Existe un puñado de filántropos fuera de serie y luego está Salman Khan, un analista de un hedge fund de origen humilde que en 2008, recién casado, a punto de ser padre y de adquirir una casa en propiedad, confió todo su futuro y sus escasos ahorros a un sueño: hacer accesible la educación gratis a todos en cualquier lugar del mundo. “Démonos un año a ver si encontramos financiación”, cuenta en conferencias que le dijo a su mujer. “Es la mayor rentabilidad social que uno podría conseguir.” Hoy, este hombre, hijo de madre india y padre bangladeshí, tiene 26 millones de alumnos en 190 países. Su éxito, la Academia Khan, es una plataforma online multilingüe sin fines de lucro que conquistó al mismísimo Bill Gates y está sostenida por otras generosas fortunas que contribuyeron a convertirlo en el maestro del mundo.
Nacido en Nueva Orleans en 1976 y criado en un hogar que se mantenía con lo justo, Khan se ganó la fama de revolucionario con un sistema surgido de su propia experiencia y de unas cuantas certezas. El ingeniero eléctrico, matemático e informático formado en Harvard y el MIT (Instituto Tecnológico de Massachusetts) cree que cada estudiante es único y tiene ritmos de aprendizaje únicos que el sistema prusiano de enseñanza, esencialmente pasivo, no puede satisfacer. Lo que él plantea es una suerte de escuela al revés: se aprende en casa, con lecciones grabadas en video y los pertinentes ejercicios, y se hacen los deberes en el aula. De esta forma, el estudiante que no entendió un concepto, y que quizás en clase se siente cohibido y renuncia a pedir ayuda, no tiene más que rebobinar la lección cuantas veces necesite hasta dominarla. Y el profesor, que dispone de un programa para seguir los progresos y tropiezos de cada alumno en casa, puede invertir su tiempo en resolver lagunas. La escuela tradicional “te castiga por experimentar y fracasar” y eso hace que vayan solapándose déficits de aprendizaje, suele decir Khan. Su propuesta pasa justo por lo contrario: “Subite a la bici y caete. Hacelo por el tiempo que sea necesario hasta dominarla”. “Si dejás que el alumno trabaje a su ritmo –sostiene–, de repente empieza a interesarse y a evolucionar.”
Khan lo aprendió de su prima Nadia, una inteligente chica de 12 años a la que en 2004 se le habían atragantado las matemáticas. El vivía entonces en Boston y Nadia, en Nueva Orleans, pero el analista decidió darle lecciones telefónicas cuando descubrió que la joven había perdido toda confianza en sí misma por su traspiés con los números. “Era lógica, creativa y tenaz”, explica en su libro The One World Schoolhouse. Simplemente, se le resistía la conversión de unidades y, sin esa base, era incapaz de seguir interiorizando conceptos matemáticos.
Nadia –hoy a un paso de entrar en la facultad de Medicina– debió de hablar muy bien de su primo, porque de pronto Khan se vio enseñando a una quincena de hijos de familiares y amigos. El teléfono no era práctico, así que probó con sesiones en grupo por Skype, pero no resultaba tan eficaz. Justo cuando pensó en dejarlo, un amigo le dijo: “¿Por qué no hacés videos y los subís a YouTube?”.
El soñador Khan le hizo caso. Diseñó unas lecciones muy sencillas con sólo tres grandes protagonistas: el cursor sobre una negra pizarra virtual, las imágenes que ilustran los contenidos, y una voz muy enfática, la suya. “Ocurrió algo interesante”, relataba Khan, con grandes dosis de teatralidad en las conferencias TED. “Me dijeron que me preferían en YouTube que en persona. Tiene mucho sentido. Podían parar o repetir a su primo sin tener que preguntar y avergonzarse.”
Lo mismo les ocurrió a miles de internautas. Las clases de álgebra y preálgebra diseñadas para sus tutelados se convirtieron en trending topic. Por lo que sea, un indocumentado como maestro había dado con la forma de cautivar a estudiantes, adultos sin formación, chicos con problemas... “Mi hijo de 12 años tiene autismo y le costó mucho la matemática. Intentamos todo, vimos todo, compramos todo. Nos cruzamos con su video de decimales y lo entendió”, le escribió un padre agradecido. “Entonces fuimos con las terribles fracciones. Lo comprendió. No podemos creerlo. Está tan emocionado.”
A principios de 2009, más de 100.000 personas seguían sus videos y demandaban lecciones de otras materias. Henchido de satisfacción, comenzó a coquetear con la idea de dejar Wohl Capital Management y crear una escuela mundial gratuita. No es que no le gustara su trabajo. “Era intelectual y financieramente gratificante –cuenta en su libro–. Pero estaba atrapado en una vocación que vi como algo mucho más valioso.”
Khan y su esposa, médica internista, dejaron la compra de la vivienda para más adelante y lo invirtieron todo en el proyecto, confiados en llamar la atención de algún filántropo. Pasados nueve meses, la academia, con el cuartel general en el cuarto de invitados de su vivienda en Silicon Valley, crecía imparable en alumnos, pero no en donaciones y para consolidarlo era necesario perfeccionar el software, contratar ingenieros, especialistas para abarcar desde la Física, hasta la Biología o la Historia del Arte. Khan, que ya había sido padre, empezó a pensar que lo mejor que podía hacer era volver a su antigua vida.
Pero en 2010 cambió su suerte. La primera buena noticia llegó de la mano de Ann Doerr, esposa del multimillonario John Doerr, inversionista en firmas tecnológicas: una doble transferencia de 10.000 y 100.000 euros. La segunda también se la dio ella por SMS: Bill Gates estaba contando en una conferencia que había descubierto en Internet khanacademy.org, que estaba utilizando para ayudar con el álgebra y las matemáticas a su hijo Rory, de entonces 11 años.
Las palabras de Gates se tradujeron en dinero. Su fundación transfirió 1,5 millones de dólares casi al tiempo que Google donaba dos. Después se sumarían otros como el mexicano Carlos Slim. Se consolidaba así una escuela sin reconocimiento oficial que se ensaya con éxito en escuelas físicas –hay un millón de profesores inscriptos para usar sus recursos educativos– y que supuso un revulsivo para la educación sin que él se hiciera rico. Salman Khan, una de las 100 personas más influyentes del mundo según la revista Time en 2012, no es millonario ni probablemente lo sea nunca. Tampoco es su propósito, convencido como está de que la educación puede destapar genios, talentos, en cualquier lugar del planeta. Se lo confesó al periodista argentino Andrés Oppenheimer en una entrevista incluida en su libro ¡Crear o morir! (Debate). “Sentí que todo esto era demasiado importante como para que solo fuera una empresa.”
* De El País, de Madrid. Especial para Página/12.