Antes de que ellos crezcan |
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Autor desconocido
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Hay un período cuando los padres quedan huérfanos de sus hijos. Los niños crecen independientes de nosotros, como árboles murmurantes y pájaros imprudentes. Crecen sin pedir permiso a la vida. Crecen con una estridencia alegre y, a veces, con alardeada arrogancia. Pero no crecen todos los días de igual manera, crecen de repente. Un día se sientan cerca contigo en la terraza y te dicen una frase con tal naturalidad que sientes que no puedes más ponerle pañales a aquella criatura.
¿Dónde fue que anduvo creciendo aquella insignificancia que no lo percibiste? ¿Dónde quedaron la placita de jugar en la arena, las fiestecitas de cumpleaños con payasos, los juguetes preferidos?... El niño crece en un ritual de obediencia orgánica y desobediencia civil. Ahora estás allí, en la puerta de la discoteca, esperando que él/ella no sólo crezca, sino aparezca. Allí están muchos padres al volante, esperando que salgan zumbando sobre patines y cabellos largos y sueltos.
Allá están nuestros hijos, entre hamburguesas y gaseosas en las esquinas, con el uniforme de su generación e incómodas mochilas de moda en los hombros. Allí estamos, con los cabellos casi emblanquecidos. Esos son los hijos que conseguimos generar y amar a pesar de los golpes de los vientos, de las cosechas, de las noticias y de la dictadura de las horas. Ellos crecieron medio amaestrados, observando y aprendiendo con nuestros errores y aciertos. Principalmente con los errores que esperamos no repitan.
Hay un período en que los padres quedan un poco huérfanos de los propios hijos... ya no buscan más que las puertas de las discotecas y de las fiestas. Pasó el tiempo del piano, el ballet, el inglés, la natación y el kárate... Salieron del asiento de atrás y pasaron al volante de sus propias vidas. Hubiéramos ido más junto a su cama al anochecer, para oír su alma respirando conversaciones y confidencias entre las sábanas de la infancia, y a los adolescentes cubrecamas de aquellas piezas llenas de calcomanías, pósters, agendas coloridas y discos ensordecedores. No los llevamos suficientemente al cine, a los juegos, no les dimos suficientes hamburguesas y bebidas, no les compramos todos los helados y ropas que nos hubiera gustado comprarles.
Ellos crecieron, sin que agotáramos con ellos todo nuestro afecto. Al principio fueron al campo o fueron a la playa entre discusiones, galletitas, congestionamiento, navidades, pascuas, piscinas y amigos. Sí, había peleas dentro del auto, la pelea por la ventana, los pedidos de chicles y reclamos sin fin. Después llegó el tiempo en que viajar con los padres comenzó a ser un esfuerzo, un sufrimiento, pues era imposible dejar el grupo de amigos y primeros enamorados.
Los padres quedaban exiliados de los hijos. Tenían la soledad que siempre desearon, pero de repente, morían de nostalgia de aquellas pestes. Llega el momento en que sólo nos resta quedar mirando desde lejos, torciendo y rezando mucho (en ese tiempo, si nos habíamos olvidado, recordamos cómo rezar) para que escojan bien en la búsqueda de la felicidad, y que la conquisten del modo más completo posible. El secreto es esperar... En cualquier momento nos pueden dar nietos. El nieto es la hora del cariño ocioso y picardía no ejercida en los propios hijos, y que no puede morir con nosotros. Por eso, los abuelos son tan desmesurados y distribuyen tan incontrolable cariño. Los nietos son la última oportunidad de reeditar nuestro afecto. Por eso es necesario hacer algunas cosas adicionales... ¡¡¡Antes de que ellos crezcan!!! PD: Así es. Las personas aprenden a ser hijos sólo después que se convierten en padres y aprenden a ser padres después de convertirse en abuelos... En fin... ...Sólo aprendemos a vivir después de que ya no tenemos más vida.
