Cartagena de Indias resistió el asedio y bloqueo naval de fuerzas hispanovenezolanas al mando del general Pablo Morillo entre agosto y diciembre de 1815, 105 días.
No bastó el heroísmo. Consumidos todos los víveres y mientras centenares morían de hambre en las calles, los últimos defensores se embarcaron al exilio. Con admiración y no sin remordimientos, Simón Bolívar la proclamó la Ciudad Heroica. Allí sucumbió la primera república, la que la historiografía colombiana conoce como la Patria Boba. Expugnada Cartagena, Morillo marchó a ocupar el resto de la Nueva Granada (hoy Colombia) casi sin encontrar resistencia. Santafé de Bogotá se preparó para recibir a Morillo con arcos triunfales.
La tragedia de Cartagena había comenzado accidentalmente. En 1808, Napoleón invadió España, forzó la abdicación de sus reyes y aposentó a su hermano José en el trono. Fernando VII, el rey legítimo, fue despachado al exilio. El Corso no contó con el patriotismo español. La mayoría de las municipalidades asumieron la soberanía a nombre del rey ausente y constituyeron una Junta Central en Sevilla para resistir. América la aceptó.
Dos años más tarde, en 1810, sin embargo, Napoleón completó la conquista de la Península. La España fiel a Fernando VII se redujo a una mota detrás de las murallas de Cádiz, bajo un precario Consejo de Regencia.
Ante el vacío, América optó, a su vez, por asumir directamente la soberanía a nombre del rey. Por todas partes del continente surgieron juntas, como antes en España, para gobernar a nombre de Fernando VII, El Deseado.
Las juntas tomaron caminos divergentes, según los intereses y el momento social de cada virreinato y de cada región. Cartagena perseveró y su evolución condujo a la declaratoria de independencia absoluta el 11 de noviembre de 1811, primera en la Nueva Granada y segunda en América, después de Caracas. Santa Marta, en cambio, regresó al redil del Consejo de Regencia. Permaneció realista y batallando contra Cartagena.
La mayoría de la juntas en Colombia no dieron marcha atrás y organizaron sus propios parroquiales gobiernos. En Santafé expulsaron al virrey, como antes Cartagena había expulsado al gobernador español, pero casi en ninguna parte fue necesario pelear para afianzarse. Revolución incruenta, con excepción del modesto y frustrado esfuerzo de Antonio Nariño por llevar la libertad hasta Pasto, que no la quería. El signo de la primera república fue la desunión. La Ciudad Heroica sufriría las consecuencias.
Derrotado Napoleón y al regresar Fernando VII a España a mediados de 1814, la mayor parte de América le era fiel. Aparte de algunos focos de revuelta, solo el Rio de la Plata, casi toda Colombia y pedazo de Venezuela disentía. En esta última se libraba la más salvaje de las guerras. Bolívar la había liberado en la Campaña Admirable de 1813, pero ahora una violenta contrarrevolución le derrotaba. A principios de 1815, el Libertador y contingentes de sus tropas veteranas, en retirada de la Guerra a Muerte, se hallaban al servicio del Congreso de las Provincias Unidas en Tunja. Su misión: someter a la recalcitrante Santafé centralista, un capítulo más de conflictos fratricidas.
El Deseado, en la cima de su popularidad, restableció el absolutismo. Apersonado de la situación de América y del entusiasmo con se había recibido al padre amante a su regreso al trono, resolvió enviar un ejército para disuadir a los pocos descarriados que no volvían al ovil. En julio de 1814, aceptó la sugerencia de designar al general Pablo Morillo como comandante.
Morillo, de origen campesino, había ingresado a la milicia a los 15 años y había hecho una fulgurante carrera durante la Guerra de Independencia española contra Napoleón. La fuerza era más para robustecer la autoridad real que para utilizarla. Sus instrucciones, que el general siguió al pie de la letra hasta culminado el Sitio de Cartagena, enfatizaban la clemencia.
El Ejército Expedicionario de América, compuesto por 10.000 soldados peninsulares y una pequeña flota de guerra, zarpó de Cádiz en febrero de 1815. Llegado a una Venezuela ya pacificada, Morillo redistribuyó su ejército y se dirigió a Cartagena y su provincia con 7.000 hombres. Veteranos contingentes venezolanos, curtidos en la Guerra a Muerte y al mando del cruel Francisco Tomás Morales, constituían ahora un 35 % de sus fuerzas. Obtenía hombres acostumbrados al trópico para rendir Cartagena, objetivo fundamental de la campaña. A fines de agosto la habían rodeado por mar y tierra y se preparaban para un largo asedio.
Mientras Pablo Morillo zarpaba de Cádiz, Camilo Torres y el Congreso de la Provincias Unidas entregaban a Simón Bolívar el más numeroso y bien financiado ejército hasta entonces reclutado en la Nueva Granada. Su objetivo: liberar Santa Marta y seguir triunfante a reconquistar Caracas. Se asumía que Cartagena le reforzaría con armas y pertrechos.
