Lo dijo Raúl ante la multitud reunida en la Plaza Antonio Maceo de Santiago de Cuba que siguió sus palabras en absoluto silencio. Hasta las últimas horas de vida, Fidel insistió en que una vez fallecido, no se le erijan monumentos, bustos, ni estatuas; que no se nombren plazas, calles, instituciones o edificios públicos en su memoria.
Si no lo hubiera dicho el General Presidente que antes y siempre ha sido el hermano leal y su primer soldado, seguramente la multitud habría gritado: ¡No¡ Pero fue él y en su voz, enronquecida y quebrada a ratos, la voluntad expresa del que lo dio todo de sí y solo deja un mandato.
Para que esa voluntad prevalezca, Raúl anunció que presentará las propuestas legislativas que correspondan ante la próxima sesión de la Asamblea Nacional, la primera sin su líder fundador.
Otra vez, como tantas a lo largo de su fértil y deslumbrante vida, con su última voluntad, Fidel desconcierta a sus adversarios y desafía a sus seguidores. Los primeros, los innombrables, los que nunca tendrán que dar esa orden porque no habrá quien les piense un homenaje, vaticinaron que en Cuba habría funerales y monumentos descomunales, un cadáver embalsamado y una legión de militantes obligados a llorar.
Pero el cuerpo de Fidel se volvió cenizas; el duelo, silencio nacional; las honras fúnebres, paso infinito del pueblo ante su imagen guerrillera, igual en la Plaza de sus históricos discursos que en el más humilde de los bateyes campesinos. Y el impacto, tan diverso como respetable: desde la lágrima de un hombre rudo, hasta el sollozo de una adolescente; desde los cirios prendidos en las iglesias, hasta la canción que nos lleva “Cabalgando con Fidel” en las voces más bellas. Desde el brazalete y el rombo rojinegros que todos quieren lucir en el brazo o la solapa, hasta el Fuenteovejuna del siglo XXI que grita por todas partes: Yo soy Fidel.
El peregrinaje de los agradecidos empezó en el minuto inexacto en que el dolor empezó a aliviarse con la memoria del Fidel de cada uno. “Él estuvo en todas partes”, dice Ela, mirando los testimonios que pone la televisión. Ella fue cocinera del Blas Roca y una vez le frió y le acompañó a comer croquetas que él había traído para el contingente, pero se ha mudado tanto que perdió las fotos, que si no, también se iría a enseñarlas al Noticiero.
Ahora su sueño empieza a ser otro. Ir hasta ese sitio en Santa Ifigenia, cerca del mausoleo del Apóstol y de las tumbas de sus compañeros del Moncada y la lucha clandestina, a honrar las cenizas del hombre al que siente que le debe todo. Cierra los ojos con tristeza. Siente que por su edad, su salud y sus recursos, quizás no llegue a hacerlo. Pero de repente vuelve a sus recuerdos: Fidel comiendo junto a ella en las bandejas del campamento, Fidel tomando por los hombros al hijo de Ela, operario de una grúa, y diciéndole: “Estás fuerte muchacho…”, Fidel orientando la entrega de casas donde estuvieron los albergues y Ela viviendo en una de ellas. Las lágrimas ya no mojan la sonrisa. Sin saberlo, Ela está levantando su propio monumento a Fidel, sin una sola piedra.