Un viejo amor, siempre nuevo |
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Bruno Ferrari
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Para cualquiera de nosotros, que hayamos tenido la suerte de convivir con nuestros abuelitos, sin duda alguno de ellos han representado un elemento importantísimo en nuestra formación. Hace muchos años, quizá demasiados, cuando yo era apenas un niño, buscaba pasar la mayor cantidad de tiempo posible en compañía de mis abuelos. Entonces me preguntaba el por qué me gustaba su compañía pero ahora pienso que probablemente por la inmensa paz que ellos me proporcionaban y por la gran sabiduría que ellos sabían trasmitirme en base a su experiencia. Pero independientemente de todos esos momentos que se guardan como un tesoro en la vida, existe también otro tesoro de mucho más valor: el ejemplo. Recuerdo cuando mi abuela me enseñó mis primeras oraciones, de esas que todos conservamos en la memoria. Recuerdo también como poco a poco ella iba formando en nosotros una conciencia recta, enseñándonos a distinguir con claridad y justicia, entre lo bueno y lo malo.
Otra de sus enseñanzas, quizá la más valiosa, nos lo dieron en el campo del amor y de su verdadero significado. No del "amor" que se nos presenta actualmente en la televisión o en las películas de cine, sino de aquel amor que se puede alcanzar cuando la pareja está unida por la voluntad de seguirse amando, aún cuando ya han pasado los llamados "mejores momentos de la vida". Cuando la belleza física deja lugar a la belleza espiritual. Cuando se ha perdonado todo y se sigue perdonando única y exclusivamente por amor. Así recuerdo cómo, cuando era niño, me deslizaba secretamente para poder observar a mis abuelitos en sus momentos de convivencia. Poco a poco, sin ser sorprendido, llegaba hasta esconderme detrás de la puerta y podía observarlos sentados en una pequeña mesa junto a la ventana que daba al jardín, ahí se ponían a jugar dominó, y podía yo ver entre la rendija de puerta como mi abuelito tomaba tiernamente de la mano a su esposa, la otra mitad de su vida, y la acariciaba con una ternura que hasta la fecha no puedo olvidar.
Después, como si se hubieran hecho novios apenas ayer, mi abuelito como el más romántico de los hombres le cantaba una canción con su entonada voz en la que se hablaba de un árbol y una niña, la niña grababa su nombre en la corteza del árbol y el árbol le dejaba caer a la niña una hermosa flor. Al final de la canción, mi abuelito le decía que el era el árbol en el que ella había grabado su nombre y que lo guardaba en su tronco y le preguntaba a ella que había hecho con su pobre flor. Así fui viendo casi sin darme cuenta cómo transcurrían los últimos días en ese clima llena de amor que siempre se profesaron mis viejitos. Quizá por eso, cuando mi abuelo murió, no tuvo que pasar más de un año para que mi abuelita lo alcanzara. El murió como lo había previsto siempre: "el día en el que yo ya no pueda trabajar, voy a morir de inactividad, porque la vida está hecha para servir y, si no se vive para servir, no se sirve para vivir". Durante el último año de vida de mi abuela, mi abuelo nunca dejó de estar a su lado, aunque fuera en el recuerdo. Ella siempre le preparaba la cama para dormir como si él siguiera viviendo, le ponía su lugar en la mesa y a veces hasta se le escuchaba hablar con él.
Así se fueron mis abuelitos, pero sólo se fueron corporalmente, por que su ejemplo, su imagen y sobre todo su testimonio, sigue ocupando entre sus hijos y sus nietos un lugar muy importante, un verdadero ejemplo a seguir. Ahora me pregunto de qué forma se le puede pagar a unos abuelitos como los míos el inmenso legado que me han dejado sobre el verdadero significado del amor. Tal vez la única forma sea dejando ese mismo legado a las generaciones que siguen, quizá de esta manera nuestros hijos y nietos puedan vivir, en carne propia,
"UN VIEJO AMOR SIEMPRE NUEVO".
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