Una esfera fantástica, rojiza, terrosa, caía en el atardecer de un sábado, a escasa distancia del acceso a la localidad de Parera, provincia de La Pampa.
Sediento, desolado, el norte pampeano se volvía una estampa recurrente. Desnudo y solitario, un único árbol se recortaba en la borrosa luminosidad y hacía contraste con el perfil cabizbajo del ganado que infructuosamente intentaba alimentarse.
El campo, ubicado en una de las zonas más ricas de La Pampa, no tenía ni un solo pasto; era -es- tierra pura. Sus vecinos mostraban pasto y arboleda secos hasta un extremo pajizo, que tampoco sirve para dar de comer a la hacienda.
"No habrá terneros el año que viene", aseveran los productores agropecuarios, mientras atisban cualquier nube azul oscura que aparece en el horizonte con la misma resignada rabia de padres y abuelos. Y la misma espera. Ese ocaso que hizo estremecer invitaba a la esperanza.
Como es cíclica, se supone que la sequía debe terminar. Los pronósticos señalaban que en septiembre u octubre se recobraría ese olor peculiar de la tierra mojada. Pero todavía no había ni un charco ni un coletazo del molino que indicara un cambio en la dirección del viento.
Si no fuera por el asfalto de la ruta y las columnas de alta tensión cercanas, podría pensarse que un capricho del almanaque había hecho retroceder décadas.
Las casas de los campos están vacías, la diáspora rural se acentúa y hace crecer a los pueblos. Muy a su pesar porque son pueblos agrarios, con agencias bancarias y comercios ligados a esa actividad y colegios secundarios que ayudan a soñar a las camadas jóvenes en una proyección local que los incluya.
Contra los alambrados se pegaban uno por uno los cardos rusos, que volvieron como apariciones poco bienvenidas, para avisar que para verdearse hacen falta demasiados milímetros.
En esos páramos que se suceden linderos al camino, la vida la sostienen los pájaros; se animan a trinar, dibujan vuelos diversos y abrevan donde pueden -en semillas, gotas de rocío, aguadas escasas- para buscar cobijo al anochecer en los árboles.
Una semana después el cielo se trocó en gris y la nubosidad cubrió toda la región (justamente allí donde desde hace un mes el calor invitaba a los pastizales a encenderse). Cayeron 5 milímetros, apenas 5 milímetros que no alcanzaron ni a humedecer el ambiente. Y esa tierra pardusca, cuarteada, obró el milagro. Todavía no puede haber labranza, pero de los árboles con bolillas amarillas surgieron brotes y las ramas largas y finas de un añoso duraznero se llenaron de flores de azahar.
Comienzan a ablandarse las ramas que hasta ahora crujían como si estuvieran desarticuladas del tronco; buscan enderezar su perpendicular relación con el suelo y posponer su figura fantasmal para el otro invierno. Cada día, sigilosas, estallan para cambiar definitivamente el paisaje; se entrelazan, se pegan a alambrados y paredes; sueltan retoños y crecen. Crecen aunque no se las convoque, y también perfuman. Es único el aroma de los campos cuando están en flor; inunda calles y caminos, hasta cuando parece desagradable, y alienta a disfrutar de una naturaleza a veces esquiva, pero siempre pródiga, que resurge efímera y contundente a la vez.
En esos signos irrefutables, que golpean sombríos un presente de largo inventario, retumban el yunque, el galope, el ruido de la reja del arado, para pronunciar el lenguaje nuevo de las maquinarias, con la obstinación amanecida a pesar de todo.
En aquel atardecer del sábado, en Parera se había hablado de cuidar el medio ambiente y una pantalla había proyectado una imagen grabada a fuego en la memoria colectiva: la del campo extenso, verde en su intensidad de la futura cosecha.
No fue septiembre ni fue octubre. Fue después. El verano cayó con toda su carga pegajosa y caliente para hacer brotar nubes de un azul violáceo que descargaron agua con la intensidad de la piedra y el granizo. La tierra buscó saciarse en el ritual antiguo de los ciclos y la geografía se presenta ahora como en la imagen de la pantalla: la infinita verdeada pampa, que tuvo que elegir la semilla para volver a florecer. Había pasado el tiempo, pero se huele humedad en el ambiente. Es casi una implícita invitación a abrir los surcos.
Por Gladys Sago
Para LA NACION