El espíritu de Cervantes anda revoloteando por el mundo. La reciente noticia de que sus restos mortales han sido supuestamente hallados, nos obliga a citar su obra, la más grande creación de las letras hispanas de todos los tiempos, y con ella a esos entrañables personajes que le dieron apariencia humana a la genialidad de su pensamiento.
Recordaba, entonces, entre muchos pasajes manchegos, aquellas palabras del Quijote que cargadas de sabias verdades, profirió en honor de nuestros descendientes, en uno de sus más certeros discursos.
“Los hijos, señor, son pedazos de las entrañas de sus padres, y así se han de querer, o buenos o malos que sean, como se quieren las almas que nos dan vida. A los padres toca el encaminarlos desde pequeños por los pasos de la virtud, de la buena crianza y de las buenas y cristianas costumbres, para que cuando grandes sean báculo de la vejez de sus padres y gloria de su posteridad (…)”.
Razón no le faltaba al maltrecho caballero cuando defendió con el aplomo de sus argumentos que debemos los adultos querer mucho a los hijos, tengan la conducta que tengan, como mismo queremos a nuestros padres, porque —se supone— que de ellos dependerán nuestros futuros cuidados cuando lleguemos a los años seniles.
Tampoco le falló el juicio cuando aseguró que es totalmente nuestra la responsabilidad de conducirlos por rumbos íntegros que consigan como resultado seres humanos próvidos que sepan después retribuirnos los desvelos que su educación nos hubo de causar.
Ilustres palabras las del caballero andante; idóneas las recomendaciones de psicólogos y pedagogos; acertados los programas de los medios comunicativos que centran su objetivo en ofrecer consejos para formar a nuestros hijos… ¡Pero criarlos es otra cosa! Ya lo decía la elocuentísima anécdota que cuenta la respuesta de Freud a la madre que le pidió recetas para la feliz crianza de su hijo, y con la que el afamado psicoanalista apuntó a las dificultades que ese ejercicio acarrea: —“Haga lo que quiera, señora, de cualquier forma le saldrá mal”.
Quien ya tuvo descendencia sabe que desde el primer indicio que avisa la llegada de una vida a partir de nosotros la nuestra cambia para siempre. Concebirlos, cuidarlos desde que están en el mismo vientre materno y procurar su felicidad son a un tiempo disposiciones que acatamos los padres para construirles el mejor de los mundos posibles.
Si embargo —y en esto no reparaba Don Quijote— en el afán de hacerlos dichosos y echando por tierra que todo tiene un límite, mucho dañan los excesos que no pocos cometen, y que van desde las conductas permisivas que hacen sentir al menor dueño de un mundo sin normas ni reglas, hasta el hacerles creer que todo lo merecen, aunque para ello los padres figuren como sirvientes de sus hijos, tanto por destinar toda la economía a complacer caprichos y sueños como por mostrarse a sus pies como auténticos mayordomos.
De nuestra crianza depende en gran medida el hijo que le dejamos al mundo, pues que sean nuestros no significa en absoluto que nos pertenecen ni que tendrán solo el universo familiar para expresarse. No bastará que les hayamos dado la vida para que recibamos como recompensa todo lo que de ellos esperamos obtener.
Para que sean, en efecto, báculo de nuestra vejez, necesariamente tienen que aprender desde pequeños a considerarnos. Nada vale más que la estimación propia, y es preciso que sientan cuánto valemos los que tal vez no tuvimos en nuestras manos todo lo que quisieron un día, pero les dimos la suma y más, de lo que en ellas había. Estas estimaciones no las podrán hacer si no somos nosotros mismos los que situamos en la balanza las proporciones de lo que damos y los comportamientos que consentimos.
Puede parecer graciosa la comparación con las leonas que muchas madres se adjudican en eso de defender con garras y dientes a sus hijos. ¡Qué madre!, tal vez se diga. ¡Cuánta valentía! ¡Cuánto arrojo!... Pero ¡Cuidado! Como leonas saltan las que no admiten la queja que las alertó de que su hijo fue irrespetuoso, que rompió el cristal de la ventana del vecino, que abusó con el más indefenso, que se burló insolentemente del anciano…
En fieras que después enfrentan a sus propios padres, con la misma furia con que aquellos los defendieron cuando no tenían la razón, se transforman muchos de esos super- protegidos. No aprendieron en su momento —porque no se lo hicieron saber— que el respeto y la consideración son cuestiones mutuas y asumir con humildad cualquier de-sacierto es un modo de dignificar al que nos ganó o de retribuir un error cometido.
No serán gloria de nuestra posteridad los hijos que nos avergüenzan por andar de cabeza, sin medir las consecuencias de sus actos, mostrando como un talismán vicios e impudores, y ufanándose de sus peores comportamientos; ni los que devaluando nuestros esfuerzos nos abochornan con un trato ríspido o con un puntapié como pago al derroche de nuestro amor.
Para que el mundo acoja con gusto el hijo que le entregamos enseñémosles sin cansancio que decencia, humildad y sensatez son llaves que abren muchas puertas. Así fue en tiempos cervantinos y en todos los tiempos. Tal vez no nos salga a pedir de boca, pero que no quede por nosotros.