MORELOS, México.-No es un ejercicio común contemplar la imponencia de una obra como el mural Historia de Morelos: Conquista y Revolución, realizado entre 1929 y 1930 por el célebre artista mexicano Diego Rivera en el Palacio que se le construyera en el siglo XVI al conquistador Hernán Cortés, en pleno corazón de Cuernavaca.
Nueve paneles a color que pintan la historia de la Conquista y Revolución en el estado de Morelos se extienden sobre las grisallas de la parte inferior donde aparecen «narrados» en imágenes episodios de esos parajes mexicanos. Esta inmensidad artística debe mirarse de izquierda a derecha, para que la cronología haga su papel y enrumbe al espectador en la integralidad propuesta por el artista.
Contemplado dentro del movimiento muralista posrevolucionario -que impulsara el político e intelectual mexicano José Vasconcelos, quien avaló la educación cívica del pueblo por medio de las imágenes- el mural ofrece en admirables y coloridas secuencias pasajes como la conquista de Tenochtitlán, la toma de Cuernavaca, la construcción del Palacio de Cortés, la industria azucarera, la nueva religión, la construcción de la catedral cuernavaquense y la revolución de Emiliano Zapata.
Debajo, pintadas al carboncillo, se extienden, entre otras alusiones, el desembarco de Cortés en Veracruz; la estampa del emperador azteca Moctezuma; la toma y destrucción de Tenochtitlán; el tormento y la muerte de Cuauhtémoc, líder de los mexicas; y los esclavos indígenas trabajando en las minas de plata.
La obra está considerada entre las más descollantes del muralista. La precisión de los rasgos deja ver con natural albor la llegada de los españoles a las costas del país y los sucesivos combates sostenidos con los antiguos pobladores. Junto a la figura del
Conquistador, espada en mano, está la Malinche, mujer que le fue entregada como esclava, oriunda de la región sur del actual estado de Veracruz, quien jugó un papel significativo en la conquista española del imperio mexica al servirle a Cortés de intérprete, consejera e intermediaria. Con él tuvo un hijo, el mestizo Martín Cortés.
Rituales de esos primeros años de ocupación, como los sacrificios humanos en un teocali, se dejan ver cerca de un caballero «tigre» apuñalando a un soldado español, para ofrecer parajes del México total. Otras estampas apuntan, cuando avanza la vista, hacia el México local donde hace su aparición en el despliegue de representaciones la mismísima región de Cuernavaca.
La conquista de ese territorio se deja ver hacia la franja inferior. Los españoles sometiendo a los indígenas a tortura, felices por el triunfo, saqueando y sometiendo en la cruenta conquista, acompañan a Cortés eufórico que contempla el oro mientras los nativos son marcados con el hierro candente de la corona.
Llegan los ojos a la Independencia de México en 1810. Allí están las mujeres forjando también la libertad, como lo harán 100 años después en la Revolución, y se yergue José María Morelos, máximo jefe del Movimiento. El rostro del autor, el propio Diego, encarna la figura de Morelos, como licencia que el creador se adjudica. Otro espacio lo ocupa Zapata, el líder morelense campesino, uno de los más relevantes de la rebeldía mexicana. Allí asoma con su rifle, sombrero y banda tricolor.
Cuauhtimoc, guerrero águila de los aztecas, no podría faltar en la amalgama de motivos que componen esta extensión donde habla la historia. Tras la brutal conquista, la evangelización. Duele ver a los soldados armados, destruyendo templos y avasallando a los indígenas de rodillas frente a una cruz; la gran pira en la que se están arrojando los manuscritos pertrechados de cultura prehispánica es otra de las escenas que la superficie exhibe.
La propia construcción del Palacio donde se despliega el mural -sede actual del Museo Regional Cuauhnahuac- constituye otro de los atributos del espacio, por tratarse de un acontecimiento singular en la región.
El inicio de la Revolución, en 1910, «reserva» un tiempo ineludible en el mural. Con la apariencia física de Zapata, un revolucionario denota esta parte de la historia. Ahí está Adelita, la heroína de la Revolución, la que a partir de cuyo nombre se denominaron a las mujeres que se entregaron en cuerpo y alma a la causa popular.
Junto a los morelenses ilustres-Morelos, el Siervo de la Nación, y Zapata, el Caudillo del Sur-que descansan en los pilares del arco central, rezan sus respectivos lemas de Independencia y Tierra y Libertad. Una batalla que rememora la Revolución, en la que el artista inserta intencionalmente arcos y flechas; un conquistador recibiendo tesoros; inquisidores quemando a los pobladores originarios, y la victoria
revolucionaria, con Zapata seguido por un pueblo en armas, son otros de los «actos» que se dejan ver en esta simbiosis aparentemente desordenada de la Historia de México.
Como se puede ver, estampas mexicanísimas donde todo cobra coherencia ilustran este recinto a cargo del afamado muralista fallecido hace ya 60 años. Pero México generoso cede la palabra a Cuba, que desde el verdor que brota entre los trazos nos habla.
El cultivo emblemático que le dio esplendor y desarrollo a Morelos, la caña de azúcar, introducida por Cortés en el país, cuando la trajo desde Santiago de Cuba, verdea el mural. La gramínea esencial, cortada y cargada por los esclavos y el trapiche «moliendo» la economía de la región nos remite a la Isla dulce del Caribe.
Estar lejos y ser cubano aumenta en quien mira cualquier emoción y descubrir que el artista no obvió ese detalle, regocija. A México y Cuba los entroncan la historia y el alma de sus pueblos. Ambos saben de esas dulzuras del dar y el recibir, de esos nexos firmes que nacieron desde la conquista y no los disolverán las eras que están por venir.