Quisiera perderme y no es tan fácil, por mucho que largarse esté al alcance de la mano, cerrando una puerta de golge o con sigilo (no importa el cómo si se cierra y uno se aleja luego). Tras los ojos me voy imaginando por caminos medio a oscuras, el frío de la noche más real que nunca, y la luna iluminando solitaria, como única rendija en la persiana del cielo. Caminando, en definitiva, hacia no sé dónde ni me importa, con mochila a la espalda y en los pies la fuerza, la dirección, la esperanza de alcanzar el mar algún día, y que fuese un mar largo y ancho, profundo y mío, un mar salvaje y azul, brillante y secreto, donde poder pensar en el interior de las cosas que me rodean, leyendo de esa forma lo importante: la esencia y lo desnudo de este mundo inmenso. Perderse es volar por cualquier parte, y hacer hogar los propios huesos, la propia carne. Perderse es abrazar con fuerza la vida y decirle a la muerte: no me das ningún miedo. No, el miedo se va encharcado, con el rabo entre las piernas, cabizbajo a buscar el temor en otros. Cuando te pierdes sólo te quedas tú en ti mismo, y eres la posesión más valiosa del universo, conteniendo en tu interior todas las piezas, los apuntes, los puntos cardinales de mañana.
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