MANTECA QUE NO HAS DE COMER ...
La leche que abastecía
diariamente a Buenos Aires, era traída desde distintos establecimientos
ubicados en los alrededores. Los tambos se radicaban en la ciudad sólo durante
el verano; se ubicaban en el Bajo, a orillas del río.
La leche era un producto caro,
aunque sin motivo, ya que las vacas que la producían, los caballos que la
transportaban y los campos donde los animales se alimentaban, no costaban mucho
dinero.
Excepto en época estival, el
resto del año, los lecheros cabalgaban decenas de kilómetros llevando la leche
en dos o tres tarros de hojalata o barro. La crema que se sacaba de la leche,
batida al ritmo del galope, se convertía en una especie de manteca cremosa y
blanda. Para entregarla al cliente, el repartidor metía su mano sucia dentro
del tarro y sacaba la manteca, la envolvía en un lienzo y se secaba sus
manos... ¡con la cola del caballo!.
Posteriormente se reemplazó el
lienzo por vejigas vacunas para su conservación, aunque tampoco duraba mucho
tiempo allí y enseguida se ponía rancia; motivo por el cual no era común
consumir manteca en esa época.
La primera manteca bien fabricada
y dividida en panes de una libra empezó a comercializarse en 1825, elaborada
por la colonia de escoceses Santa Catalina, establecida por los hermanos
Robertson.
Recién en 1890 se instalaron las primeras fábricas
con motor a vapor para la producción de manteca en Argentina.