No es cosa tan fácil como parece a primera vista ser el esposo de una mujer, que por su naturaleza es de por sí menos reflexiva y constante, y tenerla al mismo tiempo contenta y satisfecha.
Mucha discreción y prudencia es necesaria en el marido para llegar a obtener ese precioso y consolador resultado (La mujer virtuosa es corona de su marido; pero la mala, es como carcoma en sus huesos cfr. Prov. 12,4), para cuyo logro es preciso que acuda a Dios con frecuencia y lo pida de corazón.
Será actividad discretísima que desde los primeros días de su unión se procuren los esposos conocerse uno al otro, esto es, fijarse, pero sin manifestar recelos ni desconfianza, en el genio, ideas, costumbres, deseos y tendencias de cada uno, porque, con estos antecedentes, podrá el marido, como cabeza de la casa (ICo 10,2), disponer con mejor acierto su trato racional y afectuoso, de manera que, si contra lo que pensaba, halla menos de lo que en su juicio y cálculos se había figurado, sepa acomodarse a la disposición, genio y condición que ha descubierto, procurando resignarse u conformarse con la Voluntad de Dios, cuyos juicios son inescrutables, persuadiéndose además de que eso debía convenirle para bien de su alma.
Para más animarse y consolarse, recuerde con frecuencia la vida de los santos Job (Jb 1,8) y Tobías (el padre) (Tb 2,1-14), cuyas esposas tanto les dieron que sufrir con sus impertinencias molestas y ofensivas, con otros no pequeños pesares; de modo que el venerable Tobías llegó al extremo de suplicar a Dios le sacara de esta vida mortal y recibiese en paz su espíritu inmortal (Tb 3,6).
Se deduce de lo antes dicho cuánto conviene que el esposo prudente se arme de paciencia cristiana y que disimule muchas cosas en obsequio de la paz y tranquilidad doméstica, tan estimable y necesaria. Por eso dice el refrán: "No sabe bien gobernar quien no sabe con prudencia disimular", pero debe entender también que no conviene disimularlo todo, ni corregirlo todo, sino usar de uno y de otro (gobierno y disimulo), aprovechando oportunidad y circunstancias, procurando además no aturdir ni disminuir el espíritu.
Cuando el marido note que su esposa es dada a lujos y vanidades, a diversiones inconvenientes, a visitas innecesarias, a gastos superfluos, etc., debe advertirla amigablemente, haciéndole entender los disgustos y aún los peligros a que con frecuencia conduce todo eso y lo contrario que es semejante proceder a la conservación de los intereses y buen cuidado de los hijos y personal de servicio doméstico.
También deberá advertirla con dulzura y caridad, si acaso la ve inclinada a devociones espirituales indiscretas, o que la absorben demasiado tiempo, siendo ello causa de que le falte a sus precisas obligaciones respecto de la casa y de la familia, persuadiéndola de que la devoción bien entendida se acomoda perfectamente con el cumplimiento del propio deber y que cuando se quiere y hay decidida y buena voluntad se halla tiempo y oportunidad para todo.
Pero, por lo que a este tema se trate, sea muy cauto y prudente el varón, no sea que, queriendo corregirla en lo que tenga de exceso en sus ejercicios de devoción, contribuye a hacerla indevota, amiga de las libertades y poco temerosa de Dios, ya que esto sería muchísimo peor y más trascendental: la prudencia está en evitar los dos extremos, siendo el justo medio.
Pero si es bueno y acertado que el esposo advierta y procure corregir las demasiadas devociones espirituales de su esposa, justo es y muy conforme que la siga y acompañe en las reguladas por la prudencia, como buenos y ejemplares cristianos, porque si ambos se aplican uniformes a seguir un camino santo, se animarán y fortalecerán el uno al otro, harán más feliz su unión y prosperará la casa, puesto que el Señor estará con ellos (Sal 127,1).
Otra de las reglas de prudencia que debe guardar el marido para que no disminuya, antes bien aumente el amor, obsequio y paz con su esposa, es el admitir y asistir con ánimo generoso y complaciente a los parientes de ella cuando vienen a su casa, visto lo cual la esposa hará lo mismo con los parientes del esposo, y con este proceder se evitarán muchas quejas, murmuraciones y rencillas, que por lo común acaban de matar la caridad y sembrar pleitos y desconfianza entre unos y otros.
Además con frecuencia suele causar cierto rubor y pena a la mujer casada ver que se tarda la deseada venida de los hijos: en este caso, el varón prudente, lejos de entristecerla y mucho menos insultarla, debe animarla y consolarla, diciéndole que el don de la fecundidad depende exclusivamente de Dios, cuyas disposiciones es preciso y justo aceptar con amorosa sumisión, sin que por eso se haya de perder la confianza, antes bien acudir con más insistencia y fervor al Señor, imitando a aquellas dos santas mujeres llamadas Ana, a las cuales concedió Dios en su vejez y a pesar de su esterilidad la altísima gracia de ser madres, la primera del gran profeta Samuel (1S 1,19-20), y la segunda de la Santísima Virgen María, elegida nada menos que para Madre de Jesucristo nuestro Divino Redentor (Lc 2,6-7).
Importa mucho también que el varón casado, si quiere vivir en su casa y continuar fiel en el servicio de Dios, no olvide aquel saludable consejo dado por el Eclesiastés, a saber: "Que tenga sus entretenimientos honestos y decentes con su mujer; que se deje de otras vanidades y distracciones, que al fin y al cabo sólo le proporcionan amargos pesares" (Qo 9,9).
Fuente: Obras selectas de San José de Manyanet.
Publicado en la Edición de Enero 2001 del Periódico Sagrada Familia |