La coraza de justicia
Estar “ceñidos… con la verdad” nos guarda en cuanto al hombre interior, en una armonía práctica con
Dios; pero una marcha en justicia y en piedad debe caracterizarnos delante de los
hombres (2 Corintios 8:21; Hechos 24:16).
Aquí no se trata de la perfecta e inmutable justicia que el creyente posee en Cristo y que le permite
mantenerse ante el Dios santo. Sólo una marcha en la santidad práctica y una buena conciencia
pueden servirnos de coraza contra Satanás.
¿Cuáles son las condiciones para tener una buena conciencia? Según la luz que le haya sido dada, el
cristiano ha juzgado y condenado todo su pasado ante Dios. No tolera en él ninguna clase de mal. Va
“ceñido… con la verdad” y se esfuerza, por la gracia de Dios, en mantener su vida diaria —lo visible y lo
invisible, sus hechos y su servicio— en armonía con la verdad aplicada a su corazón. La existencia de la
carne en nosotros no suscita en uno mismo una mala conciencia, ni interrumpe la comunión con Dios,
mientras no la dejemos obrar. Pero tan pronto como soy culpable de una injusticia y mi comportamiento
está en contradicción con la voluntad de Dios tal como la conozco, entonces todo vacila: el enemigo puede
reprocharme con razón mi falta, aun si queda escondida a los ojos de los hombres. Caí en la trampa
durante el combate, y mi comunión con Dios queda interrumpida, el Espíritu Santo es entristecido en
mí, y por eso he venido a ser un hombre sin poder ante el enemigo.
Permanecer en tal estado acarrea graves consecuencias. Una mala conciencia me hace cobarde y me
lleva a faltar de rectitud. Vivo en el temor que el mal aparezca con toda claridad y que esto redunde en
mi confusión pública. En tal estado, me entrego a cometer otras faltas. Me vuelvo incapaz de combatir,
como en otro tiempo le ocurriera a Israel ante Hai (Josué 7). Si continúo sirviendo y combatiendo
—quizás para tener pura fachada— esto sólo hará poner de manifiesto mi indiferencia en cuanto al pecado.
El creyente que acepta vivir sin la coraza de justicia no podrá poseer la más mínima parcela en los
lugares celestiales. Todo su crecimiento se ve interrumpido y su vida deshonra al Señor.
No obstante, gracias a Dios queda la posibilidad de revestir de nuevo esa pieza indispensable de la armadura:
“Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados,
y limpiarnos de toda maldad” (1 Juan 1:9).