por Roberto Amaral
La característica más ejemplar de nuestra historia es la conciliación. Siempre dirigencial, o sea, conciliación en nombre de la preservación de los intereses de la clase dominante, impidiendo la revolución o la amenaza de emergencia de masas y retardando las reformas más simples y más esenciales.
En todos los momentos graves, la ruptura – incluso cuando era una exigencia histórica – cedió espacio al acuerdo, ya que lo esencial siempre fue conservar a los dueños del poder en el poder. De la colonia, al imperio, del imperio a la república, y así hasta hoy.
La opición por la conciliación no impidió que nuestra historia fuese plena de asonadas militares. En el Segundo Imperio la preminencia militar se hizo permanente tras la infeliz guerra al Paraguay, cuando nuestras fuerzas de tierra y mar alcanzan algún grado de organización y profesionalismo y, animadas por las penosas victorias en los campos de batalla, deciden ejercer presencia en la política imperial.
Así, en la formación histórica brasileña, tenemos dos líneas convergentes bajo un fondo autoritario: la conciliación y la insurgencia militar.
Durante el II Reinado nada sugería lo que sería después la presencia desestabilizadora de los militares en la República. El marco inaugural fue la “parada militar” del 15 de noviembre, que derrumbó el Imperio y vio la República consolidarse con el golpe de Floriano, ciclo que se cierra con el golpe del 1 de abril de 1964, que dio nacimiento a una dictadura de 20 años.
Rico sería entre un polo y otro, de intentonas y sublevaciones, el primer tercio del siglo: el levantamiento del Fuerte de Copacabana (1922), la insurgencia paulista de Miguel Costa (1924) y la columna Prestes (1924-1927) caracterizaron a la República Vieja, que moriría en 1930 con la llamada Revolución del ’30, hegemonizada por los tenientes del ’22 y del ’24, que comandarían las fuerzas militares y permanecerían en el centro de la política hasta la dictadura de 1964: Eduardo Gomes, Juarez Távora, Cordeiro de Farias, Ernesto Geisel…
La revolución de 1930 instaura a Getúlio Vargas y se transforma en una dictadura del Estado Novo en 1937, tras sofocar un putsch integralista (1932) y un levantamiento de militares comunistas comandados por Luís Carlos Prestes (1935).
Los mismos generales responsables por el golpe de 1937 (al frente de ellos Góis Monteiro y Eurico Gaspar Dutra) ahora se levantan contra Vargas, y abren el camino (1945) para la restauración democrática.
Se inicia con un general, el ex ministro de Guerra de la dictadura, el general Dutra, el ciclo de presidentes electos por el voto popular y de regímenes democráticos que los propios militares sofocarían 18 años después.
Tras los golpes e intentos de golpe -deposición y renuncia de Vargas (1954); intento de impedir asunción de Kubistchek-Goulart, contragolpe militar de Lott-Denis (1955), intento de impedir asunción de Goulart (crisis de renuncia de Jnio Quadros) y golpe parlamentarista (1961) – la estrategia de la predominancia militar abandona intentonas e interrupciones para ejercer un efectivo superpoder, por encima de los tres poderes constitucionales, rigendo la República sin depender de la soberanía popular o someterse a cualquier reglamento.
El momento más significativo de ese predominio -el del ejercicio de ese poder paraconstitucional –, sería observado, en democracia, en 1954, con la ‘República do Galeão’, bautizada en homenaje al aeropuerto carioca en cuyas instalaciones militares operaban coroneles al margen de la ley. Los hechos están registrados.
En agosto de 1954, un fracasado intento de asesinato de un periodista (Carlos Lacerda) termina con la muerte de su guardaespaldas, un mayor de la Aeronáutica (Rubens Vaz). La investigación de la muerte derivó en la ‘República do Galeão’. Así, sin leyes a observar, desconociendo límites a obedecer, el comandante de la investigación, o presidente de esa República auto-constituída dentro de la República constitucional, se convirtió en un reyezuelo con el respaldo de sus superiores y el aplauso de la gran prensa, que lo incentivaba.
Su objetivo no era esclarecer la muerte de Vaz sino golpear -como al final lo haría mortalmente- el honor del presidente Getúlio Vargas, blanco de la más injuriosa y violenta campaña de prensa jamás puesta en marcha en Brasil contra un jefe de Estado.
La infamia, la injuria y la difamación no conocían límites, invadiendo incluso la privacidad e intimidad de su familia. Vargas era el objetivo de la prensa unánimemente hostil, al servicio de la derecha derrotada con su elección en 1950.
Destruirlo era el deseo de una oposición sin rumbo, era el proyecto de militares sublevados y de sectores de clase media, conquistados por las denuncias jamás comprobadas de “un mar de lodo” que correría por los inexistentes sótanos y casi asceta Palacio do Catete.
Enterrado Vargas, una vez que asumió Café Filho (presidente), Eduardo Gomes (ministro de Aeronáutica) y Juarez Távora (ministro jefe de la Casa Militar), se cerraron las investigaciones y ni militares, ni la prensa ni la antigua oposición volvieron a hablar de corrupción.
Las investigaciones volverían en 1964, comandadas por coroneles, y la caza de brujas, primero indiscriminadamente, luego en forma metódica, con blanco preciso, el ex presidente Juscelino Kubitschek.
Los enemigos del nuevo régimen fueron transformados en subversivos o corruptos, condenados antes de acusados y detenidos antes que investigados.
Juscelino era en los primeros años del golpe militar, el único líder civil políticamente sobreviviente. Jango Goulart, Brizola y Arraes estaban exiliados.
Así se convirtió Kubistchek en el enemigo a ser abatido. Como no podías ser acusado de subversivo, fue condenado como corrupto, por la prensa y los militares, con la prensa repitiendo el coro de los militares, pese a que nada había sido encontrado contra él.
Fue llamado a declarar dos veces en investigaciones militares y desmoralizado públicamente.
La historia no se repite pero salta a los ojos la semejanza entre el odio que se construyó contra Vargas y Kubistchek y el que la prensa casi al unísono destila, alimenta y propaga contra el ex presidente Lula. Ahora no se adula a las Fuerzas Armadas sino a agentes policiales sin comando, fiscales sin límites y un juez con inédita jurisdicción nacional.
La historia no se repite pero el ex presidente Lula fue llamado a declarar en la Policía Federal una, dos o tres veces, y ahora es intimado, con su esposa, a declarar ante el Ministerio Público paulista. Tiene que explicar porqué no compró un apartamento y porqué visitaba una chacra y porqué incentivó la industria automotriz cuando Brasil necesitaba empleos.
Condenado como corrupto por la prensa como Vargas y Kubitschek, Lula es execrado públicamente para que su prestigio decline y se aparte de las elecciones del 2018, como candidato o como elector influyente.
Condena decretada, pena anunciada, se busca un relato: se trata de destruir el último gran líder popular brasileño. Eso, a los ojos de sus verdugos, vale todo y cualquier precio.
* El autor es Ex presidente del Partido Socialista Brasileño (PSB)
(Tomado de 24.7)