Para Alejandra
México, DF.-He visto mil veces esta calle y la escena de la pareja que viene remontando la acera, tomados del brazo, ajena a los dos matones que traen a sus espaldas. A la altura de la panadería –que ahora es una licorería donde se anuncia la Coca Cola- se escuchan los disparos. Él logra atravesar la avenida y se derrumba sobre la acera opuesta. Tina se arrodilla a su lado y coloca la cabeza del herido sobre sus muslos. Julio Antonio Mellaalcanza a decir que José Magriñá es el responsable y luego: “¡Machado me ha mandado matar! ¡Muero por la Revolución!”
Parafraseando al poeta, conozco esta historia y a esta pareja desde que me conozco, y ya estuve una vez aquí, hace años. Pero es septiembre y llueve en la calle Abraham González casi esquina con Morelos, en la Colonia Juárez, de México, y tal vez sea esta cortina de agua y el aire frío que disloca la compostura de los árboles deshojados, la responsable de esta melancolía y de la fuerza con la que regresan los ecos de los disparos y de aquellas palabras.
A Mella lo asesinaron en este lugar, el 10 de enero de 1929. Luis Herberiche se encontraba en la puerta de su panadería, pudo ver a los matones y ayudar a la mujer, que no podía levantar sola a Julio Antonio. Allí palparon las dos heridas graves del muchacho de 25 años, ambas mortales: una le había atravesado el abdomen, y la otra le entró por el codo y le perforó un pulmón. El informe policial detallará luego que Julio Antonio viste traje negro, corbata roja, suéter de color café, camisa blanca con tirantes y un grueso abrigo gris. Solo lleva en sus bolsillos una pequeña libreta, un lápiz, un ejemplar del periódico obrero El Machete, y ni un centavo.
Estoy de pie sobre la baldosa donde el panadero vio a Tina acunando a Mella. Desde este lugar, entonces y ahora, se puede divisar en el horizonte la casa de Abraham González número 31, que la pareja compartía. Era jueves en la noche y en el cine principal de la ciudad se exhibía La mujer ligera, protagonizada por Greta Garbo. La película intentaría apoderarse de la realidad. A Tina Modotti, la fotógrafa de los “cristos crucificados y los cristos vivientes”, la acusaron de disoluta, la llamaron “veneciana perversa” y Mata Hari del Comintern. Bastaron cinco días para declararla “socialmente” culpable y tirar bajo la alfombra el crimen del dictador cubano Gerardo Machado. De ese juicio emergió ella, finalmente, libre y musa del pueblo mexicano que la considera parte de su Revolución, como aparece en el mural “Entrega de Armas” (1928). Diego Rivera la pintó con camisa roja, falda negra y canana pespunteada de balas. A corta distancia Mella la mira amorosamente y un poco más allá, asoma la cabeza Frida Khalo.
Esa es la historia conocida. Pero el pasado no regresa necesariamente en los datos que sabemos a fuerza de lecturas, sino cuando nos tropezamos con nuestros muertos queridos para reencontrar los caminos que conducen hacia nosotros mismos. ¿Será casualidad que hoy se estrena cerca de aquí una obra teatral con Tina Modotti como protagonista? Una Tina que dice: “No quisiera morir con el rostro equivocado, quisiera morir con mi rostro verdadero, habiendo hecho lo que me tocaba hacer sobre la tierra”. ¿Querrá decirnos algo el cartel de la Coca Cola junto a la tarja de Julio Antonio en esta esquina de septiembre y bajo la lluvia de México?