los Trabajadores, y Aécio Nieves, por parte
del Partido de la Socialdemocracia Brasileña. La aparente polarización
que entonces experimentaba el panorama electoral brasileño fue
oportunamente aprovechada por ambos candidatos, que con la intención de
captar una mayor cuota de los más de 115 millones de votantes y de
movilizar con mayor intensidad a su propio electorado ante los ajustados
resultados que vaticinaban los sondeos, se lanzarían a una fuerte
campaña de desprestigio mutuo. Además de miserias personales de
diferente índole, se esgrimirían graves acusaciones de corrupción entre
ambos candidatos: Neves no dudaría en hacer uso de las declaraciones del
antiguo director de Petrobras, que señalaban al partido de Rousseff
como uno de los principales beneficiados de los fraudulentos
procedimientos de adjudicación de contratos públicos por parte de la
petrolera estatal; mientras que esta última acusaría de nepotismo a
Neves, citando la contratación de varios de sus familiares por parte de
la administración pública cuando era gobernador del estado de Minas
Gerais.
Los espectadores menos
avezados entendieron que tras tan brutal y mediática confrontación solo
podría haber una disyuntiva entre dos modelos distintos, que las
diferencias existentes entre los programas propuestos eran abismales,
que un partido y otro representaban realmente a las clases sociales que
decían representar en contraposición a la de su adversario. Sin embargo,
una vez finalizada la cita electoral, era hora de que estas aguas
turbulentas se amansaran y volvieran armoniosamente a sus cauces. La
recién reelegida presidenta de la República Dilma Rousseff enviaba con
sus primeras palabras tras la publicación de los resultados un mensaje
de concordia a sus rivales: “Mis primeras palabras son un llamado a la
paz y a la unión. En las democracias, unión no significa necesariamente
unidad de ideas. Presupone, en primer lugar, apertura y disposición al
diálogo”. El falso dilema que se había presentado al pueblo trabajador
brasileño por parte de la oligarquía se desvanecía para dejar paso a la
realidad irrefutable que los sectores más avanzados de la sociedad
brasileña ya advertían: sea cual fuere el resultado de estas elecciones,
sea cual fuere el nuevo presidente de la República, la explotación del
hombre por el hombre y la corrupción endémica se mantendría intacta, el
gran capital continuaría ejerciendo su dominio sobre las fuerzas del
trabajo. La única disyuntiva era, entonces, elegir quién empuñaría el
látigo que flagelaría durante los próximos años a la clase obrera y los
sectores populares de Brasil.
En todo caso, las
promesas realizadas en periodo electoral enfrentan un panorama más que
complejo para su realización. Los límites que el capitalismo impone a
este respecto prevalecen sobre las intenciones de presidentes y
ministros, incluso en una economía de las denominadas como “emergentes”.
Tal es el caso de Brasil, donde pese al ascenso económico de país –que
le ha llevado a ocupar el séptimo puesto en el ranking mundial de
economías por su Producto Interior Bruto– la desigualdad ha crecido a
pasos de gigante, incluso con los gobiernos petistas. La flexibilización
de los derechos laborales, la privatización de infraestructuras y
servicios esenciales o la reducción del gasto social y de los salarios
han sido políticas que se han llevado a cabo con un partido de gobierno
que afirma defender los intereses de los trabajadores, pero que, de
facto, beneficia principalmente a los grandes monopolios
agroindustriales, al sistema financiero y a las compañías energéticas
transnacionales gracias a las exenciones de impuestos, a un sistema
tributario altamente regresivo y a políticas crediticias enormemente
lesivas para las mayorías obreras y populares de Brasil. Todo ello
dirigido a fomentar una mayor absorción de Inversión Extranjera Directa y
a facilitar la labor de los monopolios brasileños, que en los últimos
años han adquirido una creciente relevancia a nivel continental.
Ante este panorama la
defensa de una posición independiente de la clase obrera y el pueblo
brasileño constituye una tarea impostergable, tarea que solo podrá ser
llevada a cabo por las organizaciones de vanguardia que adviertan que la
vía capitalista de desarrollo solo puede, pese a posibles concesiones
temporales, redundar en el empeoramiento y depauperación de las
condiciones de vida y trabajo de las mayorías trabajadores de Brasil. A
este respecto, la apuesta del Partido Comunista Brasileño por no ser
partícipes indirectos de las próximas tropelías de la oligarquía
brasileña representa no solo la única opción coherente con los
principios revolucionarios, sino también la más valiente y decidida. Más
pronto que tarde, la audacia y el trabajo de nuestros hermanos
brasileños terminarán dando sus frutos, rompiendo definitivamente los
falsos dilemas creados por la oligarquía, y abriendo un futuro
esperanzador de transformaciones sociales reales y de construcción de
una nueva sociedad en Brasil.
Alfonso Reyes.
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Escrito por Alfonso Reyes
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Categoría: Actualidad
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Publicado: 09 Noviembre 2014