Los perros en la conquista y en la primitiva Buenos Aires.
CULTURA.
HISTORIAS
- Por Roberto L. Elissalde
Los primeros perros en la conquista
El autor reseña la llegada de los primeros canes europeos y la existencia de ejemplares "mudos" en América. Los mejores amigos de conquistadores y conquistados.
“El perro de ultramar era relativamente desconocido para el indio, que poseía canes de talla más reducida y que estaban privados del profundo ladrido de los alanos. Son perros mudos”; sostiene Alberto M. Salas, quien recuerda el prestigio que se habían ganado entre los soldados hambrientos por su buena carne, como también el terror de los naturales ante el perro europeo por su tamaño, orejas, fauces, etc. Sabemos que Cristóbal Colón trajo a América algunos canes en su expedición y que, para paliar las hambrunas, recurrieron a aquellos. Los observaron en distintos lugares: el 29 de octubre de 1492 el Almirante saltó a tierra y se acercó a las casas de unos pescadores que huyeron y allí vio un perro que no ladraba. Se los describió de este modo: “Eran de todos aquellos colores que hay en España, algunos de un color y otros manchados de blanco, prieto o bermejo, pero los más de ellos entre sedeño y raso; el pelo de todos ellos más áspero que en Castilla, lo tienen los nuestros las orejas más avivadas. Eran todos estos perros mudos y aunque los apaleasen y matasen no se quejaban, ni gemían, ni sabían ladrar. Los cristianos que vinieron con el Almirante en este segundo viaje que hizo a esta isla, se comieron todos estos perros, porque se morían de hambre y no tenían que comer”.
Breves relatos de grandes historias
Los perros eran un lujo en la corte de la reina Isabel, donde el 20 de febrero de 1500 se ordenó a Gonzalo de Baeza que pagara 11.200 maravedís a Diego de Bustamante, encargado de los lebreles de la Reina, para el vestuario de los cinco mozos encargados del cuidado de los animales. El 22 de marzo del año siguiente se dispuso que Sancho de Paredes, camarero de la Reina, librara al mismo Bustamante 8.904 maravedís para la “compra de colchones, mantas, cadenas, collares y todo lo que fuere menester para los perros lebreles que tiene a cargo”. Ambas órdenes se encuentran documentadas en el Archivo de Simancas. El 8 de febrero de 1504 en Medina del Campo, donde la reina habría de morir el 26 de noviembre de ese año, se dispuso que a Baeza, tesorero de los príncipes, se le otorgara cierta cantidad como ayuda para el vestuario de los mozos Alonso de Herrera, Contino, Pero Azcona, Montero, y Diego de Ceballos, encargados de los canes reales. En 1523 en Cholula, México, Hernán Cortés ordenó la muerte de un sacerdote e importantes señores indígenas por “aperreamiento”, lo que consistía en echar al ataque un perro de guerra.
La Real Fábrica de pastillas de los hermanos Liniers
Pedro de Mendoza llegó en febrero de 1536 a las orillas del río de la Plata. Hombre de la buena mesa, en esa época de muchísimos platos, estaba acostumbrado a saborear y ofrecer a sus invitados perdices y codornices. Por previsión viajó como pasajero Bartolomé García, natural de Morón, “buen tirador que cazaba perdices para el adelantado”. Sostiene el doctor José Andrés Carrazzoni que “todos los días enviaba a seis soldados acompañados de perros para que lo aprovisionaran de los productos de caza, ocasión en que muy probablemente algunos de los canes huyeron al campo y se multiplicaron rápidamente, para convertirse después en una pesadilla para los habitantes de la colonia”. Un año después el desaliento, el hambre y la terrible enfermedad que corroía su cuerpo lo hicieron emprender el regreso a España, pero jamás llegó a destino y junto con las magníficas ilusiones las carnes laceradas del primer Adelantado terminaron siendo arrojadas al mar. Según Ruy Díaz de Guzmán, en el barco faltaban provisiones y Félix de Azara sostiene que cuando Mendoza partió de regreso a España, la “navegación agravó sus males, y hallándose inapetente, sin víveres frescos, hizo matar una perra, y comió su carne resultándole un grande desasosiego y dos días después la muerte sobre las islas Terceras”. Sin embargo su comentario difiere con el de Ruy Díaz, ya que “los que iban con él llegaron felizmente a España a fines de 1537”.
La entrañable amistad de San Martín y Pueyrredón
Parece ser que los conquistadores trajeron perros, quizás para la caza, ya que era común que los canes acompañaran a los navegantes. Sabemos que en la marcha por tierra de Alvar Núñez Cabeza de Vaca hacia Asunción, uno de sus hombres, Francisco de Orejón, fue mordido por un perro y dejado atrás al cuidado de los indios amigos. En la información que levantó el procurador del Cabildo de Santiago del Estero en 1585, “para demostrar los notables servicios prestados por esa ciudad en el descubrimiento y conquista del Tucumán”, uno de los testigos declaró que “conquistaron las provincias de indios de esta gobernación, hasta allanarlos, a pie, a caballo y muertos de hambre, desnudos y vestidos de cueros de animales, de pellejos de perros hacían botas y comían raíces y yerbas”. Así como los caballos y los vacunos se multiplicaron, lo mismo sucedió con aquellos perros. Pasado el tiempo, en las poblaciones abandonadas y los ranchos de los alrededores o más lejanos, atacados por los indígenas, los perros de las casas debieron salir al campo a buscar su sustento, el que les era fácil de encontrar, y así se agruparon en jaurías de perros conocidos como “cimarrones”.
La jura y los juramentados de 1816
El 10 de setiembre de 1579, poco antes de fundar Buenos Aires, Juan de Garay hizo pregonar un bando en Asunción que ordenaba: “Por el grande daño que hacen en el ganado ovejuno y capruno que ninguna persona de todos los vecinos y moradores, estantes y habitantes en esta ciudad no sean osados de llevar ni traer perros consigo sueltos a cualquier parte que vayan o vengan sino atados de manera que no puedan hacer daño a los ganados”.Cierto es también que se emplearon los perros como armas de ataque. La Real Cédula del 2 de agosto de 1608 ordenaba a los oficiales de la Real Hacienda de México que le pagaran a “don Fernando de los Ríos Coronel, procurador de Filipinas, cien ducados por la costa que hubiere de hacer en llevar a esas islas dos lebreles de Irlanda para que críen y se empleen en la guerra contra los indios”.
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