Esos auxilios no se dieron. Rencillas lugareñas en las que Bolívar estuvo envuelto y un absurdo intento de someter Cartagena por la fuerza de las armas, dieron al traste con la empresa. El Libertador partió (mayo de 1815) hacia el exilio en Jamaica. Su ejército se disolvió. La Nueva Granada no tendría como reponerlo. Cartagena quedó sola. El gobierno de las Provincias Unidas organizaría rogativas en Santafé para que sus murallas detuvieran a Morillo.
Sería la mejor hora de la Ciudad Heroica. Tras sus muros se dispuso a resistir. Concentró milicias; veteranos de las guerras contra Santa Marta; restos del ejército de Bolívar; exilados de la Guerra a Muerte que habían sido acogidos tras su derrota; un pequeño grupo de extranjeros idealistas, incluidos marineros haitianos; y, de gran importancia, los beneficiarios de las patentes de corso que había otorgado Cartagena desde su independencia. Estos corsarios sirvieron sin sentimentalismos, aunque algunos, como su comandante Louis Aury, compartían el amor a la libertad. Su presencia garantizó el control cartagenero de la bahía, y su habilidad para eludir el bloqueo y regresar con vituallas prolongó el sitio.
El general Manuel del Castillo comandaba hombres aguerridos. Con ellos y los corsarios, Cartagena controlaba sus aguas, sus islas, los castillos de Bocachica y el cerro de La Popa. Ante el rápido y profesional avance de Morillo hasta las orillas de la bahía y la ciénaga de la Virgen, intentaron valerosamente romper el cerco. A pesar de que eran apenas cerca de 3.000 defensores, ensayaron durante todo septiembre ataques anfibios a las líneas españolas para reabrir la comunicación con la provincia. Inútil, tras repliegues tácticos, los venezolanos de Morales en el ala izquierda de los sitiadores organizaban contraataques asistidos por las reservas de Morillo, que obligaban al reembarque cartagenero. A los defensores de Cartagena les sobraban arrestos, pero pronto les comenzaría a escasear el alimento.
Octubre y noviembre fueron meses de atrición. El hambre acosaba a los defensores y las enfermedades a los sitiadores. Morillo tomó la iniciativa y apretó el cerco para precipitar la rendición de la plaza. Necesitaba apurarse antes de que los amigos de Cartagena, el trópico y los mosquitos portadores de fiebres, lograran diezmar su ejército y le obligaran a levantar el sitio. Con un arriesgado y vivamente resistido desembarque en Tierrabomba a principios de noviembre negó a los sitiados recursos de la bahía y los aisló de los fuertes en su boca. Sabía por los desertores que llegaban hasta sus líneas que dentro de los muros la situación era desesperada. Las gentes morían de hambre.
El cinco de diciembre de 1815, en un acto de orgullosa soberbia, 1.000 defensores de Cartagena con sus familias prefirieron un quijotesco exilio en los bajeles de los corsarios a rendirse. Menos de la mitad sobrevivió. Al día siguiente, Morillo entró en una ciudad desolada, con muertos insepultos y vivos cadavéricos que se arrastraban de inanición.
Todos los testimonios coinciden en lo horrendo del espectáculo. Lo primero fue auxiliar a los sobrevivientes y lo segundo, irónico, atrapar media docena de goletas cargadas de víveres que, tras simulacros de persecución por la flota, fueron entrando mansamente a la bahía. Morillo bendecía su bien ganada suerte. Con que algunas de esas goletas hubiesen burlado el bloqueo y prolongado el sitio, quizá se hubiera visto obligado a abandonar la lid. Ya había sucumbido 30 % de su ejército.
Para Cartagena, las consecuencias del sitio perduraron. Perdió quizá un tercio de su población y casi toda su clase dirigente. La reina del Caribe tenía 18.000 habitantes en 1810 y solo 8.000 en 1870. El tejido urbano se deshizo. La región costeña quedó expósita y, ayuna de liderazgo, poco contó en los cenáculos de la república hasta fines del siglo XIX. Rafael Núñez mismo fue un fogonazo sin continuidad. Y cuando la ciudad comenzó a resurgir otros habían tomado con brío la vocería económica y política del ámbito Caribe.
Todas las regiones de Colombia tienen motivos para enorgullecerse de sus héroes y sus mártires de la Independencia. Solo en Cartagena, sin embargo, se dio el sacrificio colectivo hasta la última medida. Antes de Morillo y después de Morillo (1810-1819), rigió la paz en el interior de la Nueva Granada, con ocasionales conflictos de baja intensidad.
La Batalla de Boyacá tuvo lugar porque Bolívar, en un genial acto de desesperación, cruzó el Llano en invierno y trepó páramos para flanquear a don Pablo Morillo que lo frustraba en cada intento directo de conquistar Caracas. A la Legión Británica, a Santander y los rebeldes del Casanare, pero sobre todo a los llaneros y oficiales venezolanos se debe el no haber perecido en el Pantano de Vargas y el haber triunfado el 7 de agosto. Regalo para los buenos patriotas del altiplano.
A Cartagena la quieren con orgullo los colombianos quizá sin saber el porqué. Este 2015, bicentenario de la Ciudad Heroica, hay que honrar su sacrificio, para quererla todavía más.
RODOLFO SEGOVIA
Especial para EL TIEMPO